26 de enero de 2009

José Martí y la política guatemalteca

Por Yamil Díaz Gómez

Un apretado bosquejo de la estancia de José Martí en Guatemala, indica que en diciembre de 1876 recibe cartas de recomendación del ministro guatemalteco en México, Juan Ramón Uriarte; y ya en marzo emprende un aventurero recorrido en canoa, goleta y acémila. Al mes siguiente obtiene empleo en la Escuela Normal, dirigida por el patriota cubano José María Izaguirre, y redacta en apenas cinco días una obra teatral en homenaje al país. Es el mismo fervor, el mismo espíritu de alabanza con que saluda a la nación en su discurso del 21 de abril y valora las transformaciones jurídicas del momento en el artículo que publica un día después bajo el título de “Los códigos nuevos”. Luego vendrán otros discursos y artículos, y la feliz revelación de una nueva faceta en su agitada vida cuando la patria transitoria lo hace maestro, que es —según sus palabras— hacerlo creador.

Así lo vemos asumir varias cátedras universitarias en mayo de 1877 e impartir clases gratuitas de Composición en la Academia de Niñas de Centroamérica, dirigida por Margarita Izaguirre, o integrarse a la sociedad El Porvenir, sin que le falte tiempo para asistir a la tertulia de su admirado Miguel García Granados, jugar al ajedrez con el ex presidente y protagonizar un episodio trágico y lírico que culmina con la muerte de María García Granados, hija del prócer amigo. Lo vemos, además, firmar un documento ante un conato de atentado que se fraguó contra Barrios; polemizar sobre cuestiones históricas y políticas con ilustres contemporáneos; ser objeto de burlas en cobardes hojas sueltas, y salir rumbo a México para casarse.

Y también lo veremos regresar en enero de 1878 para verse rodeado por un clima hostil. La hostilidad no se disipará siquiera por la publicación en México de su libro Guatemala, apología fervorosa. Le esperan tragos amargos, como el deber de renunciar al empleo en la Normal —en solidaridad con el depuesto director Izaguirre— o el fracaso de su proyecto de la Revista Guatemalteca. Se marchará defraudado de esa experiencia revolucionaria liberal; pero se llevará en compensación un caudal de vivencias trascendentales para su evolución ideológica, además de una leontina de oro —regalo de estudiantes agradecidos— que lo acompañará hasta el penúltimo capítulo de su existencia.

Dejó una huella profunda en Guatemala, de la que dan sobrado ejemplo eventos teóricos aun a la altura del siglo XXI; o el testimonio de guatemaltecos ilustres que lo conocieron, como Domingo Estrada y Antonio Batres Jáuregui; o los valiosos libros que le dedicaron Máximo Soto-Hall y David Vela; o la elogiosa carta que le dirigieron sus privilegiados discípulos de la Universidad.

Desde el punto de vista político, la andanza centroamericana de Martí implicaba una especie de viaje al futuro: conocer un territorio que, a diferencia de Cuba, se había independizado de España, y donde ya los liberales habían arribado al poder.

No es de extrañar entonces que se sumara al diseño de una «utopía guatemalteca» ni que después resultara dramático para él, como evidencian sus cartas a Manuel Mercado, el desajuste histórico que descubría entre esa utopía y la realidad. Tampoco ha de asombrarnos que —como apunta el historiador Jorge Ibarra: «La estancia en Guatemala fue definitoria en más de un sentido para Martí. En el terreno de las ideas políticas puede decirse que fue una verdadera escuela»(1). Añade Ibarra que allí se define la conocida posición del Maestro frente al caudillismo revolucionario; que allí revaloriza todas sus ideas sobre el papel del Estado en la revolución.

Por su parte, Roberto Fernández Retamar subraya tres aspectos capitales dentro de la huella política que este país deja en Martí. Primero: Guatemala abre hacia el horizonte continental mucho de lo aprendido en México, de lo cual hay un síntoma visible en la frecuencia con que comienza a utilizar expresiones como «Nuestra América» o «Madre América». Segundo: Aquí resume —en el libro Guatemala— una visión arquetípica de la república liberal latinoamericana, síntesis de un pensamiento que nunca se estanca sino proseguirá un camino de constante radicalización. Tercero: tropieza con los «modos bruscos» del presidente Justo Rufino Barrios, que más tarde lo impulsan a abandonar la nación. Dicho en otras palabras: el choque del joven político cubano con un caudillismo militarista que lo persigue ferozmente por Hispanoamérica: en México, con Porfirio Díaz; en Guatemala, con el general Barrios; en Venezuela, luego, con Antonio Guzmán Blanco.

