20 de diciembre de 2008

La revitalización de la décima: un asunto joven

Por Pedro Péglez González

Ya es tópico (re)conocido el protagonismo de los poetas jóvenes en el proceso de revitalización de la poesía escrita en estrofas de diez versos, del que ha sido testigo el panorama literario cubano a partir de fines de los 80 y principios de los 90 del pasado siglo y extendido hasta nuestros días.

La asunción de las coordenadas de la dominante cultural de la posmodernidad en la literatura, con lo que ello conlleva de rescate de valores pertenecientes a la historia del hombre y su cultura, ganó a no pocos escritores nacidos en los 60 y los 70 para el ejercicio, con su propia y renovadora visión estética de su época, de estructuras cerradas en cierto modo desatendidas como el soneto y la décima, esta última con especial delectación.

Los resultados conforman todo un suceso cultural – al que no han sido ajenos, por cierto, poetas de otras generaciones, estimulados por el quehacer de los noveles –,fenómeno que si no se conoce mejor (y se conoce bien poco) es sobre todo por su coincidencia en el tiempo con la depresión editorial que padeció el país en los 90 del siglo pasado, y de la cual por suerte se ha venido recuperando nuestro ámbito literario.Uno de los libros de décimas que validaron ese proceso fue El mundo tiene la razón, de Ronel González y José Luis Serrano (ambos nacidos en Holguín en 1971), título que ganó en 1995 el Premio Cucalambé – el más importante de la décima escrita –, del cual salieron de las prensas sólo 600 ejemplares con una factura sumamente modesta, y en cuyo prólogo Waldo González López – entonces presidente del jurado –señalaba como virtudes del conjunto la ruptura del esquema gráfico-sintáctico-sonoro de la décima "clásica" y las referencias a temas culturales de dimensión universal.

Ya el primer poema de El mundo... es una apropiación, en este caso del quijotismo como conducta vital, releída a tenor de la nueva etapa que empezaba a vivir el orbe: En un lugar de La Mancha/ de cuyo nombre no quiero/ acordarme un caballero/ traté de ser Mi avalancha/ justiciera fue la ancha/ tristeza de unos gigantes/ que huyeron hacia distantes/ leyendas Hoy mi destino/ es desandar los caminos/ pensando en los rocinantes/ que no tendré Peregrino/ de tristísimos aciertos/ sigo desfaciendo entuertos/ por doquier El desatino/ siempre cambia de molino/ (siempre cambia) Agonizantes/ somos cuerdos los andantes/ (somos cuerdos) y al final/ todo es un sucio ritual/ que nunca escribió Cervantes.

De allá a acá, el propio concurso Cucalambé – nacional hasta 1999, iberoamericano desde el 2000 – ha dado a la luz títulos de obligada referencia para quien quiera acercarse al apuntado fenómeno de revalidación de la espinela, la mayor parte de ellos con autoría de poetas de reciente promoción: Sueños sobre la piedra (Alberto Garrido, Santiago de Cuba, 1966); Perros ladrándole a Dios (Carlos Esquivel, Las Tunas, 1968); Con esta leve oscilación del péndulo (Yunior Felipe Figueroa, Holguín, 1977); y el último puesto en letra impresa, Examen de fe (José Luis Serrano, Holguín, 1971). Este año la tunera editorial Sanlope, encargada de los premios Cucalambé, entregará el libro galardonado en el 2002, Otra vez la nave de los locos, de María de las Nieves Morales (Ciudad de La Habana, 1969).

Otros decimarios, premiados y/o publicados en el período, también revelan el predominio de autores jóvenes; verbigracia, los procedentes del concurso Fundación de Santa Clara, entre ellos El libro del cruel fervor, de Jesús David Curbelo (Camagüey, 1965); Aneurisma, del ya citado José Luis Serrano; y Soldado desconocido, de Yamil Díaz (Santa Clara, 1971). Al mismo tiempo, empiezan a aparecer libros de poesía en décimas como ganadores de convocatorias de poesía en general; tal es el caso de El libro de los cánticos, de José Antonio Vilaseca (Ciudad de La Habana, 1963), que emergió triunfador del Premio Félix Pita Rodríguez en su edición de 1999.

Y ya que hablo de jóvenes y lizas literarias: un certamen jovencísimo (tres ediciones, del 2001 al 2003), desde su pequeño formato (10 a 15 décimas), viene también a cuento para subrayar el protagonismo de punta de los poetas noveles: el concurso nacional Ala Décima, patrocinado por el grupo de igual nombre, adscrito al Centro Iberoamericano de la Décima y el Verso Improvisado. Con una participación anual que promedia el medio centenar de obras, procedentes de entre 8 y 11 provincias, los tres capítulos realizados de Ala Décima dan testimonio de una atención progresiva de los autores jóvenes.

En la tercera edición, ya los escritores nacidos en los 60 y los 70 resultaron mayoría entre el conjunto de premios y menciones. Arístides Valdés Guillermo (Corralillo, Villa Clara, 1960) alcanzó el primer sitio con Doce apuntes de un náufrago al inicio del milenio, cuyo discurso de hombre sufriente deja escapar una filiación martiana que lo salva del naufragio: Estalla el trueno. Conozco/ su gravedad, su argumento,/ y en la fábula que invento/ cada minuto es más hosco./ Una voz que reconozco/ sobre mi pecho retumba./ El rayo reluce: zumba/ el viento por el cortijo,/ y yo sé que solo el hijo/ me hará escapar de la tumba.

Por su parte, Diusmel Machado (Guáimaro, Camagüey, 1975), en Abstemio de la gloria, laureado con el segundo premio, apela al diálogo con Ganímedes, copero en los banquetes de los dioses griegos, para una personal profesión de fe: Yo no probaré los vinos/ del Olimpo, porque todo/ lo humano me sabrá a lodo,/ y perderé los caminos/ que al cielo van. ¡Oh destinos/ inútiles! Sólo temo/ embriagarme a tal extremo/ que en mi sueño de gigante/ Nadie su estaca levante/ al ojo de Polifemo.

La tunera Ana Rosa Díaz Naranjo (1973) mereció primera mención con sus Endechas del no elegido, donde invoca al infinito: Qué te espío/ si he de cargar mi agnusdéi./ Qué fábulas te harán rey/ para juzgar el hastío/ que me envuelve. ¿Cuál navío/ cargará las ilusiones,/ desprecios, sueños, naciones,/ cosidos a tu doctrina?/ Parto, mi Dios, cristalina,/ al fin de las estaciones.

También de Las Tunas, José Antonio Guerra (1970) es el autor de Mujeres sobre la espuma, que obtuvo en el III Ala Décima el premio Décimas para el amor, uno de los galardones temáticos que ofrece la convocatoria. Dice Guerra en sus textos: Si no humedezco mi vaso/ y me acuchillan los duendes./ Si en este rugir te ofendes/ ¿por qué me cuelga tu brazo?/ Se me pierde hasta el ocaso/ y entre chillidos se esfuma/ ese andar que ya me abruma/ donde las copas aclaman/ mientras los ojos reclaman/ mujeres sobre la espuma.

Los premios de temas comunitario y erótico fueron a manos de autores capitalinos, de Guanabacoa para más señas. El primero, Omar Raúl Díaz Ávila (1975), con su texto En un lugar de La Mancha, critica el deterioro citadino: El pintor en su ejercicio/ quiso ilustrar la ciudad,/ con los rastros de humedad/ que había en su desperdicio./ Este derrumbe es un vicio/ en toda su arquitectura./ Y el pintor con su locura/ botó lejos su camisa:/ Pintó en el lienzo una brisa/ que no llevaba pintura.

En su caso, Rafael de Jesús Valdivia (1970), con Eppur si muove, da rienda suelta a la libido en quince décimas de una renovada picaresca: Digo bien frente al espejo,/ cadera, seno, pupila./ Del río que me destila/ soy timonel. Yo manejo./ Suelto sobre ti no dejo/ que la corriente me lleve./ -¡Cielos! --grito- afuera llueve./ Frota mi barca el canal./ Hoy dicen que es coito anal;/ mas digo: ¡Pero se mueve!

El premio accesorio de Juventud Rebelde en el III Ala Décima fue concedido a Libán H. Izquierdo (1968), del municipio capitalino de Boyeros, por un cuaderno entre cuyas estrofas se autodefine: Almendro el morir me acosa,/ y tanto abrasar procuro/ que no advierto lo más puro/ de ser gestor de la glosa./ Arpegio, sol, mariposa,/ alzo vuelo, canto, ardo,/ soy pedestal y soy fardo,/ yo soy conjuro, soy fe./ Todo eso soy, porque sé/ que tengo más que el leopardo.

Ala Décima, por lo que se ve, al igual que otros certámenes decimísticos del país, está siendo saludable espacio para un espectro participativo de amplia variedad temática y diversidad de enfoques, y en ello están tomando partido poético los jóvenes creadores, con la vocación de avanzada que los ha caracterizado desde los inicios de este proceso de revitalización de la que Fornaris llamó estrofa nacional. Proceso que ya sobrepasa la década de búsquedas y hallazgos, sin que aún se le conozca suficientemente
.

18 de diciembre de 2008

Salvaguardando la memoria

Muchos años después, ante las páginas de un libro recién salido de una de las imprentas de la Fundación editorial el perro y la rana, el niño que suele convivir con los recuerdos del adulto que ahora soy, dióse a evocar las líneas finales de un poema de Carl Samburg: “Cuando yo, el pueblo, no me olvide de quien quiso tomarme por tonto, (….) la chusma, la multitud, la masa, entonces llegará”.

Sintantatinta
, ópera prima de Armando Cerón Silva, reúne ventiocho ensayos cimentados en el análisis de la inmediatez social que, a contrapelo de sus casi siempre furibundos y acérrimos detractores, continúa oxigenando los pulmones de estos países nuestros. Periodista nacido hace alrededor de diez lustros en Colombia y radicado en Barquisimeto gracias, probablemente, al ventarrón inexorable de la diáspora, el autor comulga sin ambages con la honestidad y, ya desde las palabras que fungen como presentación de su trabajo, nos confiesa el itinerario de su credo desde la indiferencia inicial hasta el compromiso presupuesto en su participación directa o como simple observador en los acontecimientos que analiza.

Conocedor de que la neutralidad nunca pasará de ser un eufemismo encaminado a solapar quién sabe qué aviesas intenciones, Armado reflexiona, dictamina y enseña – porque algunos de sus textos se me antojan dotados de un encomiable y necesario didactismo – desde la posición de los otrora preteridos. Ello, sin embargo, no lo induce a tender ninguna especie de cortina de humo sobre actitudes o acciones que, pergeñadas y defendidas a ultranza por aparentes o insobornables partidarios del chavismo, comoquiera que implicitan, para un ojo sagaz, una desviación del curso de las aguas, lejos de favorecer, no sólo desacreditan, sino que además, -
y esto es lo más lamentable - desencantan y restan cofrades al proceso de cambios iniciado hace más una década en la patria pequeña de Bolívar.

“Si le quitas la piel a un extremista – pareciera estar gritándonos todavía el camarada Ilich – encontrarás debajo a un oportunista”. Esto lo sabe Cerón Silva, como sabe también que la astucia de un lobo agazapado bajo la mansedumbre de un cordero podría resultarle mucho más perjudicial a los intentos del rebaño que la emboscada o el ataque descubierto de una jauría famélica. De ahí que, a pesar de su declarada filiación ideológica, sea poco menos que difícil descubrir parcialidades en los ensayos de este libro. Hay en él un compromiso incuestionable con las exigencias de la ecuanimidad, y el dedo se apresura, certero y sin misericordias banales, a descender sobre la llaga sin detenerse a discriminar acerca del color político de quien la muestra.

