25 de noviembre de 2010

El rastro del General


Por Juan Manuel Parada


El General, después de girar la manzana del revólver, tiró del gatillo y cerró los ojos apuntándose a la sien. Al chasquido hueco y fallido le siguió la brisa caliente que bailaba en sus orejas. Sudaba la nariz del General, esa nariz aguileña que con tanto orgullo elevó en su época de gloria. Porque un General como él debió levantar la nariz, la barbilla y la pistola cuando enfrentó al enemigo. Se levantó a cerrar la ventana. Miró por encima de los arbustos que bordeaban la carretera y clavó la vista en el sembradío.

–Cabrón.

Dijo desganado cuando un caballo se detuvo en frente y el jinete lo miró por debajo del sombrero. Sabía el General de un solo hombre capaz de mirarlo así, un solo cabrón que no teme. Y lo mataría otra vez, y otra más y otra y otra, porque un cabrón es cabrón hasta después de morirse y se merece un balazo en el cielo de la boca.

Se zampó un trago de ron y volvió sobre la silla. Por un momento todo se le hizo ajeno, tanta medalla y diploma, tanta foto en la pared con ministros y mujeres. Y recordó el General sus largas guerras y hazañas. Imágenes aceitosas inflamándole el pecho. Como la vez que invitó a los treinta guerrilleros, dizque para negociar, dizque para la amnistía…y habiendo firmado el trato le dio una señal a la tropa para que los masacraran. Porque un ganador se inclina sobre la espalda de otros, pensaba entonces el General cuando lo condecoraban o le ascendían de rango, y ahí él, con sus bigotes espesos y esos lentes tan oscuros luciendo la charretera reluciente bajo el sol.

Entonces se arrellanó y evitó cerrar los ojos cuando recordó la frase de ese cabrón antes de que lo fusilaran. No porque temiera el General, sino más bien por el fastidio  de recrear la imagen de un rastro de sangre dibujándole los pasos, ese arroyo viscoso siguiéndole a toda hora. Y se le manchaba la hacienda de sangre por todas partes, y si algo odiaba el señor era el desastre y el caos.

Encendió una vela y apagó la lamparilla. Le gustaba acompañarse de las sombras. Era como si cada objeto cobrara vida debajo de su mano al ponerle fuego a la mecha. Esa sensación de poder, ese sentirse creador le reconfortaba un poco.

Cuando la fetidez le envolvió el rostro, retornó sobre el recuerdo. Entonces había atrapado a los nueve revoltosos que se resistían al orden, enemigos de la patria a quienes atrapó en la selva. Revive con nitidez cuando uno de ellos, el más joven, se cagó en los pantalones. ¡Culicagao pues, tirándosela de patriota! pensó con burla y le hizo arrodillarse. Se lamió el bigote negro y, mirándole por encima de los lentes, le pegó un tiro en la sien, porque el miedo le da asco, mucho más que cualquier cosa.

Mira las balas sobre el escritorio y se dice que ahora sí debería cargar el arma. No soporta la humedad en el culo y en las piernas, ni el olor a mierda apretándole la nariz y, aunque le hiere saberse así, indefenso, aminorado, le place que después de todo el destino está en sus dedos.

Vuelve a girar la manzana del revólver.

–Dispara cobarde.

Le dice levantándose del suelo con la cara partida a golpes, el morral terciado al hombro y los ojos dilatados.

El General se limpia el sudor encendiendo un cigarrillo.

Lo mira a través del humo y se guarda la pistola. Sabe que ya no puede humillarlo, que no le teme a la muerte. Ni los cadáveres abaleados, ni las torturas, ni él, le hacen sentir temor.

–Cabrón.

Masculla el General entre dientes y lo deja a sus espaldas. No le gustaría matar con sus manos a un cabrón que no le teme. Pero antes de salir escuchó la sentencia que lo persiguió por siempre, ésa, la de un rastro viscoso dibujándole los pasos, siguiéndole a todas partes, delatando su maldad. Luego, en el paredón improvisado para el fusilamiento, el tipo lo miró con un asco que le dio risas al General.

Ahora, con el pañal repleto de mierda y las piernas orinadas, se pegaría un balazo justo al lado de la oreja. Porque un General como él debía morir con honor.

Cuando la manzana dejó de girar y subía el arma hacia su cabeza con el dedo en el gatillo, una mujer lo detuvo, sin mucho afán, como acostumbrada a ese juego de la pistola sin balas. Y una vez más, en manos de la criada fiel, el anciano General se deja limpiar el culo y cambiar los pantalones, callado y sumiso, asqueado por la hediondez y por el rastro de mierda que va dejando a su paso.

23 de noviembre de 2010

Una posible historia familiar


Quizás alguna vez, precipitándote
como una gota audaz sobre mi asombro,
sobre las cicatrices que anuncian mi tamaño,
tú saltaste, mujer, desde la lluvia,
chorreantes las palabras, el corazón, los gestos,
para decir tu aroma,
tu inusitada esencia en mis oídos.

Y ante ti armonizaron su canto los delfines,
y el aire cadencioso se adelgazó en tu pelo,
y hubo un sitio en la casa que soñamos,
un lugar bendecido por minúsculos dioses,
para que tú bajaras, lentamente,
danzante y jubilosa,
de tu caja de música.

Es cierto que la mano tenaz de lo inasible,
como esa pobre reina empecinada
en derribar de un grito la luz de Blancanieves,
ha contratado arañas, cazadores, envidias;
es cierto que ha querido
tender, entre los duendes de tus ojos
y el ángel que te asume,
sus magros laberintos,
y que a veces Ariadna, por dejadez acaso,
no ha dispuesto del hilo necesario a Teseo.