Tan acertada síntesis retamariana nos permite seguir las principales coordenadas de la huella guatemalteca en el pensamiento político de Martí.

Esa apertura al continente, ya abonada por el intenso período mexicano, resulta clave para el desarrollo de sus concepciones americanistas. Esa sospecha de una patria mayor; esa conciencia de una identidad específica de Latinoamérica en lo cultural; lo económico y lo político; ese reclamo de futura unidad, no hubieran sido posibles sin la experiencia directa del Martí mexicano, guatemalteco y luego venezolano. Por ejemplo, su conocimiento del problema de la población originaria —no constatable en Cuba, cuyos aborígenes fueron exterminados— lo lleva a reclamar para el Indio educación en lugar de exclusión, integración social en lugar de genocidio y un espacio económico como trabajador libre o propietario, nunca en papel de siervo. Al verlo como víctima y no como obstáculo, se anticipa a la genial respuesta que dará en «Nuestra América» (1891) a los Sarmientos grandes y pequeños: la afirmación tajante de que la batalla no es entre civilización y barbarie sino entre la falsa erudición y la naturaleza.

El Maestro ya está escribiendo, de algún modo, las caladoras opiniones políticas de su futuro exilio neoyorkino, en que las aguas del liberalismo le resultarán cada vez más estrechas. Ya está escribiendo, sin saberlo aún, el primer párrafo de la rotunda carta que en 1884 enviará a Máximo Gómez, para apartarse del Plan «Gómez-Maceo», seguro de que un país no se funda como se manda un campamento.

Autores como el ya citado Ibarra opinan que Martí fue dogmático en su civilismo, en su desencantamiento respecto a Barrios y a la revolución que este encabezaba, por no aceptar la necesidad histórica de aquella dictadura. Pero pedirle a Martí que se mostrara menos «dogmático» equivale a proponerle concesiones éticas.

El hombre que renunció a su empleo porque prefería morir de hambre a devenir cómplice de la destitución de su amigo Izaguirre, ¿toleraría atropellos más graves a nivel de toda la sociedad? ¿Aceptaría el cambio de un despotismo por otro? ¿Perdonaría a ciertos líderes ser inconsecuentes con los ideales que los llevaron a la revolución? ¿Aplaudiría medidas regresivas, que permitían el reclutamiento forzoso de indígenas? ¿Cerraría los ojos ante la eliminación física por Barrios de amigos y enemigos, incluido Uriarte? ¿Olvidaría que frente a su ventana pasaron hombres con grilletes?

Martí se entusiasmó con la experiencia revolucionaria de una nación donde se había instaurado la enseñanza laica, se modificaba la propiedad agraria, se modernizaban las leyes, y se advertían, en diferentes órdenes sociales, síntomas de progreso. El cubano concibe su utopía guatemalteca en obras como Guatemala y sus «Reflexiones destinadas a preceder a los informes traídos por los jefes políticos a las conferencias de mayo». Pero llegado el momento —ante la quiebra de su utopía— hizo sus maletas convencido de que «con un poco de luz en la frente no se puede vivir donde mandan tiranos»(2).

La cuestión hoy no radica en asumir cómodamente la ventaja de los siglos para dar la razón a Barrios o a Martí. Lo importante es develar lo que la estancia guatemalteca aporta al ideario político e, incluso, económico martiano. Pues no se debe olvidar que aquí formula su «modelo agropecuario pequeñoburgués», tan lúcidamente estudiado por Rafael Almanza. El Maestro se opone a las «manos muertas» y defiende que: «Es rica una nación que cuenta muchos pequeños propietarios. No es rico el pueblo donde hay algunos hombres ricos, sino aquel donde cada uno tiene un poco de riqueza»(3). La distribución como base de justicia: verdadera pedrada en pleno rostro del latifundismo feudal.

El Martí que se va de Guatemala en el verano de 1878 es un hombre ideológicamente mucho más maduro que el joven entusiasta llegado en marzo de 1877.