Con un discurso transparente, ágil y sentencioso, salpicado en ocasiones por ciertos guiños de ironía degustable y siempre afín a los reclamos de su oficio; yuxtaponiendo ideas breves mediante la utilización mesurada del asíndeton o eslabonándolas a través de la recurrencia a las conjunciones, Armando disecciona, sobre todo, la cotidianidad social venezolana de los últimos años. En apariencias, casi nada consigue sustraerse a la lucidez inquisitiva de sus ojos. Leyéndolo, emprendemos un viaje sustancioso a través de temáticas tan insoslayables como la corrupción, el consumismo, las adicciones, los consejos comunales, el fariseísmo y ese otro estupefaciente sugerido por la mala fe de aquellos que, con el auxilio de la falacia y la tergiversación y el disfraz y los medios de comunicación, se empecinan en estigmatizar las esperanzas tangibles que, ineluctablemente, han contribuido al desperezamiento de las mayorías.

Juzgo deliciosa esa extrapolación que hace el escritor de una parábola evangélica y su atinada recontextualización con elementos del entorno actual, y esclarecedor el texto donde alude al frustrado Congreso Anfictiónico de Panamá. “Los protagonistas de hoy - escribe Armando – son los descendientes de los protagonistas de entonces. Ahí están los políticos de siempre, los firmones, los oportunistas, los herederos de la política que se impuso en ese momento. Ahí están también los patriotas sobrevivientes, en la resistencia, que han podido mantener a duras penas la débil llama de las grandes y buenas ambiciones, que hoy recobran la razón y la vida”. Bofetada mortífera esta que aplica su intelecto a la pobreza reflexiva de quienes, con inusitada tozudez y lógicas mezquindades de por medio, pretenden insuflarle un hálito de reciente novedad a las divisiones sociales que, atribuibles a la inequidad en la distribución de las riquezas, han coadyuvado a distanciarnos prácticamente desde el arribo a nuestras costas de aquel osado genovés. El fantasma que ahora transita por varios países de nuestro continente no es otra cosa que la materialización, en la praxis, de las enseñanzas del Libertador. “Los árboles han de ponerse en fila – sigue advirtiéndonos alguien – para que no pase el gigante de las siete leguas”.

Lamento que en un libro diseñado con tanta exquisitez se resienta, durante algunos saltos de página, la muy bien lograda coherencia del hablante, y que múltiples pifias gramaticales hayan escapado a la curiosidad de aquellos que, afortunadamente, se complotaron para su oportuno alumbramiento. Si bien detalles como estos conspiran contra el prestigio del que debe hacerse merecedora cualquier institución involucrada en la divulgación de las ideas, es de inferir que la constancia y la imprescindible intervención de un corrector de estilo habrán de complementarse para la consecución de la excelencia en ediciones venideras.

Por último, quizás parezca una aseveración precipitada, pero indudablemente la tal Utopía ha ido clarificando sus contornos y, así como avisaba entonces el poeta norteamericano que me he permitido citar al principio de este comentario, el pueblo ha comenzado a recordar y avanza dispuesto al abordaje de otras formas posibles de existencia. Sintantatinta, más que valioso testimonio dirigido a desterrar una considerable porción de las tinieblas con las que se intenta obnubilarlo, es un rotundo espaldarazo a la creciente y necesaria lucha para desarticular el andamiaje urdido por semidioses genuflexos y agraviados para desinformar y confundir, y es, también y prioritariamente, un acucioso empeño que le sustrae a las voracidades del olvido la memoria inmediata que Armando Cerón Silva nos sugiere salvaguardar, entre otras cosas, porque sin ella carecería de sustento esa otra memoria histórica que nuestra América sí necesita conservar.

15 de diciembre de 2008

Poemas de Ricardo Riverón Rojas



FURIA DE FIN DE AÑO (MUDEZ DE FIN DE SIGLO)

Y a quién le voy a dedicar esta furia
de animal que se espanta con su nombre;
a qué calle caminar cuando los ojos
ya no esperan sucumbir de transparencia.
Tendremos que apartarle la verdad a quienes graban,
en la pared, su pánico sutil,
proteger a la niña que se duerme con las piernas
tácitamente dirigidas al ruido de la noche.
Y callar
como el rústico esqueleto de las nubes
cuando anuncian la calma.

¿Qué dulce inmediatez, en la piedad del aire,
pudiera despeñarse hacia el noble musitar
de los almendros en flor
y a quién le voy a remitir la terquedad
de no pacer sobre los frutos tan cercanos del invierno?
Míralas pasar: son las fotos de cuando estuve protegido por el agua:
tenía la bondad de una lámpara salvándome la luz
y en otra parte
cantaba, de cristal, el corazón de un cuervo.

Furia de fin de año (mudez de fin de siglo):
en el mundo nada tiene ese estertor de noche gris
y sobre nadie
debiera descargar tanta paz inclemente.


HAGAMOS PREGUNTAS MÁS AUDACES

Es bueno preguntar a veces
por la falta de dolor de los que viven sin memoria.
Como lógico sería
permitirle a los románticos que indaguen por la luna.

A mí me gustaría investigar
por la parte de mí que sobrevive
después de los discursos donde soy el que resta.

Tal vez puedan pasar por nuestros ojos
taciturnos fantasmas enfermos de intemperie.
Muy bien podría suceder
que después de una semana de ocio y libaciones,
reconozca en mí a los hombres donde al hombre aborrezco:
Fátima, la de una mano delante y la otra en un cuerno,
Gastón, de porcelana, tantas noches inerte;
Sebastián, casi gris, sin saber la plegaria.

Hagamos, entonces, preguntas más audaces:
¿qué mano intentará decapitar
esa mano que, en sueños, decapita los sueños?


RETABLO

Sopla el viento insensible a la mañana
y nada es tan común como asomarse a la pared
donde reposan los que fuimos.
A cada rato, tul:
en las cortinas el aire
manchado por la espuma.
La del centro es mamá; del otro lado
una corbata regresa del invierno
tras el humo epistolar del mes de octubre.
Gorrión. Sagitario. Perdigones en el pecho
de los desconocidos:
ese tío fugaz como una iglesia en las tardes de abulia;
la abuela del sillón, atrapada en sus brazos de mimbre.
Entonces me descubro con la ropa de morirme los domingos
y pregunto por mí:
una sombra en la sala,
sudando mi dolor debajo de los muebles.
Al fondo queda el mar sin una sombra
y el torpe vendaval que devora a los astros.

11 de diciembre de 2008

Confesiones del hijo de Laertes

Poseidón me castiga.
Las veleras
naves que di a la trampa de su hechizo
resisten los embates del encono enfermizo
con que la mar distiende sus fauces altaneras.
Alguien avista nubes agoreras
en el dolor crujiente de las jarcias.
Comprendo
que si al grito del agua no le aprendo
la transparencia lastimada, pronto
se trocará en derrota fingida el Helesponto
en este laberinto de azares que sorprendo.

¿Qué mástiles poblar cuando se sienten
nombrados los deseos por el canto
fatal de las sirenas?
¿Cómo escurrir el llanto
hecho savia en los ojos lascivos que consienten
ante unos labios cuyas voces mienten
para más tarde condenar?
Si fundo
mis fuerzas con las ganas de retornar al mundo
que habitara una vez la permanencia
de una esposa y un hijo y una eximia existencia,
¿quién detendrá los remos que de afanes inundo?

He derrotado a Cirse y no consigo
restarme a la memoria de los brazos,
de los besos ungidos con miel, de los abrazos
que un día eternizara Penélope conmigo.
Siempre hallará la soledad abrigo
junto al cuerpo que amamos.
No lamento
los días desandados ni el huracán violento
que pergeñó con su inclemencia Eolo.
Mi guerra es por la vida que me ha supuesto solo
en esta pesadilla del alma contra el viento.

Sé que debo enfrentar la fortaleza
concentrada en un cíclope.
Mis hombres
quedarán en Caribdis o en Scila y sus nombres
han de subir a hexámetros que alaben la grandeza.
Nadie tendrá que ser, con la entereza
de un dios en el intento, la voz que nunca dijo
la raíz de su astucia.
Ya colijo
que, aunque la mar lo ignore, de algún modo
regresaré a Telémaco, porque después de todo,
qué no podrá un guerrero cuando lo aguarda un hijo.


10 de diciembre de 2008

Hallazgo de Luis Alberto Crespo

Si nos atenemos a lo que afirmara Hemingway durante una entrevista memorable, la célebre novela que lo condujo a la obtención del premio Nóbel fue escrita ciñéndose a su teoría del témpano de hielo. Según esta, por cada parte que observamos sobre la superficie, el iceberg conserva siete porciones semejantes bajo el agua. Así, El viejo y el mar, que con la incorporación de personajes y conflictos inherentes a la azarosa vida de los pescadores de Cojímar pudo exhibir perfectamente un cuerpo mucho más voluminoso, se ofreció a la curiosidad de sus lectores engalanada con una delgadez que apenas rebasa el centenar de páginas.

A un presupuesto similar o, por lo menos, bastante cercano al anterior, podría circunscribirse la poética de Luis Alberto Crespo. Diríase que tal como racionan los beduinos el sorbo que les permite atravesar la desolada inmensidad de los desiertos, preservándose con ello de una posible muerte por deshidratación, economiza el poeta caroreño los hilos con que ha venido urdiendo la limpieza de su obra. Recientemente, bajo el sello de Monte Ávila Editores Latinoamericana, ha comenzado a circular una nueva selección de las criaturas pergeñadas por la pericia de este reconocido cincelador de oscuras claridades.

En lugar del resplandor se nos revela como un vívido muestrario de quince libros de poesía publicados por el autor a lo largo de tres fructuosas décadas. Y ya desde el cuaderno germinal (Si el verano es dilatado, 1968) nos sorprendemos escuchando la voz irreprimible de una infancia que, transmutada en imágenes, descubre un senderillo hacia los territorios de la eternidad patentizando su permanencia en la memoria del adulto aparentemente decidido a perpetuarla en versos.

Si bien en la obra de Vallejo no es difícil deleitarse con textos donde el sujeto lírico es un niño, en el ya citado y en los dos libros subsiguientes de Luis Alberto Crespo, nos resulta prácticamente imposible la lectura de un poema que admita evidenciar en ellos la supresión del hablante infantil. De manera que, a mi juicio, parece innegable la existencia de vasos comunicantes entre ambos creadores. Ese temor ante un probable enfrentamiento con lo ignoto, esa angustia implicitada en el discurso del infante que nos golpea en Trilce III, es casi la misma zozobra del niño que nos habla desde alguno de los poemas del álbum aludido:

Volvía de la cama como de un entierro,
me escupían, me encaramaron en las cañabravas…

(……………………………………)

Dijeron que iban a salir,
que iban a hundirme en el patio como un clavo,
y comenzaría a sudar, a sudar…

( de Espantos)

Demostrar que esta concomitancia de aires sea fortuita, o que el segundo haya incorporado, previamente decantadas por el aprendizaje reverente, ciertas resonancias del primero al diapasón de su trabajo, es algo que, sin duda, sería merecedor de un estudio más amplio y acucioso.

En la antología que intento apostillar, se hace ostensible una extraordinaria fidelidad del orfebre a la procedencia de los elementos destinados a elaborar sus joyas. Si existe algún leitmotiv en esta obra, es la sublimación del escenario afín a los primeros años del poeta. Pero de ello, y de sus conexiones con otros maestros de la poesía venezolana, me permitiré hablar más adelante.

