24 de abril de 2009

Un poema de Jorge Luis Mederos

El INTRUSO


(a)

Existen días magníficos para que nos hagan una invitación a cierto pueblito de una provincia vecina donde se va a efectuar cierto evento literario. Esos días existen y uno coloca lo indispensable en una mochila y parte, casi deja olvidado un poema que escribía en el momento que llegó la invitación – un proyecto de poema magnífico, según la humilde opinión de uno –, pero finalmente no lo olvida y parte.

A veces sucede que allá las cosas no ocurren más o menos como uno las esperaba; suerte que una joven de pelo casi rubio irá por la habitación a visitarnos – ella también había leído a Henry Miller – y como no especifica la hora puede inferirse que llegará alrededor de las 9 p.m. Uno de ningún modo va a permitir que la ansiedad le haga presa, para salvarlo está el proyecto – en la opinión de uno, magnífico – de poema sin terminar; solo que apenas hay oportunidad para corregir un par de líneas cuando se escucha el susurro bienoliente de la muchacha que llega – la que ha leído a Henry Miller – y el poema – que vislumbra magnífico – ha de aguardar todavía un poco más.

Esos días existen.

Esas mujeres llegan.

Esos poemas a cada rato están por escribirse.

Lo muy difícil de aceptar es que uno regrese apenas una hora más tarde – otra vez las cosas no ocurrieron más o menos como se esperaba – y sobre la cama encuentre aquel poema, aquel proyecto de poema – en la humilde opinión de uno, magnífico – donde un intruso agregó diecinueve versos en tiempo récord, para terminarlo con toda limpieza. Impecable. Y mecanografiado.


(b)

para Ronald, que bien pudo haberlo escrito.

Nunca muerdas la mano de una mujer que ha rezado por ti.
Déjala irse, loca de sí misma.
como quien va al infierno o a Miami.
Pero no muerdas su mano.

Ella curó tus fiebres de hombre solo y cada noche lloraba,
Luego te dijo adiós como podía
y no sabes que fue con todo amor este pozuelo de hambre.

Tú mordiste su mano como Dios y ella crujía de miedo.
Por eso nunca maldigas la mujer, te pudrirías de odio,
tus miserias serán
como decir he vuelto de cien años y ningún hijo me espera.
Aunque estás ciego y solo y desdentado,
tú no maldecirás a una mujer que no encontró la paz
cuando tu corazón era un fermento loco de las iras.
Tantos perros aullaron en sus noches
que no supiste cuándo se marchó
ni en qué momento te negara tres veces
por el absurdo precio de vivir. Tú debes recordarla
cariñosa de Ogún, la buena hembra
que te puso a volar más de una noche:
es la moneda justa;
fuiste el gran perdedor y el gran culpable
por exigirle a un sueño que soñara,
por creerte feliz donde no hay sitio,
por estrellar un labio en la pared y un cabezazo en el cielo.

He aquí que se marcha
y el jodido que eres no comprende la mitad del dolor;
tu máscara es un puño, un estandarte anónimo en la sangre.
Pero muerde su mano y quién te salva.
Cómo endulzar las plantas del guerrero que danzó para ti,
dentro de ti; tal vez cuando ella,
en un lejano idioma, vio llegar el relámpago.

Déjala irse, loca de sí misma,
donde no quede piedra sobre piedra para contar la historia.
Seas el perdedor, no el desdichado que apostó a recordar,
Seas, el de la mansa medialuz,
ahora que otra mujer abre tu puerta y huele a todos los santos.

Ella no tuvo paz, la pobrecita. Todo en ella era irreal,
como esta espalda rota que hoy te deja, nuevamente sangrando,
con qué negra moneda en los bolsillos.

Y no puedes volver; tú solo escucha
el murmullo del tiempo contra el tiempo.
Esa mano que al fin no morderás era una huella en la niebla,
cierto pájaro azul. Nada importante.



13 de abril de 2009

Naufragio



Nosotros junto al mar.

El viento pasa
y enfurece a las olas,
y estrena rebeliones y hace danzar columpios
en tu cabello emancipado.

Nadie
más que nosotros junto al mar.

No vemos
nada que contamine al horizonte.
Sólo su línea inmensa nutriéndose de azules.

El viento. El mar. Nosotros.

Y el cuerpo de la arena convocándonos.

Una mano que roza las lindes de otra mano.
Una pupila hundiendo su tamaño en la otra,
y un arco disponiéndose
para el silbido con que anuncia el dardo.

La sed. La piel. Nosotros.

El mundo entero vuelto de espaldas a la orilla
y el agua encabritándose.

Y más allá de las miradas nuestras,
ni un deseo flotante ni un cabo donde asirse,
ni una mínima balsa que nos salve
de este naufragio próximo.

Hacia los márgenes del círculo

(Prólogo al libro Las grietas del sol, próximo a publicarse
bajo el sello de la Fundación Editotial El perro y la rana)

La luz. La oscuridad. El sol. La sombra… Y en el centro del círculo – donde asistimos a la perpetua lidia sostenida entre ambas entidades – el hombre y su dudosa pequeñez asiéndose al empeño insoslayable y caprichosamente humano de conquistar, no ya la preponderancia demoledora, sino apenas una mínima inclinación de la balanza favorable a las iluminaciones que precisa para su realización como individuo.