Pero después de tanto silencio clamoroso,
después de tantas redes,
qué importa que la mano tenaz de lo inasible
nos haya humedecido de lágrimas los sueños,                                      
qué importa esa mordida con dientes de hojarasca
si más allá del llanto,
de la tristeza que hace crecer los alfileres,                                   
levántase la risa 
del hijo que juntara tu sangre con mi sangre,
y otra vez armonizan su canto los delfines,
y el aire cadencioso
se adelgaza en tu pelo,                                           
y hay un sitio en la casa que soñamos, 
un lugar bendecido por minúsculos dioses,
para que siempre bajes, lentamente,
danzante y jubilosa,
de tu caja de música.


2 de octubre de 2010

El príncipe de bruces

Sabiéndose a la sombra siniestra de su altura,
un príncipe, de bruces,
convalece
como una lluvia larga, sin consuelo.

La mano afirmativa,
el guante que no usa,
la pequeñez de su meñique acérrimo,
están clamando a gestos contra el aire
ministerial del pergamino
con que, supuestamente,
acabarían
como un cristal quebrado sus dolencias.

Si alguna vez subieron los heraldos
a la piel de su oído
para gritarle un reino;
si era grave,
quizás porque mentían,
la flagelada voz de las trompetas,
¿cómo aliviar, entonces,
la fobia de sus gérmenes,
el animal abrupto de su estómago?

Los súbditos más fieles al trono de su estirpe
han perforado la inocencia
y, altivo el ademán, él discrimina,
sabe
que ese color hambriento que asedia las estatuas,
los discursos,
no es aquel, memorable,
que de infante aprendiera en los sagrados
edictos del monarca.

Convaleciendo ahora de vida y no de muerte,
quien se juzgara un príncipe consume
su ración de pasajes melancólicos,
inventa otros enigmas para creer que existe
y, asediando las piernas de la desesperanza,
–deshecha, sin herrajes,
la armadura–
carga contra los buitres que le roen el alma,
feroz, desheredado.

24 de julio de 2010

El náufrago a su hijo


A Freddyarián,
mi único retoño,
ahora marinero en las aguas de la adolescencia.


El hijo está en la sombra que acumula luceros,
amor tuétano, lunas, claras oscuridades.

Miguel Hernández.
IEspantado de todo, me refugio
en ti
, porque no sabes todavía
que a veces lo que sueñas extravía
la brújula en la piel de un subterfugio.

No tornes la confianza en amuleto;
asómate a la duda: sé prudente.
Detrás de la virtud de lo aparente
disimula su trampa el obsoleto

salto hacia la penumbra. No descuides
ninguno de los pasos con que mides
la extensión caprichosa de la senda

socavada en sus márgenes. El pacto
siempre tendrá que ser con lo inexacto
para que nunca el cambio te sorprenda.

II

El justo no transige con la euforia
que sin trabajo ímprobo se aliña:
la diadema luciente que se ciña
será, después de todo, transitoria.

Sumarse a los capítulos de un drama
cuyo incierto final se desconoce,
no permite inferir que nos desbroce
la intrepidez el resto de la trama.

Aguza la visión. Como un reflejo
no deposita el alma en el espejo,
ante una inteligencia que repudia

la sordidez agazapada, vibro.
Descubre la verdad en cada libro
que te invoque a sus páginas. Estudia.

III

Cubrirse largamente con la capa
de morbidez implícita en el juego,
redunda en beneficio de quien luego
en su cálida urdimbre nos atrapa

demorando la fuga. En esa zona
donde la oscuridad nos desconcierta,
hasta el sueño más lúcido despierta
convertido en esbozo. La persona

que de su ambivalencia no se libre,
disminuye a murmullos el calibre
de la voz que tuviera. Yo desdigo

la sumisión al juego. Cuando eleves
tu edad a competir, quiero que lleves
el cerebro y el músculo contigo.

IV

Restar el cuerpo al cuerpo del trabajo
conspira contra el júbilo del hombre.
La honestidad perdura en cada nombre
si el ascenso se inicia desde abajo.

Existe, solapado, un precipicio
que, alerta la mirada, nos vigila
y, en lucha con los gérmenes que asila,
el triunfo sólo es dable al sacrificio

que uno debe asumir detrás de todo.
Libérate del ocio de tal modo
que no te sea esquiva la sustancia

protegida en el cáliz. Nunca muere
sin subir al asombro quien zahiere
sus brazos con la cruz de la constancia.

V

Desconfía del hombre que trasiega,
incapaz de luchar, con los principios,
y después, como auténticos, los ripios
que desdeña el orgullo nos entrega.

La tentación subyuga. Quien confunde
con ella la ebriedad que se persigue
su pretensión alada no consigue,
y en legamoso dédalo se hunde

mientras la luz aguarda. Si el almuerzo
nos convoca a la mesa, del esfuerzo
que se le aporte al ánimo proviene.

La meta es avanzar. ¿Qué caminante
podrá saber la cima deslumbrante
si al pie de la montaña se detiene?

VI

Vecinas de una luz que no comulga
jamás con las traiciones, el amigo
suele mostrar sus manos. Quien ombligo
de la hermandad se afirma y lo divulga

sin que las obras hablen, no distiende
la franqueza en la voz. Trueca tus ojos
en un tamiz atento a los abrojos
con que la fe del hombre se sorprende.

Si acaso alguna vez, harto de insidia,
el lodoso animal de la perfidia
derrama en tu inocencia su veneno,

aunque de furia el alma te oscurezcas,
la razón que acumules no la ofrezcas
a la venganza del dolor: sé bueno.

VII

El amor no es la dicha de brindarse
a un ensueño reciente. No es lo mismo
pasión que sentimiento: el mimetismo
a veces obnubila. Enamorarse

puede uno de múltiples mujeres,
porque dentro del hombre, agazapado,
respira el animal. ¿Quién no ha entregado
el pecho a los dolosos alfileres

con que punza el engaño? No confundas
el gozo con su antípoda. No hundas
tu voz en presumibles agonías.