Por el momento, y para no dejarnos vulnerar por el imperio del desorden, continúo diciendo que a raíz de su cuarto libro (Rayas de lagartija, 1974) comienzan a notarse ligeros cambios en la poesía de Luis Alberto Crespo. Sin embargo, estas mutaciones no son localizables en el universo de vivencias con el cual – y al parecer de modo definitivo – ha determinado emparentarse, sino en la estructura, en la tipografía del poema como entidad independiente. A partir del susodicho cuaderno se manifiesta una reducción en el volumen de los textos, y se disminuye paulatinamente el uso de la conjunción copulativa para privilegiar el incremento de las yuxtaposiciones y de los espacios en blanco; después, aunque más tarde se regrese a ella, el poeta prescinde de la puntuación e, incluso, en uno de los poemarios decide utilizar mayúscula inicial en todos los versos:

Afuera
Ninguna casa es para vivir

No hay otra pared
Que la grieta en el cuerpo

Lo borrado
Me quita la voz de la boca

Mi casa nunca se alza
Nunca es por dentro

Mi casa es la espina continua
Que me roza

(de Entreabierto)

Asimismo, a partir del libro mencionado se pierde un tanto la transparencia de las enunciaciones y el lenguaje, o mejor, la atmósfera que el artista nos entrega como síntesis de abstracciones creativas, tiende a hermetizarse y el poema, brevísimo, se acomoda en la página evocándonos una especie de arquilla desde la cual ascienden hacia el intelecto del lector, que aspira a interpretarlos, efluvios enigmáticos. Y para desentrañar esas emanaciones, más que a las palabras, ante los guiños de esta poesía es preciso atender a la elocuencia escandalosa del silencio:

Lo que decía
se me pierde en la subida

Estar es soledad pensada

Sin huella es pasar las curvas

Sin más es esta piedra en la mano
caída juntos

¿Comprendes?

Sin palabras es lo verdadero

(de Sentimentales)

Llevo cinco años en Venezuela entregado al ejercicio de una profesión que suele reclamarle tiempo a quien la practica y, en consecuencia, la relación de literatos del país cuya obra me ha sido dable conocer no supera los seis o siete nombres. A pesar de esto, no juzgo desacertado aseverar que con la poesía de Vicente Gerbasi, por una parte, y con la de Ramón Palomares por la otra, tiene la escritura de Luis Alberto Crespo incuestionables puntos de contacto. Si del autor de Mi padre, el inmigrante, asumió, previa tamización, algunas pinceladas que les confieren colorido y plasticidad a su quehacer, con el vate trujillano aprendió a convertir los caracteres del entorno primigenio y el vocabulario de sus pobladores en sustrato inseparable de su poética. Sin embargo, mientras en la órbita de los dos primeros es factible constatar el predominio de los poemas de largo aliento y, por lo mismo, paladear la fruta en toda su extensa y deliciosa esplendidez, el poeta larense calla la pulpa y nombra la semilla. De ahí que sus textos nos recuerden la respiración entrecortada de alguien que culmina exitosamente, luego de revitalizadoras detenciones, el fatigoso ascenso a la esquivez de una montaña:

Escribo
y cruzo

Una vuelta te regresa
y otra te ausenta

Lo que había en el fondo
la pendiente oculta
me es elevación

Sin altura: ir por sed toda la mañana

(de Solamente)

Aún cuando siempre ha sido viable la apoyatura de un artista en referentes clásicos para la concepción de una obra imperecedera – y pienso que aquí el autor más emblemático en este sentido sería José Antonio Ramos Sucre –, el lenguaje de Luis Alberto Crespo soslaya esos caminos y se nutre de vocablos con olor a monte y a terreno árido y resulta, en esencia, idéntico al que usan los habitantes de la ruralidad venezolana. A través de sus textos, aderezados con figuras de muy bien ganada belleza y altísimo vuelo literario (Cierro los ojos / Lo que se movía inmóvil en ellos / es verano), desfilan flora y fauna saturándose de tonos elegíacos y conmovedores y el caballo, como en Martí, es enaltecido al extremo de alcanzar categoría simbólica recurrente dentro de la compilación que ahora nos induce al gozo estético. En ella tórnase palpable la interiorización de la naturaleza y el culto a una sabiduría que, a pesar de su génesis local, entronca inexorablemente con el acervo universal y pareciera inmortalizarse con el elogio del poeta: <<Siempre es mejor lo que sucede>> / decía mi abuela. / Lo estoy leyendo en Parménides.

En Lado (1998), cuaderno que, recogido también de manera fragmentaria, concluye la presente antología, nos llama la atención un poema sui géneris, sobre todo por el hecho de que su amplitud excede las seis páginas. Si a ello le sumamos la utilización de locuciones empapadas por ciertas humedades citadinas, no es descartable la posibilidad de que, tal como se atreve a sugerirnos el suscriptor del prólogo, el ámbito rural de la poética de Luis Alberto Crespo se dispone a la invasión de los predios del urbanismo. No me arriesgo a especular en torno a tal hipótesis porque, haciéndole honor a la franqueza, ignoro lo escrito por este hijo de Carora con posterioridad a la fecha encerrada más arriba entre paréntesis. Permítaseme entonces concluir afirmando, ajeno a gratuidades y a ridículas lisonjas, que con su acercamiento al libro que nos ha ocupado, lúcido repertorio de lampos nacidos para expandirse en haces perdurables, se asomarán los buenos lectores a una de las voces más personales de la poesía escrita en Hispanoamérica durante los últimos decenios.

Órbita del taxista

Sé que la sal precipitada
sobre una frente que simula cuenca
de arroyuelos nerviosos,
no le confiere al hombre que soy, encaneciendo
detrás de la memoria de un volante,
inconmovible aspecto de estatua humedecida.

El martirio comienza con un grito
que cierto dios esboza cuando se juzga lastimado.
Y la piel se dispone a la mordida
disimulada en el asiento y suben,
granándose de ruidos tortuosos, las volutas
que unos dedos de brisa desparraman.

Toda la inconsecuencia del asfalto
lamido por la lengua sensual de las esquinas,
por etiquetas viudas,
por envases,
por chapas
y sorpresas afines,
avanza velozmente hacia unos párpados inmunes
donde instala el oficio su vigilia constante.

Y aparece de pronto, desterrando
la molicie reciente,
un sitio atiborrado de actitudes humanas.
Y ocupan los viajeros,
todavía con restos de otra noche,
con remanentes de penumbra derrotada en los labios,
ese mínimo espacio que aproxima
la ociosidad del cuerpo al ejercicio laborioso
y a la desolación y a los conjuros.

Yo distraigo el asombro: con un golpe
de vista identifico la efigie de los héroes
que pasan, perpetuados en monedas,
desde diversos escondites hacia las manos mías,
olorosas a grasa y a cotidianos exabruptos.
Nadie
podría imaginar con qué apetencia,
con qué deseo encadenado aguardan
por esa música elocuente que comienza en mi bolso
la inquietud de una esposa y el sueño de los hijos.

Hay algo en mis labores
que recuerda los círculos girantes de la noria:
bajan dos pasajeros y abordan otros tantos
los puestos expeditos;
si una vuelta concluye, la próxima se inicia
con el deceso airoso de la hermana.

El día se hace hoguera, remembranza de infierno,
y los heraldos del calor abultan sus carrillos
e inflaman las trompetas.
Pero yo sé que permanecen colgados de mi arrojo,
de la constancia mía,
del triunfo de los cauchos,
la esperanza y el cielo y los estómagos
de emociones vecinas o engendradas
por el impulso de mi sangre.
¿Cómo escapar entonces
del susto vertical de la canícula,
de sus dardos infieles, de la fiesta
del ojo suspendido en la mitad de su trayecto?

La tarde, sucediendo, desmenuza
su rostro de minutos
contra la oscuridad que disemina sus espantos
y exige los faroles.
Y, recién vulnerada la enseña del crepúsculo,
vuelvo a los brazos de una esposa
y a la impresión del agua,
y al olor que requiere paladares
y al sueño que alimenta los pasos de mis hijos.

Y, asiéndome a la forma de sábanas urgentes,
afirmo que es hermosa esta costumbre,
porque sé que la sal precipitada
sobre una frente que simula cuenca
de arroyuelos nerviosos,
no le confiere al hombre que soy, encaneciendo
detrás de la memoria de un volante,
inconmovible aspecto de estatua humedecida.


9 de diciembre de 2008

Silencios y caminos de un poeta

Hay seres que, atrapados ineluctablemente por la pasión de la Literatura, deciden asaltar, con la perseverancia de su entrega, el ostracismo inherente a las pequeñas poblaciones. La concurrencia del azar me deparó, hace algunos días, un fructífero encuentro con uno de esos reverenciables arquetipos de irredimible tozudez.

Se llama Neri Carvallo Barragán. Nació en 1942 en Yaritagua, localidad ubicada a escasísimos kilómetros de Barquisimeto. Y es probable que sólo al compromiso con una vocación ineludible y al empeño de convertir en trazos duraderos la efímera vitalidad de las palabras, deba el lujo de haber contemplado el alumbramiento editorial de siete libros de poemas rubricados por su nombre. De un trago único acabo de catar, como a los buenos vinos, el último de ellos.

De todos los silencios… de todos los caminos… agrupa medio centenar de textos que acusan la permanencia de un hacedor de versos con un dominio respetable de sus recursos expresivos. Alfa y omega de casi todo lo animado, el mutismo déjase vulnerar por el entorno vivencial de alguien que, luego de paladear el polvo agazapado en esa multiplicidad de senderillos que presuponen su itinerario por el tiempo, nos lo devuelve convertido en símbolos de transparencia degustable. Nada sería el poeta, sin embargo, si la sumatoria de tales fragmentos, al ser incorporados a su imán, se resiste a ser asumida como propia por los destinatarios del mensaje.

Con la poesía de Neri Carvallo, gracias a una virtud dable sólo a la honestidad de los artífices, asistimos a la pluralización de las singularidades y a la persistencia del lampo en la memoria agradecida del lector. Hay en estos poemas, donde la concisión y el tono les confieren a más de uno cierto aire aforístico, una musicalidad que se materializa a expensas del uso del metro endecasílabo y su decantada fusión con otras entidades métricas afines. El lenguaje, salpicado de atinadas y múltiples metáforas, evade felizmente las connotaciones laberínticas y se nos ofrece, híbrido de profundidad y sencillez, con la misma limpieza de la fuente que admite la contemplación de las piedrecillas depositadas en su fondo.

Dándose a la introspección de la naturaleza, génesis de varios de los textos, y tocado por un carisma incuestionable para sorprender la perdurabilidad de lo instantáneo, Carvallo bosqueja cuadros cuya exquisitez no sería desdeñada por los amantes del impresionismo:

Polifemos azules
imponen el rigor de sus miradas.

La espiga
duerme en las oraciones del labriego
y orugas voladoras
ornan de trinitarias el altar del crepúsculo.

(…………………………………)

… en la distancia herida de candelas
un embrión de relámpagos ocultan las cenizas.

(de Presagios)

Pero también paisajes de resonancias interiores, de reminiscencias e intimismo, de espiritualidades que fundamentan sus latidos a partir del tránsito de la individualidad acicateada por el afán de conformarle un rostro a la embriaguez de sus anhelos, no siempre conquistados, hallan cabida en el lirismo que consagra las inquietudes del poeta:

En todos los motivos hay encuentros
donde el hombre se abisma de silencios sagrados.

(…………………………………..)

Sin embargo,
todo se hace más noble, más grande y más humilde
con la sinceridad de alguna lágrima.

(de Encuentros)

La mujer, símil de aroma repartido que transfigura en admirable gesto cercanas agonías, incitación pecaminosa y, al mismo tiempo, síntesis y perpetuación de la bondad implícita en las realizaciones amatorias sólidamente cimentadas, desde la complicidad de alguna página hurta confidencias a la franqueza comprometida con el sujeto lírico:

En el oscuro bosque de mis tardes,
tú, muchacha bonita,
iluminas mis últimos pecados
con la flor incendiaria de tu beso.

