Por Carmen Sotolongo Valiño
Hace ya nueve años que el poeta Arístides Vega creó para mí un espacio mensual en el Proyecto Ateneo de la librería “Pepe Medina” al que nombramos “Hablar de poesía”. No es un taller de creación sino un lugar donde se comparten saberes que escasean en el debate y la enseñanza habitual acerca del género. Prefiero enfocarme fundamentalmente en los rasgos estilísticos de la poesía, o sea, en los recursos poéticos y su evolución. Los ciclos del curso han transcurrido, varían, se enriquecen, pero existen ciertos libros, cuyos textos se me han convertido en indispensables para esta labor, pues son, junto a los clásicos, la ilustración perfecta de la realidad práctica de la teoría. Entre ellos se encuentra Fotógrafo en posguerra, de Yamil Díaz Gómez, editado por Unión en 2004, y que ahora conforma la parte tercera y última del libro La guerra queda lejos, Letras Cubanas, 2009.
La poesía de Yamil es paradigma de la recuperación contemporánea del soneto y la décima, el tratamiento de la imagen autoral y la interrelación de la poesía con otros campos de la cultura. Desde que obtuvo el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara con Apuntes de Mambrú (Capiro, 1993) y luego con Soldado desconocido (2001) se reveló como un autor con grandes dones líricos y disciplina para cultivarlos. Tuve la convicción, cuando ojeaba por primera vez Fotógrafo en posguerra, de que al pasar el tiempo este muchacho quedaría como un clásico que a principios del milenio leía aún el último periódico del siglo y componía un poema dentro de cuyas redes quedaba apresado. En este libro dos secciones completas están formadas por sonetos endecasílabos propios, alejandrinos polirrítmicos o combinaciones polimétricas, fluyendo en perfecta armonía, sin un solo tropiezo acentual. En su conocido “Elogio del endecasílabo” expresa Dámaso Alonso: ¿Qué ángel matizó la sabia alternancia de los acentos, la grave voz recurrente de la sexta sílaba, o los dos golpes contrastados de la cuarta y la octava, en el modo sáfico? Décadas de rebeldía métrica y pretendida experimentación “actualizadora” con formas ríspidas han demostrado solamente que no bastan once sílabas métricas para crear un endecasílabo, hay que tener oído para su especial acentuación.
En este tipo de verso Yamil muestra una clara preferencia por el acento constituyente en la sexta sílaba (yámbico) y la flexibilidad combinatoria del apoyo en las anteriores, que puede estar en primera, segunda, tercera o cuarta, aunque con una preferencia estadística de la pauta que la tradición ha llamado melódico (3 – 6 -10)(1). Le sigue en frecuencia el de cuarta y octava (sáfico). Son, sin dudas, los soportes rítmicos que le confieren a este metro el don extraño y especialísimo de ser antiguo pero no anticuado, de ser elaborado y a la vez natural. En “Borges bajo la lluvia”, Yamil va desarrollando su tema en las diferentes variantes del yámbico, y sigue hasta llegar al verso final donde nos sorprende el cambio, esta vez en cuarta y octava: (…) Los hombres vagamente sabrán luego / –cuando lo cuenten Borges y Tiresias– / que en la lluvia hay oscuras peripecias / solo visibles para un ojo ciego. En este soneto podemos apreciar, además, cómo la intertextualidad se hace trascendente cuando el intertexto proviene de la literatura: misterio, crucifixión, Dios, Borges y Cristo. Cuando proviene del mundo cinematográfico el sentimiento es más terrenal, como en “Los paraguas de Cherburgo”, esa “(escena del regreso)” dibujada a pinceladas sueltas, rasgadas, inconclusas, donde no se nombra la palabra “amor” –obliteración del significante, recurso de las poéticas neobarrocas– porque su imposibilidad raigal es el gran tema. Este soneto utiliza muy sabiamente el llamado “signo de indicio”: Cruzan otra ciudad, bajo otra nieve, / otros novios hirientes de inocencia. (…) Inusual que la inocencia se califique de “hiriente”; signo un tanto difuso todavía a la altura del segundo verso, es paradoja que indica su pérdida, su segura transformación en dolor; realidad que nos hiere porque ya sabemos su desenlace; “dolor” es también un significante obliterado, su representación en el poema se da por otros signos que lo aluden metonímicamente y van configurando su significado. La “ruptura de sistema” es columna vertebral en el texto: Ya no bajas del cielo cuando llueve. / En Cherburgo no llueve: cae la ausencia. La frase hecha “cae… la lluvia, la nieve”, está subyacente, no explícita, pero evocada por el contexto y cuando, a contrapelo de lo que ocurre en la realidad del conocido filme, se nos afirma que en Cherburgo no llueve y aguardamos, tras los dos puntos, una explicación de campo semántico opuesto, el poeta rompe con la expectativa lógica y sintáctica. También hay ruptura de sistema a nivel rítmico en los cinco versos finales: luego del predominio hasta el inicial de los tercetos, de endecasílabos melódicos (3 -6-10), se suceden cuatro en la variante heroica (2-6-10) enfatizados, además, por la anáfora cuya conclusión se lleva con un encabalgamiento suave hasta el verso final constituido por un endecasílabo a la francesa, de acentuación en cuarta sobre palabra aguda, y luego en sexta o en octava, aunque aquí no nos interesa la clasificación taxonómica de los versos sino constatar la imbricación magistral de los recursos estilísticos :
¿Qué me queda? El Olvido. Sus espejos.