Si, como el vino, la pasión se añeja
y convierte al amor en su pareja,
sólo entonces engendra melodías.

VIII

La única belleza perdurable
no es visible a los ojos: se le lleva
oculta en algún sitio. Quien eleva
el corazón al juicio memorable

de vislumbrar su encanto en el encanto
de una mujer que pasa, y la provoca
y escucha la aquiescencia de su boca,
escapa jubiloso del espanto

que hay en la soledad y permanece
con la belleza unido, y no envejece
porque con el amor llega la calma.

Cuando en tu asedio el ostracismo ruja
y en el pajar pretendas una aguja,
más que los ojos, utiliza el alma.

IX

Decidido a encontrar las olas buenas
atravieso los mares en tu busca.
Yo sé que aunque mi tránsito reduzca
el fardo ineluctable de las penas

que pondrán en tu espalda su consigna
de acercarte a la angustia, tu confianza
en dotar de equilibrio a la balanza
y emerger victorioso, será digna.

El sufrimiento, airado, nos subvierte
los deseos de hacer y se divierte
mientras a su maldad así le cuadre.

Ojalá que no invada tu estatura
y, enfrentado a su hambrienta dictadura,
dispongas de una lámpara en tu padre.

X

Hay golpes en la vida – cito el verso
con que Vallejo se asomó a la historia –
y perpetuar su impacto en tu memoria
supone la experiencia. El universo

siempre será una interrogante cuya
respuesta se nos veda; el optimismo,
una mano que lance hacia el abismo
la piedra que con límites arguya.

Yo quiero imaginarte caminando
hacia la luz escurridiza cuando,
con el coraje anclado en las pupilas

y con el brazo acérrimo, te avengas
a existir en la lucha que sostengas
con los potros de bárbaros atilas.



7 de julio de 2010

5 de junio de 2010

Propuesta para leer a una generación poética que ¿no lo es?

Por Ricardo Riverón Rojas

El amigo Virgilio López Lemus me hizo, hace poco, una pregunta que yo mismo me había hecho. No obstante me sorprendió, pues de manera inconsciente y ligera, siempre «escurrí el bulto» para no extraviarme en la maraña de coyunturas que implicaría enfrentar, con responsabilidad crítica, la interrogante. Acaso la pereza congelara mi disposición analítica; tal vez resultara demasiado engorroso derivar lo vivido (y sufrido al modo vallejiano) hacia un sistema de ideas que sustente, como mínimo, un grupo de hipótesis con puntos de vista inquietantes. La complejidad del asunto demandaría, más que un artículo o ensayo breve (es el caso), el estudio sistémico de una época y de diversas poéticas, ninguna de estas últimas en sintonía con las que en el mundo literario de entonces pasaron a configurar el estrecho canon. Tal vez por eso nunca me sentí especialmente tentado a reflexionar sobre los trasfondos que encierra el que, engañosamente, podría parecer simple cuestionamiento: «¿Por qué la mayoría de los poetas cubanos nacidos entre 1946 y 1959 no se reconocen integrados a una generación o promoción poética?»

Abocado nuevamente a la disección, me insto a romper aquella inercia e incursionar en el escurridizo intríngulis, aun con el susto de saberme más parte que juez, pero aspirando al máximo de rigor posible. A lo primero le sumo mi condición no académica, solo paliada por mis constantes observaciones del devenir literario cubano en las últimas décadas.

El contexto cultural que nos tocó enfrentar a los poetas cubanos de estas edades estuvo marcado por relaciones de poder (literario, político) de escasas perspectivas profesionales en lo tocante a la consolidación de una imagen generacional coherente. Durante todo el decenio de los setentas se mantuvieron vigentes, en su extensa y opaca plenitud, la mayoría de las pautas de interdicción que el Quinquenio Gris estableciera como poética exclusiva. Sobre el carácter reductor de aquella coyunda no quiero abundar mucho; pero apunto brevemente que la aún endeble plataforma promocional dejaba fuera de su ángulo de enfoque un considerable corpus textual, solo porque no encajaba en un molde que se ceñía de manera autoritaria, tanto con lo temático como con las cotas estilísticas, a una especie de subproducto de la antipoesía empecinado en ponderar hasta lo ramplón la sencillez enunciativa y los juegos de ingenio.

¿Cómo llegamos a eso? Una de las malformaciones culturales derivada de las equívocas tesis del I Congreso de Educación y Cultura, que sesionó en 1971, consistió en atornillar con fórmulas políticas la creación. Nuestra filiación a un bloque socialista de desgastado y dogmático rumiar ideológico en pos de legitimar el Realismo Socialista jugó su papel. Recordemos dos de aquellas fórmulas, y evitemos así perdernos en argumentaciones demasiado prolijas:

“En el campo de la lucha ideológica no caben los paliativos ni las medias tintas. La única alternativa son los deslindes claros, precisos y tajantes. Sólo nos es dable la coexistencia con la creación espiritual de los pueblos revolucionarios, con la cultura socialista, con las formas de expresión de la ideología marxista leninista”(1).

(…………..)

“La cultura, como la educación, no es ni puede ser apolítica ni imparcial, en tanto que es un fenómeno social e histórico condicionado por las necesidades de las clases sociales y sus luchas e intereses a lo largo de la historia. El apoliticismo no es más que un punto de vista vergonzante y reaccionario en la concepción y expresión culturales”(2).

Es cierto que estos gruesos brochazos de interdicción afectaron a todos los que entonces se expresaban, pero a los que debieron emerger como posible promoción de los años setenta, que traían interesantes propuestas enfiladas al lirismo, al paisajismo, a la vuelta a formas estróficas, a lo reflexivo, les dislocaron las posibles brújulas y quedaron a la deriva, incapaces de conducir a puerto legítimo y visible su discurso de grupo.