(de Orquídea)

En compendio, estos poemas de Neri Carvallo tipifican una ejemplar simbiosis entre la conciencia y la materia donde, tal como afirma el signatario del lúcido preámbulo, “angustia y monte van de la mano haciendo y deshaciendo los caminos, con la firme tarea de mantener su continuidad y buscando el equilibrio que necesitan ambas existencias”. De modo que asomarse a la concreción artística engendrada por la meditación del creador en torno a esta palpable dualidad se trocará, sin duda, en sano esparcimiento para quienes descubren en la poesía uno de los tantos senderos que conducen a enaltecer el alma de las cosas y a mejorar la vida.

Finalmente, si hay algo que no juzgo atinado en este libro, es la censurable parquedad de su tirada. Infiero que, a pesar de que su circulación se redujera sólo a los límites estadales, quinientos ejemplares no resultan suficientes para satisfacer las hipotéticas demandas. Muy loable sería que las instituciones involucradas en el proceso editorial, engorroso in extremis para los forjadores de las letras en el estrecho marco de la oquedad municipal, asumieran con meridiana claridad la trascendencia de su rol. Mal encaminados deben de andar los pueblos cuando se le oblitera la amplitud al espacio ganado, a golpes de esplendidez y de constancia, por la sabiduría de sus hijos.



Cuba y su calle en un libro

Por Ricardo Riverón Rojas
-I-
Lo primero que se palpa de Cuba es el sabor. Aunque —preciso— ese «sabor cubano» que exalto muestra muy pocos puntos de coincidencia con el areito caótico (salsero, rumbero, conguero o reguetonero) de bordes tropicales y casi nudista que en los dominios de las instalaciones del turismo ofertamos a veces con el pedestre afán de obtener dividendos. Ni con la tropezosa manera de hablar, chabacana y de alto volumen, que malamente ha pasado a ser, por virtud del relativo deterioro de la oralidad cotidiana, marca expresiva de una buena parte de los naturales de nuestro país.

Cada vez que me siento impelido a tratar el tema de las mutaciones generadas por la falsa «cubanización» que promueven los pragmáticos predios del espectáculo y la propaganda lucrativos, no hallo mejor ejemplo que el de aquella actividad que «disfruté» en una instalación que creía rigurosa, donde la agrupación musical, tras una buena interpretación del bellísimo número Alfonsina y el mar, se sintió obligada a incorporarle una especie de montuno final (con gozadera y corito) que decía: «Suelta el caracol, Alfonsina, / suelta el caracol…»

Lo auténtico y más representativo de nuestro «sabor» responde a códigos que, para bien han guiado tantas veces, desde el inicio mismo de la nacionalidad, nuestro espíritu de sobrevivencia cultural. Pensemos ante todo en ese ingenio verbal de hondas suspicacias que permite diluir muchas tragedias en el humorismo; sumémosle el ritmo peculiar y las entonaciones de nuestro más rico argot popular; las estructuras lógicas de pensamiento; la audaz y rudimentaria tropología; la proyección corporal; la transcripción a imágenes de los ambientes urbanos y rurales; las insinuaciones plásticas del vestuario; más otras muchas, y podremos disponer de un respetable arsenal de manifestaciones idiosincrásicas, capaces todas de aportarle sentidos y connotaciones inusuales a nuestra ecléctica atmósfera humana.

Las anteriormente enunciadas son esencias que —sabemos todos— nos llegan mayoritariamente a través de las variadas y sui generis expresiones de la cultura popular, aunque en ocasiones la llamada «alta cultura» traduzca muchas de esas fórmulas y las recicle hacia cotos de mayor elaboración. Ejemplos elocuentes nos legaron al respecto, con sus ejecutorias: Alejandro García Caturla y Amadeo Roldán, en los dominios de la música; Onelio Jorge Cardoso en el cuento; y Nicolás Guillén en la poesía, amén de muchos otros que harían honor a esa máxima de que todo verdadero saber proviene del pueblo. Aclaremos no obstante que, más allá de las figuras descollantes, diversos movimientos gestados en el pasado siglo se orientaron, con un alto grado de concreción, hacia esos propósitos. La poesía negrista, con toda su nómina de autores notables, y la zarzuela, representada entre otros por Gonzalo Roig y Rodrigo Prats, lo confirman.

Ateniéndonos exclusivamente a la referencia literaria, no son pocos los libros de nuestro panteón bibliográfico que han «bebido» de esas fuentes para representarnos, desde su lúdica dimensión, una de las esquinas donde el «saber cubano» pasa páginas con la cotidianeidad y lo común como brújula. Ejemplos abundan: Mitología cubana, Juan Quinquín en Pueblo Mocho y Vida completa del poeta Wampampiro Timbereta, de Samuel Feijoo; El habla popular cubana de hoy, de Argelio Santiesteban; El folclor médico de Cuba y Remedios y supersticiones en Las Villas, de José Seoane Gallo; La Odilea, de Francisco Chofre; Santa Camila de la Habana Vieja, de José R. Brene; Mi socio Manolo, de Abraham Rodríguez; El premio flaco y Contigo pan y cebolla, de Héctor Quintero; Cuentos de guajiros para pasar la noche, de René Batista Moreno, más otros cuya enumeración detallada resulta imposible para los propósitos que me animan con este análisis.

En las primeras décadas posteriores al triunfo de la Revolución, las actitudes de las promociones emergentes y actuantes en la vida literaria variaron en lo referente a su vínculo con la cultura popular. En los sesentas-setentas la relación con dicha cultura se erigió marca de filiación política. La voz popular recién revindicada política y socialmente, más que recogida fue «utilizada» por los narradores y poetas, que al amparo de la estética de la violencia en un caso, y la antipoesía o poesía coloquial, en el otro, elaboraron una especie de catálogo expresivo que monopolizó la receptividad y promoción, como norma operante, hasta deponer el protagonismo en los ochentas por agotamiento y cambios del contexto: saldo paupérrimo del sinfín de reiteraciones del optimismo a ultranza y el lugar común que viciaron su discurso.

Los años que les sucedieron, con sus polémicas en pos de ampliar los diapasones temáticos y romper la camisa de fuerza estilística, configuraron un período en que los escritores se alejaron, por rechazo instintivo con lo inmediato precedente, de las pautas creativas derivadas de lo popular. Se impusieron en buena medida: el tema trascendente, la elevada reflexión existencial, la inter y metatextualidad elegantes, la referencia foránea y parabólica, el virtuosismo técnico, la atmósfera light. El reflejo de la realidad, a tono con la crisis de las izquierdas en los años noventas, cobró un sordo matiz de denuncia indirecta a través del reflejo de lo marginal, de la despolitización casi cruenta, de cierto ahistoricismo ferviente. De esa forma, algo trasnochada, militábamos fragmentaria e impetuosamente en algunos de los códigos del postmodernismo. La presencia de lo popular en el cuerpo creativo de esa literatura, lejos de acusar un montaje orgánico, se imbricó en la masa artística como referencia o instrumento, o como reproducción esquemática de una tipología que al cabo de una escasa década acabaría por agotar una buena parte de sus lecturas subliminales, tras derivar también, paulatinamente, hacia el lugar común.

En los años que corren, al parecer, lo popular va pasando a llenar nuevamente repertorios temáticos y morfológicos en pos de la configuración de una imagen real de la vida cubana a través de sus textos. Se trata, según aprecio, de un fenómeno que comienza a manifestarse, acaso con más fuerza, en los predios ancilares de la literatura testimonial, la crónica y otros géneros del periodismo literario, antes vistos con suma ojeriza en las instancias críticas que, a decir verdad, aún no han reaccionado con la perspicacia que demanda esa ciencia, ante la promisoria reorientación genérica propuesta por lo que ya es un atendible cuerpo textual.

-II-

Historias sólidamente horneadas en la cultura popular sustentan el trazado de La calle de los oficios, libro escrito por Yamil Díaz Gómez y publicado por Ediciones La Memoria, del Centro Pablo de la Torriente Brau, en 2007. Por sus locaciones singulares transitan, divagan o laboran, a la par que expresan su filosofía lega las personas —no por humildes menos emblemáticas— que vitalizan su plural espíritu. Al concluir la lectura del volumen reafirmamos, gracias a sus cuidados textos coloquiales con anatomía de entrevistas, muchos de los criterios esbozados.

Aporto algunos datos sobre la ejecutoria del autor. Se trata de un intelectual nacido en 1971, que debutó tempranamente en la vida literaria cubana al ganar, en 1992, el Premio de la Ciudad de Santa Clara en poesía con el cuaderno Apuntes de Mambrú, cuya lectura generó, en su momento, buenas valoraciones provenientes de la mayoría de los miembros del exigente gremio. Varios poemarios más ha publicado posteriormente Yamil (uno de ellos para niños), pero sus más osados aportes se localizan —creo yo— en esos textos periodísticos que beneficia con tratamiento literario y a expensas de los cuales organizó libros como: Crónicas martianas (2001 y 2007); Los dioses verdaderos (2005); Ese jardín perdido (2006), y Después del huracán (2007). Sobresale en ellos su capacidad para ir de los temas más trascendentes hasta los aparentemente superfluos, suerte de poética inclusiva que le ha permitido transitar sin fisuras visibles desde joyas como el primero de los arriba mencionados hasta la mítica Calle de los oficios que hoy me ocupa, con su galería de tipos, a veces esperpénticos, otras delirantes, pero siempre rebosantes de lo que llamaría una «épica de la humildad». No exagero cuando afirmo que con este libro Yamil salva de la invisibilidad a estas personas: hologramas que transitan inasibles por nuestro aire a causa de ese absurdo prurito social que nos hace volver la vista ante lo que no cumple con determinadas convenciones canonizadas por los grandes pronunciamientos.

Hallará usted en la calle de Yamil, en el mismo pórtico, a una persona tan reverenciable como Julio Guerra Niebla, vendedor de raspaduras que rescata lo mejor del pregón cubano («De guarapo, / batida, / con «janjolí», / que te gusta. / ¡Que rica está! / ¡Yo me las comiera todas!»), a la par que emplea parte de sus ingresos en comprarle caramelos a los niños para de esa forma suplir la falta de uno propio, debido a que la policía de Batista lo torturó y castró en 1957. En esos diálogos de ternura e ingenuidad sostenidos con su entrevistador, nos saluda Niebla desde las primeras líneas del texto titulado, a tono con su pregón, «Yo me las comiera todas». Lo primero que nos muestra es lo que él llama «su foto con el Che», donde solo podemos apreciar, de su cuerpo, una mano apoyada en la tierra: porción del alma más que elocuente para inscribirlo en aquella gloriosa gesta que fue la invasión.

Como para demostrar que lo humano se genera también en las antítesis de las convenciones morales más sólidas, emerge en la página 43 de esta calle el practicante de un dudoso «oficio» prohibido: un tal Pepín, exhibicionista inveterado del cine Camilo Cienfuegos de Santa Clara que aceptó, al parecer sin reticencia, revelarle a Yamil su filosofía del sexo cerebral, onanista y furtivo, ejercido a expensas de las ingeniosas «técnicas» utilizadas en el arte del «repello y la sonadera». Se aparta el entrevistador de valoraciones y deja hablar a su interlocutor, que se explaya en la descripción de sus avatares, orígenes, bofetadas, puñetazos, pequeñas y dudosas glorias para concluir con una sentencia de cierta carga autocrítica, que gana también categoría de título: «Esto no es ninguna gracia sino una desgracia».