______Notas
1-Jorge Ibarra: José Martí, dirigente político e ideólogo revolucionario, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1980, p. 38
2-José Martí: Carta a Manuel Mercado del 20 de abril de 1878, en Obras completas. Edición Crítica, t.5, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2001, p. 306
3-José Martí: Guatemala, en op. cit., p. 260

Tomado de Hacerse el cuerdo Año 2 Nro 8



24 de enero de 2009

La frente contra el muro


Piensas que no has de ser, como quisiste,
hacedor de algún verso perdurable
y, sin embargo, a la mudez palpable
que implicita el silencio, se resiste

la intolerancia de tu voz. Persiste,
como arraigada en ti, la inexorable
costumbre de buscar lo inatrapable
con que a la sed de un sueño te ofreciste.

Si un día te levantas y reniegas
de la opresión que sufres, cuando entregas,
después, algunas líneas al futuro

de la página en blanco, perpetúas
el afán primigenio y continúas
golpeándote la frente contra el muro.





3 de enero de 2009

El Yo profundo de José Luis Serrano

Por Jorge Luis Mederos Betancor (Veleta)

Cuando pude leer y hasta participar en la premiación del Libro Aneurisma, de José Luis Serrano, me prometí no escribir más décimas en lo que me quedaba de vida, porque de nada vale esforzarse tanto para que más tarde viniese un holguinero a lucir mejor. Pueden creerme que hice honor a mi promesa y desde entonces a la fecha no he vuelto a frecuentar la espinela como no sea en las muy raras ocasiones en que el sacrosanto compromiso con el Club del Poste requiere de mi servicio. Tampoco quedaron muchos resentimientos porque Serrano y yo nos hicimos amigos, buenos amigos, que compartieron no solo cervezas, sino puntos de vista, ensueños personales y —cosa rara entre intelectuales— muy poco o casi nada se me ocurrió para empañar su imagen como no fuera que sería una lástima que tan buen poeta se quedara encasillado de por vida con la etiqueta de “decimista”. Igual que yo.

Y parece que lo mismo opinaba él; por lo menos aquí tenemos ahora este cuaderno donde demuestra a carta cabal que sabe moverse también como pez en el agua en otros espacios con el mismo rigor, inspiración y desenfado que en la décima. No miento si afirmo que fue un banquete para mí –como no dudo que también lo haya sido para los dichosos mortales que adquirieron el volumen—cuando traspasé el umbral de El Yo profundo. No es fácil, lo digo por amarga experiencia de lector, sostener desde la primera hasta la última página un libro de sonetos, rima de las rimas, a la que a su vez está muy poco dispuesto el paladar criollo. Y aunque esta disposición existiese, soy de la opinión de que un libro de sonetos no se fabrica como quien fabrica chorizos: hay que poseer el don, la gracia y la pericia que nos legaron los Quevedos y los Góngoras, para que la música penetre y se deslice como quien no quiere las cosas y atrape al incauto en sus catorce redes.

Serrano lo hace y de qué manera.

Y si voy a ser sincero hasta el fin, confieso, a riesgo de desacreditarme como hombre de letras, que este se cuenta entre los tres o cuatro libros del género que he podido consumir hasta el final sin un bostezo.

Alguien, cuya opinión pesa mucho para mí, hacía referencia hace poco a que José Luís, al cabo, estaba hecho de más ingenio que talento. Con todo respeto discrepo: ninguna obra más o menos extensa como esta, se sostiene a puro artificio si este artificio no viene artillado por una dosis de genialidad que la valide. Por demás, el artificio se diluye bien pronto y deja un sabor a estafa en el paladar. Y este no es el caso. Quien lee a Serrano siempre quiere leer más, y eso, valga la redundancia, es más de lo que se puede decir de casi todo el mundo.

Me precio entonces de lanzar, como si le hiciera falta, un poco de promoción sobre este libro. Aunque bien pensado, a nosotros los de provincia, ese ingrediente nunca nos viene sobrando. Ya bastante desgracia tenemos con vivir en Villa Clara, en Holguín o en cualquier lugar lo suficientemente alejado del Olimpo. Me precio, repito, de haber encontrado, gustado y promocionado una obra que me ha puesto a sonreír un poco y bastante a cuestionarme, como los antiguos filósofos —que son los buenos de verdad— acerca de quiénes somos y de donde venimos. Pero nada en literatura es gratuito, no basta con enunciarlo y ya; el asunto es cómo enunciarlo. Y ahí es donde el autor se luce espectacularmente: porque ahora me gustaría preguntarles —y que desde luego, se me respondiera con honestidad— si no proceden del cerebro de un loco o de un genio los siguientes versos:

Hoy me gusta la vida mucho menos
pero quiero vivir. Que nadie diga
que vivir no es hermoso. De barriga
incluso. Menos libres o más plenos.