No logro, por mucho esfuerzo que despliegue, ceñir con aquellas camisas de fuerza a libros como Canto a la sabana, de Roberto Manzano (1949), Manera de estar solo, de Roberto Méndez (1958), Hacia la luz y hacia la vida, de Virgilio López Lemus (1946), Las puertas y los pasos, de Luis Lorente (1948), Aquí campeo a lo idílico, de Alex Pausides (1951), Sobre la tela del viento, de Renael González Batista (1944), Matar al último venado, de Osvaldo Sánchez (1955), El rojo y el oro sobre el pecho, de Luis Álvarez Álvarez (1950), Tergiversaciones, de Juan Nicolás Padrón (1950) o De pronto abril, de Soleida Ríos (1950).

La promoción que en los setentas contó con una imagen pública más definida fue la que en la década precedente emergiera, con notable vigor irreverente, desde las páginas de El Caimán Barbudo, y en alguna medida desde el premio David. Pudiera resultar ocioso, pero dejo constancia de que me refiero, sobre todo, a los agrupados en el que se conoció como «Segundo Caimán», no a los del «Primero», pues con la excepción de Raúl Rivero (1945) y Sigifredo Álvarez Conesa (1938-2001), la mayoría de aquella primera hornada «caimanera»: Luis Rogelio Nogueras (1945-1985), Víctor Casaus (1944), Guillermo Rodríguez Rivera (1943) y Félix Contreras (1939) solo volvieron a publicar después de 1976, fecha en que según Ambrosio Fornet, concluye el Quinquenio Gris(3). La antología Punto de partida(4), aunque limitadamente, había oficiado como carta de presentación del «Primer Caimán». No dispusieron de poco. La revista y el concurso contribuyeron medularmente a que se proyectaran con el drástico activismo que marcó el quehacer de ambos grupos. Por otra parte, la falta de dos herramientas como esas en manos de los que debieron sucederle, hizo posible que el «reinado coloquial» se prolongara, y también impidió que los «nuevos» que pudimos ser, consagráramos públicamente nuestras mejores propuestas(5). La única antología del período, Nuevos poetas 1974(6), preparada con pretensiones programáticas por Roberto Díaz Muñoz, dados su falta de representatividad real y falaz rasero estético que reducía la función poética a lo ideológico, no consiguió marcar, con rigor, el «punto de partida» imprescindible.

Mucho se ha debatido sobre lo que significó aquel Caimán, y tanto en las culpas como en los valores, se le atribuyen y se le restan logros y desafueros. La escisión en un primero y un segundo grupo resulta capital a la hora de asumir unas y otros. Si nos atenemos a lo que, como rumbo, proponían los del primer grupo en su manifiesto «Nos pronunciamos», podemos concluir que se le achacan culpas que no deben. Allí dejaban claro que:

“El amor, el conflicto del hombre con la muerte, son circunstancias que afectan a todos, como es íntimo, personal, el auténtico fervor revolucionario. (…) Rechazamos la mala poesía que trata de justificarse con denotaciones revolucionarias, repetidora de fórmulas pobres y gastadas: el poeta es un creador o no es nada”(7).

Hasta ahí muy bien todo. Pero como entre sus propósitos más expeditos estaba también irrigar a la poesía con el discurrir de lo popular, a tono con la atmósfera reinante en los primeros años de poder revolucionario, algunos de sus pronunciamientos les abrieron el camino, en lo operativo, a fórmulas estilísticas reductoras; y a la luz de una absurda explosión poético-democratizadora desatada tras el citado congreso, los administradores de los espacios de promoción lograron ponderar hiperbólicamente la accesibilidad de lo «naif», a la par que cerraban puertas a determinada tradición del «buen decir», tal vez la proveniente del neo-romanticismo, o de la cosmovisión poética gestada décadas atrás con la revista de Orígenes como vocero:

“Nos pronunciamos por la integración del habla cubana a la poesía. Consideramos que en los textos de nuestra música popular y folklórica hay posibilidades poéticas. Consideramos que toda palabra cabe en la poesía, sea carajo o corazón (…) Rechazamos la mala poesía que trata de ampararse en palabras «poéticas», que se impregna de una metafísica de segunda mano para situar al hombre fuera de sus circunstancias”(8).

Se caracterizó esta generación por ser bastante cerrada en sí misma: no le expedía boleto de entrada a casi nadie, ni siquiera tras ganar el Premio David. Por eso Lina de Feria (1945), Norberto Codina (1951), Luis Lorente, Minerva Salado (1944), Roberto Rodríguez Menéndez (1944) y Delfín Prats (1945), todos triunfadores en el supuestamente consagratorio certamen, se fueron quedando «fuera del potaje». El grupo del «Segundo Caimán» ejerció en la década objeto de análisis su mayor influencia, pero también se hicieron evidentes (hacia finales del período) los síntomas iniciales de su decadencia estética, unida a su desplazamiento del protagonismo público.

Sobre los poetas de El Caimán…, cuya primera horneada intervino de manera cuando menos inquietante en el establecimiento polémico de las esencias culturales de los años sesentas, se superpuso tiempo después, a golpes de oralidad y talento, la impetuosa oleada de los ochenta (sus antologías fueron Usted es la culpable y Retrato de grupo(9)), quedando la de los setenta como agujero negro de donde por momentos emergían, hacia uno u otro destino generacional, figuras solitarias que debían validarse acogiéndose a los presupuestos de las actuantes, o como «raros», sin compañeros de viaje ni conciencia grupal que los fusionara.