Un cargabates, un proyeccionista de cine, un impresor, un limpiabotas, un travestí, un pastor bautista, un taxidermista y un eviscerador completan la curiosa asamblea callejera, de donde emergen dramas, tragicomedias, tragedias, performance, poemas y hasta shows donde alcanzamos a leer, escamoteándole espacio a lo caótico, las lecciones admirables de voluntad, de asunción de un destino, de consagración a un quehacer practicados por estas personas que no sueñan con glorias, sino que proponen desde sus modestos alcances, lecturas menos fácticas de las instantáneas humanas que somos todos. En la gran mayoría de los actuantes de esta calle de los oficios se siente, como subtexto, la gracia del soldado de filas que ha captado la pequeña, pero gran importancia estratégica de su puesto en la trinchera, lejos de los estados mayores de la cultura, mas generando garantía de sobrevivencia para esa multiplicidad de gestos y expresiones que nos hacen sentir con fuerza, desde lo nacional, marcas de universalidad.

Me place alabar dos virtudes formales en estas páginas: primero la excelencia de una prosa que no por coloquial o deudora de la oralidad se permite el lujo de la reiteración; o de lo que pudiera derivar en exceso explicativo. Las descripciones en que se detienen los «maeses» de la calle de los oficios para relatar sus procesos de trabajo poseen la rara magia del texto que se deleita en los frondosos matices de la conversación, haciendo gala a su vez de una envidiable síntesis expresiva. La mano de editor de Yamil (oficio en el que también se destaca) se hace sentir en tanto deja con vida lo que vale y extrae lo insustancial. La otra cualidad que me satisface apunta a lo estructural, pues La calle de los oficios es, más que todo, un libro de entrevistas que podemos leer como si fuera un poema: variedad, amenidad, afectividad contenida, ritmo y dinamismo sintáctico conducen nuestra lectura, de izquierda a derecha, desde la primera hasta la última página, sin que en ningún momento nos sintamos tentados a cerrarlo. Podríamos decir que la inmensa mayoría de los textos de La calle de los oficios configuran una curiosa epopeya mayor, que exalta al trabajo como expresión suprema de cualquier cultura.

No me produce susto afirmar que esta calle de los oficios, con todos sus personajes y la Historia que es posible entrever en los trasfondos, nos entrega un delicioso fresco de nuestra cambiante realidad de las últimas décadas: la generosidad, pero también la intolerancia; la gracia, pero también lo grotesco; la justicia, pero también la arbitrariedad; la ternura, pero también el odio; la ingenuidad, pero también la picardía pueden ser desentrañados entrelíneas por el lector hábil. Muchos otros pares de antípodas podríamos convocar desde las voces presentes en la reunión; con ellos y con la indulgencia como compañera seguramente no nos resultará difícil configurar, con paradójica coherencia, un buen catálogo para que, al recorrer esa calle que es la vida, nuestras horas de mayor lucidez no se diluyan tontamente en las planicies de lo estrictamente convencional.

6 de diciembre de 2008

Hombre solo mirando a una muchacha

para H.

Embelleciendo el aire con la fiesta
puntual de su cabello,
discurre bondadosa junto al escándalo del día,
ebria de redondeces la figura
y el ademán desembozado.

Sabes
que no reprime tu sorpresa porque avienta su asombro,
porque tu piel trasnocha
ganas de imaginarse recorrida
por la ternura de unos ojos limpios,
y el amor, fatalmente,
se ha divertido demorándole su abrazo a tu existencia.

¿Cómo hacerle saber a una muchacha,
cuando muestras el puño de la edad en las sienes,
que su esbeltez, nutriéndose de arrullos en la calle,
ventila pasadizos cuyo acceso
tu enlutada linterna suponía
definitivamente condenado por la insidia de un golpe?

¿Quienes, alguna vez, no han padecido
de un puñal insolente penetrando en los sueños,
de algo que uno acaricia y se desgarra,
de la insalubridad de la tristeza
que detiene su encono
frente a los pies del caminante?

La soledad habita cerca de ciertos laberintos
y, en ocasiones, dada su indolencia,
puede asomar el brazo de sus víctimas
a un adiós de pañuelos con cenefas nocturnas.
Quizás por eso mismo,
es doloroso ver a un hombre hundiéndose a deshora,
pernoctando en la muerte
sin que unos labios le insinúen
los remos necesarios para escapar de la vorágine.

Más allá de las piernas que abordan una esquina,
la tarde desmorona su tamaño
sobre unos cuerpos grises.
Alguien pasa exhibiendo
la desnudez del júbilo en el rostro.
Y tú, que ya conoces cómo se precipita
el polvo en la osamenta de los armarios hogareños,
quisieras perpetuar la juventud de esa muchacha,
detenerla en tu nombre
y comprender que al fin deja de ser una quimera,
una mansa utopía insostenible,
eso de aproximarte a elocuencia de sus pasos
y compartir, uniéndose, la vida.

5 de diciembre de 2008

Balsa flotando al sur

Lluvia gris. El aire huele
a pobreza humedecida
y, aún latente, la embestida
de una ponzoña nos duele.
Algo reclama que vuele
contra el odio la bonanza.
Gruñe la sombra: nos lanza
mordeduras de salmuera,
y abiertamente acelera
sus latidos la esperanza.

Llora un niño. La tristeza
lo lastima noche a noche
y, ajeno, muestra el derroche
su oropel. ¿Habrá belleza
si no existe la nobleza
de la equidad? El cariño
será luminoso armiño
sólo si la unión se funda
y, levantándose, inunda
los ojos de cada niño.

Hacer por el bien de todos
nos eterniza. La muerte
no es realidad cuando advierte
que se lucha. Los beodos
de rabia diseñan modos
de anularnos el encuentro,
y se agazapan al centro
de la bruma y el barranco,
porque un ejército blanco
marcha corazón adentro.

El dolor debe cuidarse
también de su propia España.
Trocar la duda en cizaña
no es difícil. Desnudarse
podría ser como armarse
para escalar. Si la roca
junto al agua se coloca
tórnase arena. Es urgente
rozar la luz de la frente
cuya estrella nos convoca.

Roto el llanto, se desvive
por su entierro la familia
y así la paz se concilia
con el cuerpo. Quien suscribe
su verdad sólo percibe
que el tiempo siempre es escaso
para iluminar el paso
del futuro. Viviremos
tranquilos cuando enviemos
las penumbras al ocaso.

Notas sobre Barrio Adentro


“La mejor medicina – escribió José Martí – no es la que cura, sino la que precave”. Convencidos de la innegable vigencia de tal afirmación, y de que alrededor de un noventa por ciento de las situaciones de salud pueden solucionarse a nivel de la atención primaria, siempre que sepamos concederle a esta la trascendencia que merece, arribaron a Peña, el 25 de Octubre del año 2003, los 36 médicos cubanos que iniciaron la misión Barrio Adentro en este municipio del estado Yaracuy.

De manera inmediata, y luego de ser acogidos en las comunidades por las familias en cuyas casas convivieron, se inició la prestación de servicios. Locales adaptados se convirtieron, por obra de la necesidad y de la urgencia, en Consultorios Médicos. Y hasta ellos comenzaron a llegar los pobladores de los barrios. Se crearon los Comités de Salud y sus miembros, además de ayudar a los galenos y de velar por su seguridad durante las consultas, en horas de la tarde los acompañaban en las labores de terreno. Gracias a esto, en poco tiempo se culminó la realización del censo poblacional que les permitió a los recién llegados el necesario acercamiento a los problemas de mayor incidencia en sus comunidades.

A los pacientes afectos de enfermedades crónicas no sólo se les garantizó desde el principio la atención médica, sino también la mayor parte de los medicamentos y la educación imprescindible para el control de sus patologías. Sin embargo, como era de esperarse, los principales motivos de consulta fueron siempre las enfermedades infecciosas. De ahí que afecciones dermatológicas tales como escabiosis, piodermitis y micosis, el parasitismo intestinal y las infecciones respiratorias altas ocuparan un sitio prioritario entre los diagnósticos más frecuentes.

Comoquiera que promover salud y prevenir enfermedades, en primera instancia y, en segunda, curar y rehabilitar, constituyen los objetivos esenciales de la asistencia médica, el trabajo se orientó de inmediato hacia el cumplimiento estricto de los mismos. De modo que recibir conocimientos a través de audiencias sanitarias, de charlas y de conversaciones cara a cara vino a convertirse – y ojalá que nunca deje de serlo – en parte de la cotidianidad de los pacientes. Se hizo énfasis desde entonces en la planificación familiar; se les brindaron anticonceptivos orales a quienes necesitaban de su uso para evitar las gestaciones no deseadas, y en cada uno de los consultorios se fundaron los Clubes de abuelos, de adolescentes y de embarazadas.

Para estimular, por un lado, el abandono de las costumbres nocivas y, por el otro, la adquisición de hábitos de vida saludables, se organizaron eventos deportivos y culturales, unas veces con carácter comunitario y otras de alcance municipal, protagonizados por los propios pacientes. Hay innumerables anécdotas relacionadas con estas actividades donde también, como es lógico, se contaba con la participación directa de muchos colaboradores. Durante la celebración de un partido de sofbol entre dos barrios, por ejemplo, uno de los médicos villaclareños se fracturó el extremo distal de la tibia y para su recuperación tuvo que permanecer en Cuba por un lapso de tres meses.

De aquellos 36 compañeros que inauguraron Barrio Adentro en Peña, algunos ya volvieron a nuestra isla del Caribe, otros continúan el ejercicio de sus funciones en África, y un grupo reducido permanece todavía en tierras yaracuyanas. Los que regresaron a la Patria fueron sustituidos por otros y ahora, con la incorporación de técnicos y licenciadas en enfermería, las comunidades disponen de más profesionales de la salud. Si bien al comienzo sólo se contaba con médicos y odontólogos, la implementación del CDI puso al alcance de toda la población los servicios de Cuerpo de Guardia, Terapia Intensiva, Cirugía, Rehabilitación, Electrocardiograma, Traumatología, Laboratorio Clínico e Imagenología.

Hablar de los logros alcanzados por la misión Barrio Adentro durante los más de cinco años transcurridos, es una tarea que en estos momentos, por fidelidad a los principios que sustentan, no les corresponde a sus protagonistas. Hay realidades que, al hacerse tangibles, aun cuando los partidarios de la sombra se empecinen en tergiversarlas, no admiten ser despojadas de su encanto ante los ojos de las mayorías. Todos los humanos, con independencia de sus credos políticos o religiosos, tienen derecho a que se les garantice gratuitamente la solución de sus problemas de salud. Para los médicos cubanos, la vida de uno solo de ellos continúa significando más que toda la fortuna del hombre más rico de la tierra.

De raquitismos y demonios

Uno de los filósofos más populares de la historia moderna – y así lo confirma cierta joven encuesta realizada en un país del viejo continente – afirmaba que conoció mejor a la sociedad francesa por su lectura de las obras de Balzac que por el estudio de los cronicones de la época. Con ello, probablemente, se arriesgó a reconocer el valor de la literatura como testimonio de los hábitos y también - ¿por qué no? – de las aberraciones con que suelen transitar por la existencia los grupos humanos que coexisten en una ubicación espacio-temporal determinada.

De la trascendencia de la creación literaria como instrumento nada desdeñable y, consecuentemente, como arma de poderosísima eficacia en el proceso de disección de la anatomía social de nuestros pueblos, parecen estar hablándonos todavía muchos poemas de Vallejo y de Neruda y de Andrés Eloy Blanco, y memorables narraciones de Rodolfo Walsh y de Haroldo Conti, escritores – estos últimos – desaparecidos gracias a la “bondad” de satrapías apadrinadas por aquellos que, tradicionalmente, se han empecinado en erigirse como arquetipo de administraciones democráticas.

Conste que con lo anterior no pretendo menoscabar la significación de autores cuyas obras, signadas muchas veces por un exceso de lastre culturalista, nos los muestran ajenos a las ulceraciones que corroyeron el cuerpo de su entorno. Se trata, simplemente, de admitir que el acercamiento a la inmediatez no siempre redunda en detrimento de la calidad artística.