Cierto que para todos los venenos
no hay un antídoto. Que hasta una hormiga
nos pudiera linchar. Dios nos maldiga.
En ser felices nunca fuimos buenos.

Cierto que a veces Satanás se sale
irremediablemente con la suya.
¿Morir qué recompensas equivale?

Melodiosa la muerte nos arrulla.
Pero en verdad vivir bien que lo vale.
Aún cuando estar vivos nos destruya.

En este, como en casi todos los poemas del libro, se hace evidente que la preocupación favorita del autor es buscar la quinta pata del gato. En un mundo donde los experimentos formales ya aburren, los de él espantan; tal vez por ello se le acusa de artificioso al que evidentemente le quedan estrechas las formas tradicionales que por demás ha demostrado que domina. Su vocación de iconoclasta irreverente se vuelve manifiesta y hasta puede afirmarse que arrecia; pero allá lejos, en el yo profundo, los que sabemos leer entre líneas advertimos al hombre que busca desesperadamente a Dios. Su destino bien pudiera ser el de Saulo de Tarso.

Personalmente, esperaba cierta mesura y algún distanciamiento sentencioso de aquel Serrano que conocí en ANEURISMA porque los años no pasan por gusto. Y qué equivocado estaba. La vida me enseñó que los poetas que tienen la suerte de escribir un buen libro son bastante raros. Los que llegan a dos son escogidos. De tres en lo adelante pertenecen al campo de las mutaciones. El autor que hoy nos ocupa tiene 36 años y ya va por dos. Y digo dos, en cuanto a géneros ya que su obra es mas extensa. Pero es evidente que la Editorial Letras Cubanas va adquiriendo olfato y puntería para las primicias.

A mi no me hagan caso; yo escribo lo que creo que es justo y nada más; puede incluso mi opinión estar lastrada por el gusto personal, lo cual es obvio, y por una dosis de pasión y deslumbramiento que nunca han sido las herramientas ideales para valoraciones más o menos serias. A nadie impongo, por tanto, mi criterio. Existe mi verdad, tu verdad y la VERDAD. El libro al que hago referencia fue escrito por una persona a quien ya no pertenece desde el momento mismo en que otra persona ponga los ojos en sus páginas. Al lector corresponde valorarlo en su justa medida y esa justa medida no es más que el gusto personal de cada uno. Para ser sincero, hoy por hoy me preocupa mucho más el destino del hombre José Luís Serrano que del artista, no importa cuán indisolublemente unidos estén ambos; pero lo cierto es que a estas horas deben estar sonando muchos cantos de sirena en sus oídos, y el presente artículo es un buen ejemplo. José Luís se encuentra tal vez en el momento justo para validar o re-validar sus presupuestos estéticos y humanos. Hasta donde le conozco, dudo mucho que tuerza el camino, pero nadie, desde Santa Clara, es profeta en Holguín. Aunque mejor que yo lo dijo Augusto Monterroso:

Hay un mundo de escritores, de traductores, de editores, de agentes literarios, de periódicos, de revistas, de suplementos, de reseñistas, de congresos, de críticos, de invitaciones, de promociones ,de libreros, de derechos de autor, de anticipos, de asociaciones, de colegios, de academias, de premios, de condecoraciones. Si un día entras en él verás que es un mundo triste; a veces un pequeño infierno, un pequeño circulo infernal de segunda clase en el que las almas no pueden verse unas a otras entre la bruma de su propia inconsciencia.

Pero el que esto redacta se precia de confiar mucho en el hombre.

NOTA:____ Jorge Luis Mederos Betancor es un alias de Veleta, villaclareño nacido en 1961 y autor de los libros de poesía Otro nombre del mar y El tonto de la chaqueta negra, publicados por la editorial Capiro, si mal no recuerdo, en 1993. Después de un silencio de varios años, Veleta ha decidido su regreso a los caminos de la creación que abandonara. Durante mi última permanencia en Santa Clara, hace ya casi un año, tuve la oportunidad de participar en un pequeño evento cultural, moderado por Ricardo Riverón Rojas, donde Veleta dijo algunos de sus poemas y anunció la próxima aparición de un nuevo libro suyo. Ojalá que así haya sucedido.