A la luz de un devenir peyorativo para toda poética que no se expresara con los códigos actuantes se cancelaron búsquedas y experimentaciones: al paisajismo se le denominó, con marcado énfasis burlón, tojosismo (10), y las incursiones estructuralistas de Francisco Garzón Céspedes (1947) recibieron dardos de todo tipo. La reivindicación de la décima, de escasísima presencia en la promoción anterior, también fue vista con ojeriza, de manera que Renael González Batista, Alberto Serret (1947-2000), Virgilio López Lemus, Rodolfo de la Fuente (1954), Waldo González López (1946), Luis Toledo Sande (1950) y Pedro Péglez (1945), entre otros, debieron mantenerse también, como los otros, ninguneados por el limbo mediático que se especializó, como acostumbra, en mirar en una sola dirección. Y algo similar sucedió con los que tempranamente asumieron la tradición del soneto, razón por la cual a poetas como Raúl Hernández Novás (1948-1993) y Emilio de Armas (1946) se les asoció más, en sus vínculos temáticos y estilísticos, con Orígenes que con sus compañeros de posible promoción: fueron «raros» dentro de los raros y, a mi entender, hoy deberíamos leerlos como precursores de las propuestas que luego consolidarían los creadores de los ochenta.

Precisamente, la promoción de los ochentas, aunque impugnadora, con una buena parte de estos poetas fue más generosa que la antecedente, pues aceptó en su seno —y los proclamó como parte de su tejido literario— a algunos. Tales son los casos, entre otros: de Delfín Prats, Alejandro Querejeta (1947), Alberto Serret, Chely Lima (1957), Víctor Rodríguez Núñez (1955), Alex Fleites (1954), Abel Germán Díaz Castro (1951), Ángel Escobar (1957-1997), Yoel Mesa Falcón (1945), Ramón Fernández Larrea (1958), León de la Hoz (1957), Aramís Quintero (1948), Efraín Rodríguez Santana (1953), Luis Lorente, Osvaldo Sánchez, Lucía Muñoz (1953) y Albis Torres (1945-2004), por citar solo ejemplos notables. Los últimos asientos expedidos por los representantes del coloquialismo a favor de quienes debieron conformar, en los setentas, una promoción, los habían obtenido: Félix Luis Viera (1945), Osvaldo Navarro (1946-2008), Nelson Herrera Isla (1947), Omar González (1950), Carlos Martí Brenes (1950), Reina María Rodríguez (1952) y Marilyn Bobes (1955). En el caso de estas dos últimas resulta curioso que fueran aceptadas y asumidas como «miembros plenos», tanto por el grupo dominante como por el emergente. Tal vez dos de sus libros respectivos La aguja en el pajar (1978) y Cuando una mujer no duerme (1981), se sitúen en una especie de interregno estilístico que hizo posible la inusual convivencia. De la misma forma otros dos creadores: Bladimir Zamora (1952) y Arturo Arango (1955), consiguieron integrar, trabajosamente, la nómina del «Segundo Caimán», más como críticos que como poeta y narrador.

Los setentas debieron ser los años de consagración pública de una promoción sin anatomía visible, pero faltaron vías para que el hecho se concretara. Además de una revista o un concurso, carecimos, creo, de un líder que capitaneara espacios y marcara hoja de ruta. Acaso una figura influyente de la promoción anterior, tras una ruptura materializada con portazo, hubiera podido encarnar al líder que nunca llegó. El ambiente político no estimulaba las rupturas sino las continuidades. Un dato importante a tener en cuenta es que una parte no despreciable de estos poetas sin promoción procedían de provincias o residían fuera de la capital, detalle que les restaba eficacia operativa. Hoy, ya bien adelantado el siglo XXI en el cierre de su primera década, la mayor parte de los que debieron integrar la promoción de los setentas son escritores con atendible bibliografía. No obstante, la falta de un discurso que en su momento los cohesionara, obliga a la crítica y la academia cubanas a leerlos al amparo de una fragmentación histórico-estética que dificulta notablemente su integración coherente en razonamientos socioculturales de rigor. Quedaron estos creadores, como sin época, como fuera de la lógica poética de la nación en su conjunto. Su discurrir por los espacios editoriales y de promoción ha debido concretarse en solitario, de donde pudieran derivarse algunas marcas permanentes en sus respectivas obras; digamos: la insistencia en códigos existenciales y de cuestionamiento ontológico, el esquinazo a los temas sociales en debate, la suntuosidad metafórica —en ocasiones, incluso, de arranque barroco— asumida como norma y el reciclaje no vergonzante de las formas estróficas acuñadas por la tradición.

En fin, que leer a esta generación que ¿no lo es? y traducir sus aportes y carencias al azaroso algoritmo de nuestro devenir cultural va constituyendo, cada día más, tarea multidisciplinaria de la Antropología, la Politología, y hasta de la Arqueología literarias. Ojalá aparezcan estudiosos que, algún día, reivindiquen con buenos análisis esa condición generacional.
Santa Clara, 29 de abril de 2010­­­­­­­­­­­­­­
NOTAS:________________________________________________

1-. Citado por: Revista Casa de las Américas. No. 65-66/ 1971. pp. 15-16.

2-. Ibídem.

3-. En sus respectivos ensayos «El Quinquenio Gris: revisitando el término» y «Con tantos palos que te dio la vida: poesía, censura y persistencia» publicados en La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión (Centro Teórico-Cultural Criterios, La Habana, 2008, p.p. 26-46 y 95-137) Ambrosio Fornet y Arturo Arango hacen precisiones interesantes sobre características del período en cuestión y, en el caso del segundo, sobre quiénes dirigieron el «Primero» y el «Segundo Caimán», pues aunque el primero contó con la dirección del escritor Jesús Díaz y el segundo con la de funcionarios, ambas etapas se caracterizaron por operar más con criterios políticos que estéticos.

4-. Punto de partida. Compilación de Germán Piniella y Raúl Rivero; Instituto del Libro, colección Pluma en Ristre, La Habana, 1970, 205 p.p.