Marco Gentile, escritor venezolano nacido hace treinta años en Barquisimeto y radicado en Yaritagua, acaba de entregarnos, a través de la editorial El perro y la rana, el que constituye, felizmente, su primer libro publicado.r El demonio raquítico, más allá de la plausible imaginería de su autor y de su aparente recorrido por los territorios de la narrativa fantástica, corrobora con creces la aseveración involucrada en los párrafos anteriores. Cada una de las cuarenta y siete fabulaciones que lo conforman, siempre tocadas por ese ángel de la brevedad que, de alguna manera, nos induce a rememorar una parte del quehacer de Augusto Monterroso, impresiona, en primer lugar, por su incuestionable nivel de sugerencia.

Y, dicho lo precedente, me apresuro a explicarme: con la utilización de un lenguaje distanciado de las enunciaciones crípticas y sin afanes esnobistas o renovadores, este narrador yaracuyano consigue insuflarle a sus miniaturas un indudable y bien logrado aliento parabólico. La limpieza expresiva, el humor, la ironía – tan exquisitamente manejada – y, sobre todo, ese reverenciable avecinamiento con los aires de la sátira que se respira en el trasfondo de sus textos, transparentan la lectura de tal modo que el mensaje adquiere sus verdaderas dimensiones cuando el lector, previamente avisado, imbrica la sugerente fantasía explicitada en la escritura con los referentes de esa otra realidad tangible y, en apariencias, escasamente socorrida, donde a la sombra de actitudes conductuales afiliadas al hombre también pululan los demonios. Quiero indicar con esto que, aun cuando la urdimbre narrativa de los cuentos se nutre de lucubraciones simbólicas, una notable porción de tales alegorías, al ser trasladadas al universo de la cotidianidad y concatenarse con este, admite la necesaria resemantización a la que, a mi juicio, aspira la voluntad del creador.

Dada la sencillez escrituraria del cuaderno, quien lo disfrute puede prescindir perfectamente de innumerables y tediosas visitas a las bibliotecas para desentrañar su contenido. Detrás de toda esa galería de personajes que deambula por sus páginas – ocumos, topochos, tortugas neonatas, deportistas octópodos, etc, - no es difícil vislumbrar el tránsito del hombre por los senderos de su hábitat, siempre sensible – unas veces por la escasez de claridad; otras, por la interesada manipulación de la ceguera que le ha impuesto la inopia – a los desafueros pergeñados por el maquiavelismo presupuesto en las actuaciones censurables y en el raquitismo de las pasiones demonizadas que suelen secundarlas.

Recurriendo a los menesteres de la cirugía, Marco Gentile desenfunda su escalpelo y nos conduce al reconocimiento de las pústulas que deslucen el rostro de su tiempo. Con el libro que nos ocupa, donde se muestra dueño de atinados recursos expresivos, se incorpora – y creo que con alas de envergadura suficiente para incrementar la longitud del vuelo – al vasto panorama de la narrativa facturada en estos lares. El demonio raquítico le ha de granjear, sin duda, un número considerable de lectores. En él, como en todo espejo, no es imposible descubrir manchas intrascendentes. Pero comoquiera que hablar de las tinieblas donde la lumbre purifica es una obra que atañe sólo a quienes no saben ser agradecidos, yo considero válido el deslumbramiento al que nos convoca la luz derramada en este volumen de relatos, entre otras cosas porque quizás dentro de un par de siglos alguno de los filósofos de entonces no tema arriesgarse a pronunciar, a propósito de una hipertrofiada ejecutoria literaria que comenzó a gestarse durante los primeros años de la actual centuria, una apostilla que, salvando las distancias, pueda recordarle a los bibliófilos del futuro la suscrita por el insigne alemán luego de su fructuoso aprendizaje con las novelas de Balzac.

Pórtico para tres poemas de Yamil

Santa Clara es una de las pocas ciudades de Cuba cuyas calles han logrado perpetuar sus laberintos en la memoria de quien esto escribe. A ella llegué, recién finalizada la enseñanza preuniversitaria, para iniciar mis estudios de Medicina. En ella les estreché las manos, durante los lanzamientos de Negrita y Contactos Poéticos, a Onelio Jorge Cardoso y a Samuel Feijoó, y asistí por primera vez a un Taller Literario donde, por cierto, redujeron generosamente a polvo algunos de los textos que yo, único escritor venido al mundo en las entonces fértiles sabanas adyacentes a Corralillo, consideraba obras destinadas a convertirse en hitos de la literatura nacional.

También en Santa Clara, celebérrima cuna del burro Perico y de Veleta, a propósito de la celebración de uno de los múltiples Encuentros de Talleres que tanta popularidad se agenciarían en el transcurso de los felicísimos ochenta, conocí, para iniciar una de las escasas amistades que he logrado conservar, a Yamil Díaz Gómez. Si mal no recuerdo, la década estaba consumiendo por aquellos días las últimas bocanadas de su oxígeno y yo, luego de cumplimentar las exigencias del servicio social en mi terruño primigenio, había regresado a las tertulias citadinas sin concretar, en detrimento de las ciencias médicas, la ruptura definitiva de mi matrimonio con las letras.

Yamil, nacido en 1971 y siendo casi un adolescente de 21 años, tuvo la imperdonable ocurrencia de irrespetar a los mayores alzándose con el codiciado Premio de la Ciudad en poesía. Y, ya licenciado en periodismo y después de la publicación de Apuntes de Mambrú (1993), continuó incorporándole laureles a su corona de poeta granjeándose un reconocimiento similar en el 2000 – en décima y en crónica – y, no conforme con esto, por esa misma fecha obtuvo el premio Eliseo Diego con un libro que dos años antes se hizo merecedor de la primera mención en el concurso Julián del Casal.

El título arriba mencionado se reveló más tarde como el inicio de una trilogía que fue continuada por Soldado desconocido (2001) y concluida por Fotógrafo en posguerra (2004), cuaderno que apareciera finalmente bajo el sello de las Ediciones Unión. Poeta de amplio registro – y aludo con ello al hacedor de versos que maneja con igual desenvoltura las formas abiertas y cerradas del leguaje o, para decirlo de otra manera, que pasa de la libertad formal a la utilización de la métrica y la rima sin que se adviertan variaciones abruptas en el tono –, Yamil ha conseguido cincelar su impronta personal en el variadísimo espectro de la poesía escrita en estos tiempos. La guerra y su aberrante saga de mutilaciones y regresos factibles o decapitados, en tanto que línea directriz en la poética de los tres libros, es asimismo abordada, sabia y deliberadamente, como un pretexto para desentrañar los entresijos del sufrimiento afín a los humanos y revelarnos, a través de las innumerables razones existentes para conjurarla, los probables senderos vislumbrados por el afán de conducir a sus protagonistas hacia una necesaria salvación.

En los poemas que siguen, tomados de la segunda sección de Fotógrafo en posguerra, libro al que suelo asomarme cuando se hastían nuestros ojos de las fealdades consuetudinarias, evidencia el poeta villaclareño esa singularísima capacidad suya para rememorarnos, intertextualidades mediantes, el universo de los cuentos infantiles y de las abominaciones y del cine. Aproximándose a esta voz enriquecida por el velamen henchido de afortunados y eficaces tropos, constatará el lector que quizás sólo la permanencia en el amor, en la ternura y en sus vecindades, podrá impedir el descenso del filo lacerante de la hoja, hecha también para segar aspiraciones, sobre la nuca todavía vulnerable de quienes, a pesar de las iniquidades y sus truenos, prefieren continuar apostando por la consumación de una esperanza.


CANCIÓN DE AMOR A BLANCANIEVES

Porque no tengo rostro no fue otra mi historia,
y ya no será otra que este hueco en el alma.
¿A quién puede importarle
que el espejo se mire en otro espejo,
disimulándole la soledad?

Yo – que no tengo rostro –,
yo
– que no tuve padres,
ni siquiera
la madrastra envidiosa de los cuentos –
vine a gritar tu belleza,
a comerme si puedo tu fruta envenenada,
y así al final de la leyenda serás feliz con otro.

Si me enseñaras a mentir,
si frente a mí sembraras un almendro,
y así mi rostro fuera un nido:
un sitio más donde tu luz se pose.

(Perdóname, princesa:
también las esperanzas se miran al espejo;
alguien me ha puesto dentro esta esperanza.)

Porque no tengo rostro no han venido a cerrarme los labios.
Pero, ¿quién va a cambiar mi historia?,
si el príncipe también acudirá a la cita,
si estoy tan solo que pudiera escucharse mi tristeza,
y a siete enanos les arde un arcoiris,
y tú no sabrás nunca
que cuando nadie crea en príncipes azules
quedará un solo espejo
donde siempre serás la más hermosa.

Yo, que no tengo rostro
y los pido prestados
para poder llorar.


MADRIGAL DEL VERDUGO

Es la primera tarde en que un verdugo
se ha visto a punto de no bajar la guillotina,
sólo porque tú estabas,
y a través de tus ojos vi un geranio
y a través de tus labios pedí misericordia
y a través de tus manos rocé la soledad.

Pero donde hay adolescentes tiene que haber verdugos,
aunque a través de tus ojos pase un barco
en que no viaja este suicida de a poco.
Este – quien mata en nombre de un honor
que no alumbra mi sopa
y no completa mi salario.

Ahora que todos gritan,
tened misericordia del verdugo.
Entre mi rostro y mi capucha
corrieron lágrimas amargas;
detrás de la capucha alguien masculla frases de amor,
palabras tontas.
Tú no entiendes.
Tú lloras a lo lejos.
Y a través de tus manos la textura del mundo es tan distinta.

Han cambiado los nombres de los héroes,
pero yo soy el mismo desde antes de la guerra.
Yo nunca tuve nombre,
sólo esta angustia con que me pregunto:
si yo corto cabezas,
¿con cuál cabeza pudiera imaginar que tus geranios florecieron?

Pero donde hay adolescentes tiene que haber verdugos.
Y ahora es el filo de la soledad
el que va cercenándonos por dentro,
porque la vida no va a empezar otra vez
aunque yo sea el primero en quitarme la capucha
esta primera tarde en que un verdugo
ha estado a punto de gritar: ¡TE AMO!


CRÓNICA DE CINE

Me gustan las películas donde ganan los malos.
El cine fue inventado para que los protagonistas
regresen vivos de todas las batallas;
pero sin malos no habrá batallas ni protagonistas.
De no existir los malos,
¿quién bajará al infierno por rescatar a una mujer?
De no existir los malos, ¿cuál pretexto
inventarán los buenos para sobrevivir?

Lo único eterno son los malos.
Los malos son los verdaderos héroes.
Sin amar a los malos no hay grandeza;
es demasiado fácil estar de acuerdo con la diva o el galán.

Me gustan las películas donde ganan los malos
porque nadie más malo que yo mismo.
Yo reparto boletos. Yo prendo el proyector.
Anuncio en cartelones las escenas del crimen o el rapto
de la novia.

El cine fue inventado para pagar por que otros sufran.
Ahora cientos de malos vienen a mi taquilla,
lanzan al aire su moneda firme:
menos su propia maldad, todo lo apuestan por el héroe.

Ahora no existe nadie más malo que yo mismo.
Yo fijo el precio por mirar un falso porvenir.
Y abro la puerta.
El cine fue inventado para pagar por que otros sufran.
El cine fue inventado
para ponerle voz a la desgracia.

3 de diciembre de 2008

Tres apuntes sobre Meditaciones del náufrago

Por Edelmis Anoceto
I

Arístides Valdés Guillermo (Corralillo, 1960), no es uno de esos poetas que también escribe décimas. Puede decirse que se trata de un decimista nato. De ello dan fe títulos como Las puertas de Cristal (1992), El príncipe de bruces (1997, este único en verso libre), Esbozos con figura de muchacha (1999) y Meditaciones del náufrago, (Premio “Fundación de la Ciudad de Santa Clara” 2006, publicado por la Editorial Capiro).