Tu nombre, disipándose a lo lejos.
Tus manos, como cántaros remotos.
Tu risa, como un río detenido.
Tus ojos, como dos paraguas rotos
que no podrán cubrirme del Olvido.
La tropología visionaria engarzada en un recurso tan tradicional como la anáfora, se une a la riqueza rítmica para dar al cierre del soneto la elegancia propia de un madrigal, donde se recogen todos los motivos temáticos esparcidos a lo largo de los catorce versos: la ausencia, la guerra, la partida, la lejanía, lo remoto, el desamparo frente al Olvido.
Amante y conocedor profundo de la cultura popular, puede armar un soneto, todo juego e ingenio, ensartando títulos y frases de las más conocidas canciones del acervo tradicional en “La gloria eres tú”. Recuerdo que en mis días de la enseñanza media era este un esparcimiento muy frecuente. El amplio bagaje cultural de Yamil lo hace un buen conocedor de la materia que moldea; elige bien sus citas, cargadas de afectividad por su naturaleza intrínseca: Quiéreme mucho. Ven a la campiña (…), les añade una pizca de ironía en la ruptura temporal: ahora todas las cosas que uno quiere / en un disco se pueden alcanzar! Y logra un excelente soneto que es, a la vez, homenaje a la cancionística popular y poema de amor, que potencia el placer del texto no solo con la pertinencia de sus citas sino también con la pericia rítmica apoyada fundamentalmente en el endecasílabo melódico, como conviene al asunto que trata. Anotemos de paso la fluidez del lenguaje, la facilidad de explotar la tendencia de la lengua española a cohesionar la cadena fónica mediante enlaces y sinalefas. Oigamos de nuevo este verso: si en tu ausencia no hay bella melodía, el que de quince sílabas gramaticales llega al endecasílabo por tres sinalefas, dos de las cuales ligan tres vocales.
Pero en los poemas en verso libre de este conjunto nos seduce igualmente la cadencia, la limpieza de los sonidos, la suavidad de sinalefas y enlaces. Y a poco que nos adentremos en la lectura sorprendemos versos, o pequeños grupos de versos isosilábicos, señaladamente endecasílabos propios, alejandrinos, eneasílabos, heptasílabos y pentasílabos, todos con su característica repartición de acentos, sabiamente cortados a tiempo por otros cuyo patrón es libre. Seguimos sintiendo el poema como libre, por tanto, ya que el contexto mayor nos obliga a dejar de sentir los elementos que determinan la regularidad de los isosilábicos, pero se potencia increíblemente la armonía, musicalidad y complejidad rítmica de los poemas.