5-. En la página 117 del volumen citado, Arturo Arango expresa, para referirse a las consecuencias del I Congreso de Educación y Cultura: «Los modos de pensamiento implantados (…) cayeron como manto pesado y oscuro sobre el quehacer literario y artístico, y de ello fuimos víctimas sobre todo quienes, por razones de edad, estábamos ingresando en el ámbito de la cultura».

6-. Nuevos poetas 1974. Compilación de Roberto Díaz, Editorial Arte y Literatura, colección Pluma en Ristre, La Habana, 1975, 147 p.p.

7-. «Nos pronunciamos», manifiesto poético de 1966. Citado por
www.lajiribilla.co.cu. No 18. Septiembre 2001.

8-.Ibídem.

9-. Usted es la culpable. Compilación de Víctor Rodríguez Núñez. Casa Editora Abril, La Habana, 1985, y Retrato de grupo. Compilación de Carlos Augusto Alfonso, Víctor Fowler Calzada, Emilio García Montiel y Antonio José Ponte, Editorial Letras Cubanas, colección Espiral, La Habana, 1989, 174 p.p.

10-. En buena medida discrepo de la manera en que Arturo Arango trata el uso de este término, pues lo presenta como una derivación de las líneas temáticas trazadas, tras el Congreso, a la creación poética, cuando según creo fue lo contrario, dada su separación de los temas de reafirmación política. Aunque Arango salva a poetas como Roberto Manzano y Alex Pausides, no debemos perder de vista que ellos debieron soportar los mismos desafueros que los «no paisajistas», y que Canto a la sabana (texto emblemático del mal llamado tojosismo) solo vio la luz a finales de los años 90’s.





22 de mayo de 2010

Ulises resurrecto

Es cierto: siempre afirmas callando lo que sientes;
no embridas la tristeza para esquivar su grito,
y al llanto que descubren tus lágrimas recientes
las alas que le brotan lo embriagan de infinito.

Se alargan como sierpes las sombras que censuras;
en cárceles de vida tus páginas se ahogan;
la soledad te acecha con trampas que apresuras
y, a punto de exiliarse, los sueños te interrogan.

Si, como Ulises, nadie serás mientras la noche
junto a tu piel desate las brumas de su coche,
¿qué buscas en las aguas que el cíclope maldijo?

Sobre la mar, infecta de Poseidones graves,
divísanse las velas henchidas de tus naves
y en Ítaca te aguardan Penélope y tu hijo.



15 de mayo de 2010

Elegía precoz a un padre vivo

Humanamente limpio,
descorriendo
la nube alucinante
que sin aviso previo derramara
sus cuentas de abalorios,
suele inclinarse leve,
como una sombra más,
hacia su nombre.

Ahora que se confiesa vulnerado,
que ya gastó su piel bajo el hechizo
de airosos ademanes,
ordenando sus sílabas inermes
concluye que las frías navajas del invierno
le humedecen los años,
la estatura.

Tocado arteramente
por ese olor a bruma que afirman los desastres,
yo regreso al origen de sus grietas,
a su memoria hecha de tímpano y sudores,
y hallo la casa triste,
sus ojeras,
el sitio
donde la mesa exhibe
la súbita orfandad de una vajilla.

Agua que apenas roza los límites, las voces
dictadas por un símbolo,
sólo anhela escanciar
toda la sed de su postura humana
sobre la lengua de los hartos;
sólo anhela decir: hay otra fuente
bajo el arroz que lloran los humildes;
sólo anhela saber, de alguna forma,
– hurtando el corazón
a tanta fe varada en los designios –
cuándo podrán leerse
las iluminaciones prometidas
en el silencio enorme que ilustran los diarios.



1 de mayo de 2010

Apuntes sobre un libro de Daniela Saidman


Como era de inferirse, una nueva hornada de poetas ha comenzado a dar noticias de su aparición en Venezuela. El compromiso de la mayor parte de sus miembros con el proceso de transformaciones que se ha venido gestando en el país no debe sorprendernos: aun cuando levante ronchas y escozores en la sospechosa delicadeza de algunos pabellones auriculares, es perfectamente lógico y manifiesto para quienes, ya libres de la obnubilación generada por siglos de inexcusable inopia y de no escasas manipulaciones, vuelven los ojos hacia la verdadera historia de nuestros pueblos. Se trata de un grupo empecinado en avanzar. Y en virtud de la apertura y de la amplificación editorial, sus obras invaden los anaqueles de numerosas librerías y la curiosidad y el interés de los lectores.

A este grupo pertenece Daniela Saidman (Ciudad Guayana, 1977), frecuente suscriptora de lúcidos comentarios y poetisa cuyo nombre suele circular con cierta regularidad por los laberintos del ciberespacio. Hasta el momento, ha compilado sus versos en dos libros. El segundo, América y otros cafés, vio la luz hace alrededor de un par de años y llegó recientemente a mis manos gracias a la existencia del azar.

La utilización inteligente y mesurada de las figuras literarias coadyuva, como todos sabemos, a establecer diferencias sustanciales entre la elocución poética y la prosa. Si aceptamos que las tendencias conversacionales, imbuidas por un notorio afán de comunicación con el universo de sus receptores, se aproximaron un tanto al prosaísmo y redujeron casi a la mínima expresión el uso de los giros metafóricos, no me parece demasiado riesgoso sugerir que, desde mi punto de vista, en estos poemas de Daniela subyace la intención de establecer un equilibrio, un puente, una velada reconciliación entre esas probables opciones creativas:

Siempre tan lejos y tan cerca
siempre dispuesta al roce y a la bala
siempre de cabellos y pañuelos blancos
siempre las entrañas bañadas de la sangre nunca vista
siempre con la muerte en los labios
y el después conmovido por todas las ausencias.