Es ahora a través de la voz del náufrago que Arístides nos muestra los temas que más lo asedian como ser que ha elegido la poesía como forma de expresión, o quizás la poesía lo ha elegido a él como vehículo para dejar su legado. En Meditaciones del náufrago, este legado poético semeja un viaje, un desarrollo.

Así, desde la duda a la certidumbre, desde el desasosiego a la esperanza, dualidades que también se encuentran explícitas en los poemas de manera muy puntual, se despliegan estas meditaciones, que aunque sujetas al octosílabo principalmente y al endecasílabo en menor medida, pueden ser acogidas por el lector sin que este tenga necesariamente que regodearse en la forma. Esto solo puede lograrlo un decimista que ya ejerce esa estrofa con total facilidad. De tal manera la lectura de estos poemas nos hace pensar que la décima es el lenguaje natural de este poeta. Si no fuera por la calidad lírica, la síntesis en las ideas, la exactitud del léxico y el concepto de poema, la desenvoltura de Arístides podría compararse con la del repentista, - y sálvese aquí cualquier distancia.

En tal sentido es ilustrativo el siguiente fragmento del poema Los marineros besan y se van, en el que las ideas se destilan de la manera más natural y sencilla, sin alteraciones de los elementos de la correcta sintaxis castellana:

Hay sueños que parten, dejan
una promesa, no vuelven
nunca más
, y se disuelven
con el agua que bosquejan.
Yo los he visto: se alejan
sobre un azogue desierto;
se alejan y en cada puerto
que abandonan, más de una
mujer espera
la cuna
de arrullar su desconcierto.


2

Un peso importante en el poemario está dado por las diferentes connotaciones que se le dan a la voz sombra en contraste con otras como blanco, lumbre, luz, reflejo, sol, faroles, fuego, etcétera; lo que constituye un motivo recurrente, aunque no manifiesto, que reafirma nuestra primera insinuación en estos apuntes, del viaje de lo negativo a lo positivo, o sea, del mejoramiento; porque el náufrago (sugerido desde el título como primer símbolo del decimario) no es otro que aquel ser que logra salir ileso del desastre para únicamente mediante su esfuerzo alcanzar la orilla salvadora.

Otros asuntos que ayudan a la diversidad y demuestran la amplia gama temática del poeta son, entre otros, el de la misma creación literaria como un argumento ante la muerte, la vida del hombre comparada con la deriva de un barco, la infancia como lugar de refugio, la suficiencia del hombre ante la soledad y el desamparo, y el amor, con énfasis en la tercera sección, Maneras de salvarse, la cual está compuesta por poemas que nos recuerdan aquellos del mencionado decimario Esbozos con figura de muchacha.

Pero aun aquí el náufrago está presente para hacer del amor esa costa que se desea alcanzar. En este sentido es ejemplar el principio del poema Primer intento de ascensión a un cielo imaginado:

Una canción, unos ojos
y unos labios entreabiertos
revélanse casi puertos
donde anclar con mis despojos.

Aunque el conjunto está escrito casi íntegramente sin variaciones del tipo estilísticas (décimas espinelas, algunas sin la clásica pausa después de la primera cuarteta y sin los versos 5to y 6to como puente, con diversas maneras de encabalgar los versos y arbitrarios patrones estróficos), Arístides logra sonoridades diferentes de un poema a otro, sin embargo la variedad no está dada únicamente por recursos composicionales del verso, ciertamente esta variedad que en el plano fonológico se aprecia mientras se avanza en la lectura, es ayudada en gran medida por la limpieza y originalidad de las ideas que transmite. El verso perfectamente medido y acentuado junto a la belleza de la idea que encierra, crean una Belleza superior que no puede ser otra que el poema mismo.

Los títulos de Arístides funcionan como necesarias señales que sirven al lector de apoyatura para adentrarse en los poemas. Muchas veces estos son portadores en sí mismos de una carga poética que contrasta con el texto que le sigue, como sucede en el poema titulado Una señora que dice ser la Historia hace una reverencia y se confiesa, el cual encierra una peculiar autodefinición de la Historia, sujeto lírico de esta pieza:

Yo fui la luz, fui una guerra
del hombre, fui quemadura
y escuché la mordedura
del llanto sobre la tierra.

Sé que una herida no cierra
si su muerte no se gana.

Fui muchas veces campana
que a la lucha convoqué,
y os confieso que hoy no sé
qué cosa seré mañana.

El náufrago, el suicida, el alpinista, el escriba, el triste, el bufón, el poeta, el caminante pertenecen a otro tipo de fuente creacional, personajes ficticios que le sirven para tomarlos como pretexto y a partir de ellos plantear cuestionamientos existenciales o asuntos que pertenecen a la vivencia del autor, a su experiencia.


3

La décima de Arístides Valdés no se inscribe en una manera actual de ejercer ese tipo de escritura, que es la de otorgarle un discurso cada vez más ajeno al de la tradición del género en Cuba, en una lógica búsqueda de temas inéditos. Por el contrario, la suya es deudora de una práctica establecida y propone por lo tanto una relectura de los grandes hallazgos poéticos desde Espinel hasta hoy.

Martí, Vallejo, Neruda, Borges, son poetas que nos dicen, con sus apariciones en citas, glosas o exergos, de qué materia se nutre el poeta y sobre todo la calidad que tiene su poesía como base, como fuente de inspiración en lo mejor de nuestra lengua. Y ciertamente el lector que con Meditaciones del náufrago se enfrenta por primera vez a la poesía de Arístides Valdés, notará en él ese apego a lo clásico.

Es en extremo difícil lograr a lo largo de un decimario de cuarenta poemas (más de ochenta décimas) un nivel de calidad como el que se observa en Meditaciones del náufrago. Tanto a nivel del verso como de la estrofa, el poema, la sección, el libro está despojado de lo que se conoce como rellenos, nada ha de resultar discordante para hacer que el lector se detenga. Pareciera que un poema deriva en otro.

El aliento del libro es mantenido de principio a fin aun cuando Arístides incursiona en ejercicios experimentales tales como Decimilla compuesta por el náufrago para elogiar a una muchacha con quien antiguamente le fuera permitido compartir un madero, poema concebido en versos monosílabos.

Si algún momento climático tiene el libro, este se encuentra allí donde el poeta se enfrenta a los grandes temas, se nota sobre todo una obsesión por la muerte y el amor como dos fuerzas creacionales ineludibles. Estas dos nociones se conjugan en varias ocasiones y de manera diferente:

Yo la soñaba.
He quedado
sin su tibieza en mi hombro,
sin la luz, sin el asombro
de los besos que no ha dado.

Oigo al silencio colgado
como un grito en la pared.

Ella no ha vuelto y la red
y el laberinto y su fragua,
en las prisiones del agua
me han visto morir de sed.

(de Tribulaciones por la ausencia de la mujer soñada)

Por último, un libro cuyo pórtico es un diálogo con la muerte y cuya última sección está dedicada al amor, no puede dejar en el lector un saldo diferente al de la esperanza, pero aunque así no fuera, solo con la perfecta conjunción de cargas emotivas, sensoriales e intelectivas que encierra esta lectura ya esa ganancia nos sería dada.

publicado antes en Hacerse el cuerdo (Año2. Nro.8)





1 de diciembre de 2008

Los pies sobre la tierra


I

Es triste al corazón saberse solo.
Yo anduve acompañado un largo trecho
y creí eternizada junto al pecho
la lumbrera intocable. Pero el dolo

que acercó hasta mis ojos la obsecante
morbidez de su máscara distrajo
mi lograda quietud. Vínose abajo,
de un golpe, la ebriedad y, avasallante,

se impuso la penumbra. Di al estudio
de insólitas verdades que repudio
lo mejor de mi edad. Vendí quimeras.

Le supuse a la mar el agua ingente
y fue preciso atravesar un puente
para que tú, de pronto, aparecieras.

II

El triunfo no es gratuito. ¿Quién lo duda?
¿Quién logra sustraerse a la mordida
con que suele ofrecérsenos la vida
para esta ingravidez que nos desnuda?

No siempre descubrimos, cuando exuda
el cuerpo su dolor, la bendecida
mano que hacia una dársena convida
y a limpiarnos el alma nos ayuda.

Yo conseguí escapar – tuve la suerte –
quizás porque asediado por la muerte
cuyo aliento escuchamos, conservaba,

como el príncipe lúcido y obseso,
en algún sitio de mi asombro el beso
que la Bella Durmiente precisaba.

III

Tú eras el horizonte. No advenías
con viento favorable a mi tristeza
y encontré, sin embargo, en la limpieza
de tu voz melancólicas bahías.

Más que brindarte al llanto, preferías
escanciar en mi oído la tibieza
de un sueño que apostaba su entereza
contra la soledad que padecías.

Increpando el orgullo del oleaje,
yo abandoné mi sórdido equipaje
y, juntos, perpetuamos el encuentro

para que descendiera otro querube.
Es que a la eternidad sólo se sube
si uno aprende a buscarla desde adentro.

IV

Si un día, con mis ojos en tus ojos,
yo te descubro, en lo que piensas, triste,
no aceptaré que, ajenos a su alpiste,
se ofrezcan a la sed tus labios rojos.

Hay minutos que duelen, hay enojos
que nos pueden herir; pero si existe
la confianza en el ánimo, resiste
su escudo la intención de los abrojos.

El tiempo en sus relojes nos encierra
como siervos sumisos. En la guerra
sobreviven los restos de lo humano.

La tristeza que a sorbos nos derriba
sólo ha de ser hermosa cuando exhiba
una lámpara enhiesta en cada mano.

V

Subo desde un abismo indubitable
hasta la cima dulce de tu abrazo,
y recobro, al subir, cada pedazo
de lo que imaginé irrecuperable.

Luciérnaga en mis noches y culpable
de que amanezca niño en tu regazo,
me induces a tomar, ceñido el brazo,
la ruta que juzgaba intransitable.

Retroceden, hendidas, las tinieblas
que me soñaron huérfano. Tú pueblas,
como una fuente límpida, el silencio.

No prospera la sombra donde habitas,
ennobleces mi edad y precipitas
en su voz el color que reverencio.

VI

Dándose a la esbeltez que lo provoca,
a su intrépida luz, a la pelea
cuya inefable conclusión desea,
el amor, cuando es breve, se equivoca.

Si escapa felizmente de la roca
sostenida en su espalda, saborea
la efímera conquista sin que vea
cómo la prisa su verdad trastoca.

Se impone meditar, subir despacio
la escalinata inmensa del palacio,
y que allí, abierta el alma, disfrutemos

de su larga emoción. Un buen orfebre
no admitirá que nadie le celebre
la copa mientras no la eternicemos.

VII

Algo se desmorona. Tú has llegado
para que nunca el llanto nos aflija
y un monumento a tu nobleza erija
el latido que estrenas a tu lado.

¿Qué pecho alguna vez condecorado
por esa cruz que al hombre desvalija,
osaría negarse a la cobija
que su casta quietud nos ha brindado?

Tú deseas vivir. Yo, resurrecto,
me incorporo a tus ansias. El trayecto
hacia el jardín donde la paz deslumbra

lastima con sus trampas. Y es preciso
no descuidar el cauteloso aviso
de la sed que los pasos nos alumbra.

VIII

Hay bonanza en la luz con que hoy medito.
Luego de andar tentando lo inasible,
aprendo que existir no es imposible
porque a la sombra de tu voz transito.

Sólo quien hace de su aliento un grito
vislumbra, vulnerando la terrible
procesión de sus penas, un posible
roce con el vedado manuscrito.