Por otra parte, he oído ya con demasiada frecuencia que Fotógrafo en posguerra cierra la trilogía acerca de la guerra, que comenzó con Apuntes de Mambrú y cuyo segundo hito fue Soldado desconocido. La actual reunión de los tres libros en La guerra queda lejos, con el excelente prólogo de Roberto Manzano, lo confirma. Me pregunto, ¿es que estos tres libros tratan solo de la guerra?, ¿es que no va a escribir ya más el poeta acerca de este tema que le obsesiona? La respuesta a la segunda pregunta pertenece al futuro ; en cuanto a la primera, es absolutamente negativa: en los tres poemarios son recurrentes los temas eternos de la poesía: amor y desamor, muerte y vida, biografismo, la relación entre el yo y los otros ; el tiempo, tanto el cósmico como el biológico –infancia, adolescencia–; el arte, la literatura (fuerte presencia), pero también el cine, la canción popular, los cuentos infantiles, el anonimato y la trascendencia, y aquellos imposibles que guían la conducta humana. Para Harold Bloom, el elemento primordial de la poesía lamentablemente es la adivinación, o sea, la desesperación por tratar de presagiar los peligros para el ser, provenientes de la naturaleza, de los dioses, de los demás, o, en verdad, del ser mismo. Y es que la guerra resume todos estos peligros, como se demuestra desde la Ilíada hasta el cine bélico de nuestros días.
Adivinación, presagio; en el primer poema, que da título al libro Fotógrafo en posguerra, el hablante lírico afirma:
(...)
les adivino un porvenir desde mi cámara.
Dicen que un arpa sonará,
que algo va a renacer,
y nadie más perderá su barrio y su farol;
mas ahora posen para estas instantáneas que engordan el pasado.
(Todos los barrios tienen un Miguel de Nostradamus,
y es el pasado lo que profetizan).
(…)
Es la guerra, entonces, una isotopía fuerte en su poesía, signada no obstante, como he dicho, por la heterogeneidad. Por ejemplo, hay mutaciones inte-resantísimas en la figura del poeta, representadas en el libro por el hablante lírico y sus codialogantes. Es sabido que la lírica es el género que más propicia la identificación lectora del autor con el ente que habla en el poema, sintiéndose así la enunciación como un acto del habla que ocurre aquí y ahora. En el romanticismo y hasta el Modernismo la lírica permitía la correlación entre el sujeto lírico y la imagen auroral, era común la efusión sentimental y el poeta, al construir su imagen en los versos, quería solo ser un ser humano. En la vanguardia y en la posvanguardia esta imagen se construye sobrepasando los límites de los humano y no quiere ser reconocida más que como una voz; el protagonista de la enunciación es el lenguaje y el poeta no es más que su instrumento. En la poesía actual (¿pos-posmoderna?) el yo poético no posee una característica unitaria. Una de sus constantes es darle voz al otro. En un ensayo brillante, Nöel Castillo llamó a esta posición “fingimiento”(2). Yamil transita por una variedad de sujetos líricos que cumplen esta característica de enmascaramiento, en el poema anteriormente citado, por ejemplo, es ecléctico: por una parte, si creemos al título se trata de un fotógrafo de barrio, pero el hablante dice: yo, que nunca he existido (…) o: Aunque nunca he podido dejar en una efigie / mi cuerpo de humo, / mi corazón de humo,(…) ya que, el carácter mismo de la fotografía deja fuera, y muchas veces en el anonimato, a su autor. Este fotógrafo, con señas ora de mutilado, ora de adivino, de muerto, de profeta o de fantasma, va alternativamente de lo figurativo a lo abstracto, del que pregona para que se asomen, al que solo habla a través de las cartas escritas a muchachas que, al final, en un acto enfáticamente autorreflexivo, se convierten en los versos de este mismo poema que ellas leerán emocionadas en el futuro. En “Canción de amor a Blancanieves” es el espejo del cuento tradicional el que asume el rol de sujeto lírico: (…) vine a gritar tu belleza, / a comerme si puedo tu fruta envenenada, / y así al final de la leyenda serás feliz con otro (…). Citaré a continuación el cierre del poema, en el cual puede advertirse, además, la presencia de la métrica escondida en el verso libre de Yamil: la combinación métrica resulta sumamente armoniosa porque el alejandrino esta compuesto por dos hemistiquios heptasílabos, y porque este metro de siete sílabas demostró desde siempre su idoneidad para mezclarse con el endecasílabo, en series como la estancia y la silva, de rara afinidad con el verso libre.
(…)
Heptasílabo: y tu no sabrás nunca
Alejandrino: que cuando nadie crea en príncipes azules
Heptasílabo: quedará un solo espejo
Endecasílabo: donde siempre serás la más hermosa.
Heptasílabo: Yo, que no tengo rostro
Heptasílabo: y los pido prestados
Heptasílabo: para poder llorar.