Negado a sucumbir, el hombre asómase a la esquivez de las palabras, contiende con su ríspida envoltura, sube hasta el verbo encabritado, se ordena domeñarlo y emerge de esas aguas turbulentas convertido en un incipiente componedor de versos. Y ya sabiéndose propietario, a fuerza de vívidos afanes y de un empecinamiento proverbial, del arma y la panoplia requeridas, el poeta – una tercera entidad zarandeada por los embates de la liza –, luego de ofrecerse a la interiorización de las penumbras que le impedían aproximarse hasta los límites barreados del redondel que habita, vislumbra los resquicios a través de los cuales habrá de encaminarse su existencia hacia los territorios de las irradiaciones perseguidas.

El poeta llámase Marco Gentile y, afortunadamente, hace alrededor de dos años abandonó los predios de la ineditez con una colección de cuentos breves publicada por esta misma editorial y merecedora de uno de los premios del Certamen Mayor de las Artes y las Letras 2006. El fruto de su tránsito en torno a los avatares que suelen acibarar la vuelta inevitable al polvo del cual nos levantamos; el corolario apuesto de la introspección de sus angustias, de su sometimiento y atinada conversión en material nutricio para el intento alado con que se obstina en convocarnos el poema, es este manojo apretadísimo de líneas que ahora se dispone a presentarse a la mirada del lector.

Heredero de una tradición cuya espiral se inicia en Venezuela con el neoclasicismo de Andrés Bello, roza la vibración romántica de Juan Antonio Pérez Bonalde y, estrenada la centuria de los ismos, asciende a la singularidad de Ramos Sucre y al indudable magisterio de Gerbasi para continuar fortificándose gracias al quehacer de ineludibles creadores afiliados al diapasón de la contemporaneidad, con Las grietas del sol Marco se arriesga a incorporar su voz a ese concierto polifónico que es hoy la poesía. Y lo hace, a mi juicio, en el momento justo: ya pertrechado con un arsenal considerable de vivencias.

Dispuesto de manera tal que su lectura nos permite acercarnos a cada una de las venticuatro campanadas que fragmentan al día, este cuaderno se fundamenta en los apuntes de un sujeto lírico atento a los matices, a las oscilaciones anímicas afines a ese consabido itinerario que conduce a los hombres y, consecuentemente, al fardo de aspiraciones que los nutre, desde el amanecer hacia su antípoda, desde el alumbramiento hacia la muerte. De ahí que su pórtico no pueda ser otro que una enumeración de referencias luminosas:

Luces repentinas agotadoras cargadas
lumbres viajando inalcanzables volátiles
destellos diamantinos desperdigados inaccesibles
rayos estremeciendo días impredecibles
fulgores desesperanzados depresivos incontables
(…………………..)
radiaciones rebeldes peligrosas insidiosas
centellas sorbiendo todo incontrolables
relámpagos descuartizando vapores potentes
chispas infernales quemando dolorosas

(06:AM)

Pero el poeta escribe consciente de que cualquier exceso es sospechoso y, por lo mismo, esa degradación un tanto dolorosa y contrastante que apreciamos en el fragmento anterior no es otra cosa que un anticipo de las piedras – entiéndase máscaras, oportunismos, decepciones, tozudas decadencias – que habrán de obstaculizar su paso y, paradójicamente, justificar su participación en ciertas lides. Quizás por ello en ocasiones su lenguaje se clarifica en extremo y, aproximándose al empeño de cuestionar probables vecindades, el verbo se nos entrega rememorando el golpe súbito de la flecha sobre el blanco escogido:

Hoy
muchos se enorgullecen de llevar una aureola
e imaginan un día en que la suya
sea la más brillante de todas

Surcan las calles exhibiéndola
Y aunque hieda
no pueden dejar de usarla

(05:PM)

La oportuna alternancia del verso libre y de las prosas poéticas y el premeditado acercamiento de las últimas a los terrenos de la narrativa, les confieren al libro la variedad suficiente para la sustracción de la monotonía formal o enunciativa. Su cierre, por supuesto, le exigía al autor otra enumeración caótica que, elaborada sobre la base de alusiones simbólicas a los laberintos de la sombra, fungiera como antítesis de las luminiscencias apuntadas al comienzo:

injusticias caliginosas subterráneas calamitosas
intrigas corruptas malagueñas incurables
derrotadas escarbando hediondos basureros
opacos embutidos quebrantados pordioseros
llorando sobre el cadáver de los sueños

(05:AM)

Si bien el recorrido a lo largo de Las grietas del sol en apariencias tiende a emponzoñarnos con el desagradable olor del pesimismo, para un ojo avisado, sin embargo, el saldo es positivo. Dada la circularidad o el carácter esferoidal que se consigue con la identificación horaria de los textos, el libro finaliza incitándonos a un regreso a sus orígenes, a una necesaria relectura, y para ese nuevo tránsito encaminado hacia la vulneración de los márgenes del círculo, el lector, como las aguas del río heraclitano, ya no ha de ser el mismo.