Adviértase cómo en el texto que acabamos de citar, precedido por una dedicatoria que contribuye a explicitar el objeto lírico –las madres de la Plaza de Mayo– el ornamento del lenguaje se apoya en la persistencia de la anáfora, en la reiteración intencionada de un adverbio hasta el penúltimo enunciado. Asimismo, la personificación sustentada por el alejandrino que finaliza el poema, pletórica de belleza y denotativa de vibraciones cadenciosas y estimables, de cierto modo tiende a contrastar con la sensación de permanencia indicada por los versos anteriores. Adviértanse también la antítesis inicial y las expresiones “cabellos blancos” y “sangre nunca vista”, referente a la ancianidad o a la condición de madres la primera, y la siguiente a las personas condenadas a desaparecer por los regímenes de turno entonces en aquellas latitudes. Más allá de todo ese andamiaje tropológico la idea, el fondo, el propósito enclaustrado en el poema consigue revelársenos con meridiana claridad.

Dicho de otra manera: si bien se nos torna ostensible la prevalencia en el cuaderno de locuciones rítmicas y elegantes y exornadas, ese predominio no redunda, sin embargo, en contra de la legibilidad e interpretación del pensamiento. Así, muchas de las botellas lanzadas al vaivén de las olas arriban exitosamente a los remansos de la orilla, y diríase que, favorecido por semejante itinerario, el mensaje que se nos quiere hacer llegar se apropia de la misma transparencia de las aguas sobre las cuales ha viajado:

Un jazz de Chet Baker
suena en esta portátil
que sabe de algunas asignaciones
de trámites y denuncias
notas de prensa
política regional
izquierdas y derechas
pero poco de tu nombre
de la consecuencia de desearte
en esta noche entrada en ausencias

Con la lectura de América y otros cafés asistimos a la concreción de un plectro que, a pesar de su elocuente brevedad, admite aproximaciones enjundiosas a contextos inherentes a las preocupaciones sociales, y exterioriza sobre todo múltiples variantes de la sentimentalidad amatoria, invicta o convocada por los vientos de la nostalgia y de las pérdidas. Su autora, sin desdeñar la toma de partido, se aparta muy atinadamente de apologías y estridencias, y nos permite asomarnos al disfrute de una poesía que, brotando con la naturalidad de un surtidor, logra convencernos por la multiplicidad de sus hallazgos y su palpable dosis de honradez.

En resumen, no creo distanciarme mucho de la verdad si asevero que este libro habrá de significar para Daniela una considerable y oportuna reducción de la distancia interpuesta entre las conquistas primigenias y el advenimiento de la madurez definitoria. De ahí que me apresure a celebrar su acertada publicación y a recomendarlo a quienes viven y avanzan convencidos de que la luz, en ocasiones, adquiere la costumbre de acomodarse junto a las páginas de un volumen de poemas, sólo para darse el gusto de sorprendernos cuando salta.

Yaritagua, 29/4/2010


9 de febrero de 2010

En la luz de tu boca el viejo amor

Muchacha, cuando te pones
a la distancia de un beso,
regocija el embeleso
la savia de sus botones.
Un manojo de canciones
por la sonrisa te asoma
y, repartiendo el aroma
que de tus labios arranca,
vas imitando la blanca
presencia de una paloma.

Sueñan tus brazos. Transita
sus candores ese intento
conciliador que en el viento
sus detalles precipita.
El silencio en ti medita
casi azul. Quiebra sonrojos
la tarde si acentos rojos
te nombran, iluminada
por esta lluvia soñada
que se escapa de mis ojos.

Vierto en la luz de tu boca
el viejo amor que padezco.
La ecuación donde anochezco
-simplificada- nos toca.
¿Con qué sabor me provoca
tu figura, si es un grito
descubriéndome infinito
para la imagen que ofrece
y, ya ennoblecida, crece
junto a la estela que habito?

Por eso, el canto que empieza
demorándose en tu cielo
sube, agitando el pañuelo
que deslumbra en tu cabeza.
Por ti, el aire despereza
la música en los jardines
donde humillados jazmines
van a dolerse. Y se inclinan
sumisos, cuando imaginan
tu desnudez, los delfines.

(de Las puertas de cristal)


4 de febrero de 2010

Regreso al sitio en que tan bien se está

Aunque el silencio avise que estás muerto,
que hay un farol sin luz en la Calzada,
que otra vez la tristeza iluminada
cantará con tu voz su desconcierto,

yo te imagino aún, por los extraños
pueblos que tu palabra concibiera,
nombrando la costumbre, tu manera
de anudar con metáforas los años.

Sé que has plantado en el dolor tu tienda
para escaparte así de una leyenda
que no admitió vejez ni contratiempo.

Y, apedreando al silencio casi triste,
regresas hoy al sitio que dijiste
legándonos el tiempo, todo el tiempo.


23 de enero de 2010

Premio para Pólvoras de Alerta

Recientemente, recibimos la grata noticia de que nuestro sitio fue galardonado con el premio Blog Z@rapico. Pólvoras de alerta y su autor, desde la patria pequeña de Bolívar, se felicitan por este reconocimiento que nos honra honrando la memoria del insoslayable Samuel Feijoó, y agradecen a Mariana Pérez y a su página por el riesgo que asumieron al proponernos y el compromiso al que nos han convocado.

Un abrazo a todos los buenos amigos que en Santa Clara continúan confiando en la vitalidad de la palabra escrita.