No es suficiente imaginar que olvida
la noche su aridez cuando la vida
sobre un lecho sin lágrimas reposa.

Más que la gloria incierta del convite,
importa la unidad que nos invite
a las exequias del dolor, esposa.

IX

¿Qué será de nosotros cuando clame
la nieve insobornable de los años,
y a vagar en patéticos rebaños
la oscuridad, hierática, nos llame?

Mientras la dicha cuyo acento inflame
desdeñe los capítulos extraños,
no importa que a sus límites huraños
la inequidad de un gesto nos reclame.

Si algo te trajo a mí para saberte,
la presunción inútil de la muerte
no podrá conseguir que se nos abra

bajo los pies el mundo. Yo confío
en que habrá de quedar, frente al vacío,
perpetuado el amor en la palabra.

X

¿De qué sirve ocultar que ayer sufría?
La honestidad me ocupa. No pretendo
solaparme a las fauces del estruendo
que se dispuso a condenar la vía.

Si, atado a la retama, sumergía
mi verbo en la mudez, ahora comprendo
que restarle a la piel cada remiendo
no supone un rechazo a la porfía.

Me apresto a caminar. El calendario
adelgaza, mujer, y es necesario
que tu cuerpo a mi senda se acostumbre.

No siempre un espejismo nos engaña:
uno sabe que existe la montaña
y anhela, como Sísifo, la cumbre.

Segunda Mención Especial
en el Certamen Internacional de Poesía
“Sant Jordi”, 2008

Bajo una luz que sí existe

Luego de obtener el premio UNEAC en el año 2001 con un libro de testimonios, Ricardo Riverón Rojas (Zulueta, 1949) vuelve al deslumbramiento de la décima, esa mínima y exigente cárcel de aire puro, ahora con el título Bajo una luz que no existe, bellísima edición auspiciada por la editorial Letras Cubanas. Subdividido en seis secciones, el libro agrupa 92 décimas, no siempre comprometidas con la forma clásica de la espinela, pues además de recurrir con no desdeñable regularidad al metro endecasílabo, Riverón decide arriesgarse a prescindir no pocas veces de la rima consonante y prefiere valerse de las asonancias en los versos pares, tal como hicieron poetas anteriores entre los que valdría mencionar, más allá de nuestras costas, al imprescindible autor de Cántico.

Creo que lo primero que debemos agradecer a Riverón en esta nueva obra que nos entrega, es su distanciamiento de las adulteraciones formales que algunos de los cultores de la estrofa nos empecinamos en levantar a manera de novedosa flámula. El acercamiento de la décima a la estructura del romance y la incorporación de versos de arte mayor, únicos momentos en el libro en los que su autor se desentiende de la tradición formal, a estas alturas carecen de todo vestigio que nos permitan considerarlos como una novedad. Si bien en nuestra polifónica contemporaneidad su utilización se ha popularizado un tanto, recuérdese que en la obra del ya aludido Jorge Guillén no es difícil encontrar décimas arromanzadas; que Darío, en varias de sus Baladas, incorporó el endecasílabo a esta estrofa y que, mucho antes, ese romántico empedernido que fuera José Jacinto Milanés nos legó Después del festín, poema formado por cuatro décimas alejandrinas. Por otra parte, a pesar de la renovación en la forma y de los cambios en el metro que se nos anuncian en la contratapa del cuaderno, ya en La próxima persona (1993) Riverón había utilizado, y no sin encomiable acierto, el verso de once sílabas.

Concluida la necesaria digresión anterior, hecha con el objetivo de confirmar que en el libro que nos ocupa sólo el empleo de las rimas asonantes puede considerarse como un renuevo, desde el punto de vista estructural, en la obra decimística de este poeta, me permitiré discrepar otra vez con su editor. Pienso que Riverón, más que diversificar los asuntos, diversifica la manera de asomarse a ellos. Así como existen creadores de amplísimos registros temáticos, existen también otros cuya obra, no por ello menos vasta, se fundamenta en el abordaje, desde ópticas distintas, de un reducido número de temas. Vicente Aleixandre, verbi gratia, es por encima de todo un gran poeta del amor. Y Ricardo Riverón, a mi juicio, es en primer lugar un hacedor de versos que transmuta en sustancia poetizable la evocación, desde múltiples ángulos, de elementos relacionados, entre otras cosas, con la infancia, el hogar, los nexos familiares y las sutilezas femeninas. Este universo vivencial personalísimo, en lograda simbiosis con el entorno natural y las percepciones oníricas, e imbricado en los avatares de la existencia cotidiana, le confiere una indudable singularidad a su poética. Asimismo, en muchos de sus textos, y gracias a la recurrencia a la intertextualidad, se hace evidente la intención de saldar una deuda de gratitud con la lectura de autores que siempre ha reverenciado.

Sólo el recuerdo, en su bondad, me salva, nos avisa el poeta apenas trasponemos el umbral. Y, en efecto, hay en este libro abundantes reminiscencias signadas, unas veces, por una incuestionable plasticidad y, otras, por la honda sabiduría inherente a las vivencias decantadas. Con sus quimeras, ineluctablemente borrosas ante la iniquidad del calendario y, sin embargo, no exentas de lucidez, se nos presenta Riverón. Y ya desde el poema inicial, que no por casualidad glosa dos versos de Nicolás Guillén, nos extiende algunas filigranas cromáticas que habrán de reiterarse, como un leitmotiv, a lo largo del cuaderno:

¿Qué anuncian esas banderas
grises como la neblina
tras el alba blanquecina
de mis borrosas quimeras?

(………)

Todo tiene otro color
(el agrio azul de la espuma)
mientras la noche se esfuma
casi huérfana de olor.

Toda esa gama de matices, despojada la mayoría de las veces de su sentido semántico directo, adquiere una connotación simbólica que insufla en el lenguaje la frescura propia de los surtidores montañeses. Pero el autor, no conforme con esto, dispone su intelecto a una osadía cuya culminación airosa sólo es dable a pocos afortunados: vuelto hacia lo más inmarcesible de la tradición, torna la cuartilla en un lienzo y esboza, con certeras pinceladas, cuadros cuya elocuencia no dejará de ser advertida por quienes disfrutan entregándose a la contemplación de los encantos de la naturaleza insular:

Sangra la luz vespertina
sobre el horizonte incierto,
y el mar, de un rosado muerto
tiñe su vasta cortina.

En la segunda sección del libro, titulada con una referencia que, a contrapelo del paréntesis, no solapa el homenaje tácito a la memoria del venerable autor de Por los extraños pueblos, asistimos a la resurrección métrica de algunos de los objetos que le aportan vitalidad al interior de una vivienda. Aquí, acompañados por esos acordes de resonancias deleitosas con los que Riverón suele obsequiar a quien lo lee, pasamos de LA CAMA, donde las utopías de ayer / hasta nos parecen ciertas, a LA MESA sobre la cual se desconciertan los mapas / con infantiles dibujos; de la familiar imagen de la abuela, que aún balancea su ancianidad en EL SILLÓN DE MIMBRE, al niño ensimismado en EL TELEVISOR con cuya aparición cambiaron, hormigueantes, de color / hasta las rectas tardes del domingo; de LA MÁQUINA DE COSER, que hoy yace con el roto velocípedo / entre dedales y correas tristes, a esa otra vida encerrada en EL LIBRERO donde puede dialogarse con la eternidad de ciertos personajes. Aquí nos sorprendemos, en fin, ante un muestrario de supuestas minucias hogareñas que, liberadas del polvo inmemorial por la meditación paciente del artista, se ofrecen al lector como esas frutas a las que, luego de mondarlas, se les puede constatar su trascendencia con la exquisitez que brindan al paladar agradecido.

Como en sus libros anteriores, en Bajo una luz… también el poeta reserva un espacio para los versos amatorios. Pero en esta ocasión — considerando que la mayor parte de los títulos presupone, hasta cierto punto, una paráfrasis — el coloquio del sujeto lírico se establece, de manera prioritaria, con figuras cuyo arribo a los dominios de la inmortalidad se produjo, por lo general, al amparo del talento de quienes las hicieron cobrar vida en obras memorables. Así, desde la Oración por Marilín, que nos remite al poema de Ernesto Cardenal, hasta ese arquetipo clásico de la fidelidad que debemos los hombres a la grandeza de cierto aeda ciego, se nos acerca, sin nombrarlos, a luminosos pináculos de la creatividad artística. Riverón, además de una cultura sólidamente cimentada, torna en palpable acierto su capacidad para nutrir la poesía con uno de los pocos sentimientos que todavía ennoblecen la existencia humana. Vulnerando esa cortina de papel a la que alude, nos entrega en esta parte décimas donde a la dualidad métrica se impone la esbeltez permanente de las consonancias. En Carmen mía, plausible construcción estrófica sostenida sobre una cuarteta del Apóstol, se truecan en cadenciosa música la ternura lastimada y su disposición para emerger invicta, sin arrepentimientos vergonzosos, frente a los deslices asociados a los caprichos de Eros:

Pero no será tu herida
la que los sueños me corte.
Me heriste y tal vez soporte
vivir sin sueños la vida.
Tu puñal: la despedida
que te convirtió en ayer.
Tu herida piensa crecer,
limpia, donde no se vea.
Qué importa cuán grande sea;
más grande debiera ser.

Sin embargo, pienso que lo más logrado del cuaderno se concentra en la sección titulada Entre el iris y la bruma. En ella, a dúo con célebres voces de la literatura hispanoamericana y valiéndose casi exclusivamente de los versos de arte mayor, el poeta consigue conmovernos con las notas más vibrantes de su concierto lírico:

Un poco más cordial que en estos días,
pude estrecharle su ademán al viento
y mucho más gentil (el pulso lento)
le supe al mármol sus arterias frías.
Así empecé, soberbio de alegrías,
a hilar mis paradojas más capciosas
(lo opaco destellante). En las ferrosas
tristezas de la sangre inteligente
traté de que se viera transparente
esa melancolía de las cosas.

Nótese cómo en la décima que cito, abrazada por un par de endecasílabos del modernista Leopoldo Lugones, el vuelo sostenido del lenguaje se nutre de una envidiable riqueza metafórica. En su cuarteto inicial, además de la eficiente concatenación de las dos prosopopeyas, impresionan las sensaciones antitéticas sugeridas por la contraposición entre la suavidad del viento y la dureza del mármol. Enclaustrada en ese rítmico estuche, se descubre una exquisita muestra de embellecimiento del raciocinio que, subordinándose a los hallazgos tropológicos, concluye felizmente con la personificación de dos sustantivos tan cercanos al hombre como nos resultan hoy la sangre y la melancolía.

Dicho lo precedente, parecería superfluo alargar estos apuntes hasta las dos secciones con que concluye el decimario. De alguna manera, ambas se complementan con las anteriores para la consecución de un cuerpo de indudable unicidad. No obstante, a quien suscribe las actuales líneas no le agradaría concluir sin hacerle una reverencia a la justicia.

Dueño de una madurez expresiva que, sin lugar a dudas, nos permite ubicar su nombre junto a los más connotados exponentes de la décima entre los miembros de su generación, este humanísimo poeta, con cuatro libros cuya integridad se materializa a expensas de la consecuente fusión de diez estrellas, es, hasta el momento, el cultor más prolífico de la estrofa en el centro de la isla. Conocedor in extenso de su obra, no me parece ilógico afirmar que Bajo una luz que no existe se sitúa en la cima de su esplendidez y, por lo mismo, habrá de iluminarnos como esas lámparas tozudas que se niegan a doblegar sus transparencias a pesar de la furia insospechada de los vientos y de las selecciones antológicas.

Publicado anteriormente en Ala Décima (Octubre/07) y en La Gaceta de Cuba (Nro.2/08)