Volviendo a la ficcionalización del yo poético, en “Madrigal del verdugo”, es este personaje aludido en el título el que habla, o es taquillero, proyeccionista, rotulista en “Crónica de cine”: (…) Me gustan las películas donde ganan los malos / porque nadie más malo que yo mismo. / Yo reparto boletos. Yo prendo el proyector. / Anuncio en cartelones las escenas del crimen o el rapto de la novia. (…), o en “Carta al loco del bario”, donde asume el rol de coprotagonista del loco. En “El soldadito de plomo” el hablante es el soldadito, que declama su poema en sonetos a la bailarina de papel. En todos estos casos es un personaje figurativo, se refiere al mundo exterior, es cosmológico. Pero no se elude el autobiografismo, ficticio o real, la nostalgia por la pérdida de la infancia, de los primeros sitios amados, las muertes familiares… puede citarse “En un rincón del barrio quedaron páginas de invierno”, o el titulado “Hoy, cuando acariciaba la cabeza del hijo del vecino”:
(…)
Tú –sin haber estado– te me fuiste.
Y cuando cruces el portón más triste,
un regaño será mi bienvenida.
Te voy a regañar porque tal vez
la verdadera muerte no es lo que está después
sino lo que está antes de la vida.
Hay poemas de amor y desamor como “Primer poema con Aurora”. En esta línea, pero además deliciosamente autorreflexivo es “Letanía menor para tu mano”, donde al final el sujeto lírico queda perdido en el mismo poema que él escribe. A veces el hablante renuncia a la figuratividad y se hace más abstracto, más general, encarnando al Hombre, con mayúscula; es el caso de “última crónica de cine: el gran dictador”, y, señaladamente, en “Manifiesto”, soneto endecasílabo que combina armoniosamente las variantes yámbicas y sáfica, además de ser ejemplo de los finales rotundos que son una de las más notables características de la poesía de este autor.
El poemario concluye con una de las tres piezas más famosas del libro (la tríada a la que aludo es “Fotógrafo en posguerra”, “Temba feroz” y “El flautista en la cruz”), este último, publicado primero en plaquette por Ediciones Vigía, fue el escogido acertadamente para el cierre. En cuanto a la posición del sujeto lírico, esta vez es, por sus atributos, Cristo, y el destinatario de su discurso es el Hombre, personaje figurativo uno y generalizante el otro, drama cosmológico y noológico a la vez porque alude al mundo interno y conceptual del ser humano. Constituye, asimismo, paradigma de deconstrucción de un metarrelato porque el sacrificio expiatorio de Jesús se deconstruye buscando nuevos sentidos. Consecuentemente el recurso estilístico de la ruptura de sistema es constante en sus versos:
(…)
tú eres capaz de amar y traicionar:
eres el único milagro.
(…)
durante veinte siglos has puesto precio a mis parábolas.
Dios hizo el mundo, y tú le has puesto precio,
(…)
Si no logramos tocarnos las entrañas uno al otro
será porque la vida
es una trampa donde tú naciste,
y no te puedo rescatar. (…)
Los ocho versos últimos de este extenso poema son una combinación de heptasílabos y pentasílabos, que terminan con un pareado perfecto de endecasílabos yámbicos, y forman un final rotundo y conclusivo:
Pero sigo gimiendo,
y no me escuchas;
pero sigo sangrando,
y no me escuchas;
pero sigo creyendo,
y no me escuchas.
Y al final no comprendes porque, HOMBRE
la vida era la única parábola.
Mambrú, en fin, se fue a la guerra, y allí comprendió que moriría sin hijo ni apellido, como aquel en cuyo osario solo figura una cifra: C-3 / F-9, y lo complaceremos, no diremos su nombre, esperaremos tercamente nosotros, los presuntos sobrevivientes, a que la flauta nos toque y nos volvamos música, símbolo ambivalente de alegría y tristeza, pero también de la leyenda y la serenidad, ese incierto porvenir que nos presagia el fotógrafo deseoso de retratarnos en esta, la posguerra.
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1-Tomás Navarro llama yámbico al endecasílabo de acento constituyente en sexta y distingue en él tres clases: el enfático, con acentos en primera, sexta y décima; el heroico, en segunda, sexta y décima; y el melódico, en tercera, sexta y décima. De todas formas, siempre el más perceptible recaerá en sexta y el obligatorio estará siempre en la sílaba décima, como es obvio.
2-Noel Castillo: “Fingimiento y fermosa cobertura: poesía siempre” en Umbral (1): 22-23; Villa Clara, 1999.
Tomado de Hacerse el cuerdo