4 de enero de 2010

Una gota de realidad sobre la fantasía

No han sido pocos los escritores que, una vez consagrados, tendieron a excluir, íntegra o parcialmente, sus producciones primigenias de la suma de sus obras completas. Aunque no es de dudar que a cada uno de ellos les sobraran argumentos para justificar esa especie de filicidio, en mi opinión tal actitud se asemeja un tanto a la de los padres que, por una razón u otra, se desentienden de sus vástagos. Y comoquiera que nunca he considerado equitativo solidarizarme con quienes la propugnan –aun cuando en la susodicha relación sólo se incluyan, como es de suponer, literatos de altísima y bien cimentada reputación­–, celebro que siempre se les haya respetado a los lectores la inalienable oportunidad de disentir.

Diríase que Julio César Blanco Rossitto (Ciudad Bolívar, 1961) es uno de esos creadores meticulosos que no evidencian aptitudes para comulgar con probables arrepentimientos ulteriores. A pesar de tener publicados tres libros de poemas, ha esperado a que desaparezcan todas las humedades de la clepsidra para entregarnos su primera compilación de las narraciones que ha venido pergeñando –según confesara en una conversación reciente–, a lo largo de más de cuatro lustros de paciente orfebrería. En torno a ellas, y con el objetivo de contribuir a vulnerar ese silencio sospechoso que suele suceder a la publicación de muchos libros, trataré de configurar las impresiones que me ha sugerido su lectura.

Un ilustre argentino, asomándose con lúcida brevedad a las notables invenciones de Juan José Arreola, comentaba que aquel, desdeñando las circunstancias históricas, geográficas y políticas, demoraba sus ojos en el universo y en sus posibilidades fantásticas. Y algo bastante parecido podría suscribirse a propósito de este autor y de Una gota de sangre sobre las sábanas, cuidadosa edición alumbrada y puesta a circular hace unos días por Maltiempo Editores. Tanto es así, que de los catorce relatos que constituyen el corpus del cuaderno, apenas dos asumen el tratamiento de una inmediatez comprometida con situaciones más o menos verosímiles; los restantes, a mi modo de ver, son el resultado artístico de la imaginación del escritor que, como intentaremos demostrar más adelante, revela una de sus fuentes nutricias en la aproximación al magisterio y, consecuentemente, al influjo de nombres cuya ejecutoria los ha hecho merecedores de un sitial privilegiado dentro de la narrativa hispanoamericana.

Para ilustrar de alguna manera lo que digo, me permitiré compendiar en pocas líneas dos textos que, más allá de sus diferencias espacio-temporales, presentan indudables puntos de contacto con respecto a su hechura. El primero es el que presta su título a la colección: alguien asiste al nacimiento de un esbozo fálico en las intimidades de su región pubiana, y el engrosamiento y la posterior y extraordinaria elongación del mismo lo transforman en un ofidio de proporciones increíbles que, instigado por la voracidad de su apetito, concluye agrediendo al personaje que le sirve como sostén de su existencia. En el segundo, un empleado de oficinas vislumbra, desde una de las ventanas del sitio donde realiza sus labores, a un anciano cuyo desaliento lo induce a presumir que intentaría suicidarse; luego de agotar varias jornadas infructuosas tratando de acercársele con la intención de disuadirlo, este hombre –ya llegado a la edad del viejo que quiso arrebatarle a la muerte y víctima de la soledad y de las enfermedades– termina viéndose con el cañón de un revólver apoyado en las sienes y en disposición de apretar el disparador.

Contrariamente a lo que pudiera inferirse de lo antedicho, el desenlace presumible logra distanciarse de su aureola fatídica gracias a que, cercanos al final, el vuelco súbito de la voz hacia un entorno que ha permanecido al margen de ambas historias, nos convence de que sólo se nos han participado elucubraciones signadas por los sueños. Y de semejante recurrencia al universo onírico, de su recreación y de su alternancia con elementos exornados por visos de aparente credibilidad, no es difícil encontrar múltiples referentes literarios. Quizás Las ruinas circulares y La noche bocarriba pudieran señalarse como dos de las conquistas más connotadas en este ámbito, y parecería cuestionable sospechar que el escritor que nos ocupa no haya bebido en la ejemplaridad de tales surtidores.

En La muerte por todos los rincones, el más extenso de los relatos que conforman el libro y, a mi juicio, uno de sus logros fundamentales, se adivina la sombra tutelar de Rulfo sobre el protagonista que nos cuenta, desde la oscuridad del ataúd donde ha sido sepultado, la planificación de su deceso voluntario. Asimismo, Fabricante de sueños denota ciertos vínculos con Me alquilo para soñar, texto que García Márquez incorporó a Doce cuentos peregrinos e, incluso, ese “ojo inquisidor” y la acechanza impuesta a la abuelita que conocemos a través de Rojo de caperuza, evocan algunos pasajes de El corazón delator, probablemente una de las numerosas narraciones que continúan sustentando la celebridad de Poe.

Julio César Blanco Rossitto escribe consciente de que la singularidad, a estas alturas, no pasa de ser una utopía. Y sin menoscabar los aportes personales, creo que su mérito más notorio radica, sobre todo, en una respetable capacidad para nutrir la fantasía con ficciones preexistentes y ofrecernos después, valiéndose de un amplio abanico de recursos ya domesticados, una visión propia sobre temas que, aunque no sean vírgenes, toleran nuevos abordajes creativos si se les asume desde puntos de vista diferentes a los anteriores. Dada la multiplicidad de sujetos narrativos que coexisten a veces dentro de un mismo relato, no sería de extrañar que más de uno requiriera de un retorno a los orígenes para su exacta comprensión. Ello, sin embargo, no habrá de conspirar en contra de quienes se dispongan al disfrute del cuaderno. Escrito sin descuidar las nociones de tensión e intensidad que tanto interés le merecieran a Cortázar, pienso que Una gota de sangre sobre las sábanas, además de privilegiarse con la atención de sus futuros lectores, no le dará motivos a su autor para excluirlo del panorama definitivo de sus obras.

Yaritagua, 2/1/2010