25 de noviembre de 2010

El rastro del General


Por Juan Manuel Parada


El General, después de girar la manzana del revólver, tiró del gatillo y cerró los ojos apuntándose a la sien. Al chasquido hueco y fallido le siguió la brisa caliente que bailaba en sus orejas. Sudaba la nariz del General, esa nariz aguileña que con tanto orgullo elevó en su época de gloria. Porque un General como él debió levantar la nariz, la barbilla y la pistola cuando enfrentó al enemigo. Se levantó a cerrar la ventana. Miró por encima de los arbustos que bordeaban la carretera y clavó la vista en el sembradío.

–Cabrón.

Dijo desganado cuando un caballo se detuvo en frente y el jinete lo miró por debajo del sombrero. Sabía el General de un solo hombre capaz de mirarlo así, un solo cabrón que no teme. Y lo mataría otra vez, y otra más y otra y otra, porque un cabrón es cabrón hasta después de morirse y se merece un balazo en el cielo de la boca.

Se zampó un trago de ron y volvió sobre la silla. Por un momento todo se le hizo ajeno, tanta medalla y diploma, tanta foto en la pared con ministros y mujeres. Y recordó el General sus largas guerras y hazañas. Imágenes aceitosas inflamándole el pecho. Como la vez que invitó a los treinta guerrilleros, dizque para negociar, dizque para la amnistía…y habiendo firmado el trato le dio una señal a la tropa para que los masacraran. Porque un ganador se inclina sobre la espalda de otros, pensaba entonces el General cuando lo condecoraban o le ascendían de rango, y ahí él, con sus bigotes espesos y esos lentes tan oscuros luciendo la charretera reluciente bajo el sol.

Entonces se arrellanó y evitó cerrar los ojos cuando recordó la frase de ese cabrón antes de que lo fusilaran. No porque temiera el General, sino más bien por el fastidio  de recrear la imagen de un rastro de sangre dibujándole los pasos, ese arroyo viscoso siguiéndole a toda hora. Y se le manchaba la hacienda de sangre por todas partes, y si algo odiaba el señor era el desastre y el caos.

Encendió una vela y apagó la lamparilla. Le gustaba acompañarse de las sombras. Era como si cada objeto cobrara vida debajo de su mano al ponerle fuego a la mecha. Esa sensación de poder, ese sentirse creador le reconfortaba un poco.

Cuando la fetidez le envolvió el rostro, retornó sobre el recuerdo. Entonces había atrapado a los nueve revoltosos que se resistían al orden, enemigos de la patria a quienes atrapó en la selva. Revive con nitidez cuando uno de ellos, el más joven, se cagó en los pantalones. ¡Culicagao pues, tirándosela de patriota! pensó con burla y le hizo arrodillarse. Se lamió el bigote negro y, mirándole por encima de los lentes, le pegó un tiro en la sien, porque el miedo le da asco, mucho más que cualquier cosa.

Mira las balas sobre el escritorio y se dice que ahora sí debería cargar el arma. No soporta la humedad en el culo y en las piernas, ni el olor a mierda apretándole la nariz y, aunque le hiere saberse así, indefenso, aminorado, le place que después de todo el destino está en sus dedos.

Vuelve a girar la manzana del revólver.

–Dispara cobarde.

Le dice levantándose del suelo con la cara partida a golpes, el morral terciado al hombro y los ojos dilatados.

El General se limpia el sudor encendiendo un cigarrillo.

Lo mira a través del humo y se guarda la pistola. Sabe que ya no puede humillarlo, que no le teme a la muerte. Ni los cadáveres abaleados, ni las torturas, ni él, le hacen sentir temor.

–Cabrón.

Masculla el General entre dientes y lo deja a sus espaldas. No le gustaría matar con sus manos a un cabrón que no le teme. Pero antes de salir escuchó la sentencia que lo persiguió por siempre, ésa, la de un rastro viscoso dibujándole los pasos, siguiéndole a todas partes, delatando su maldad. Luego, en el paredón improvisado para el fusilamiento, el tipo lo miró con un asco que le dio risas al General.

Ahora, con el pañal repleto de mierda y las piernas orinadas, se pegaría un balazo justo al lado de la oreja. Porque un General como él debía morir con honor.

Cuando la manzana dejó de girar y subía el arma hacia su cabeza con el dedo en el gatillo, una mujer lo detuvo, sin mucho afán, como acostumbrada a ese juego de la pistola sin balas. Y una vez más, en manos de la criada fiel, el anciano General se deja limpiar el culo y cambiar los pantalones, callado y sumiso, asqueado por la hediondez y por el rastro de mierda que va dejando a su paso.

23 de noviembre de 2010

Una posible historia familiar


Quizás alguna vez, precipitándote
como una gota audaz sobre mi asombro,
sobre las cicatrices que anuncian mi tamaño,
tú saltaste, mujer, desde la lluvia,
chorreantes las palabras, el corazón, los gestos,
para decir tu aroma,
tu inusitada esencia en mis oídos.

Y ante ti armonizaron su canto los delfines,
y el aire cadencioso se adelgazó en tu pelo,
y hubo un sitio en la casa que soñamos,
un lugar bendecido por minúsculos dioses,
para que tú bajaras, lentamente,
danzante y jubilosa,
de tu caja de música.

Es cierto que la mano tenaz de lo inasible,
como esa pobre reina empecinada
en derribar de un grito la luz de Blancanieves,
ha contratado arañas, cazadores, envidias;
es cierto que ha querido
tender, entre los duendes de tus ojos
y el ángel que te asume,
sus magros laberintos,
y que a veces Ariadna, por dejadez acaso,
no ha dispuesto del hilo necesario a Teseo.

Pero después de tanto silencio clamoroso,
después de tantas redes,
qué importa que la mano tenaz de lo inasible
nos haya humedecido de lágrimas los sueños,                                      
qué importa esa mordida con dientes de hojarasca
si más allá del llanto,
de la tristeza que hace crecer los alfileres,                                   
levántase la risa 
del hijo que juntara tu sangre con mi sangre,
y otra vez armonizan su canto los delfines,
y el aire cadencioso
se adelgaza en tu pelo,                                           
y hay un sitio en la casa que soñamos, 
un lugar bendecido por minúsculos dioses,
para que siempre bajes, lentamente,
danzante y jubilosa,
de tu caja de música.