2 de octubre de 2010

El príncipe de bruces

Sabiéndose a la sombra siniestra de su altura,
un príncipe, de bruces,
convalece
como una lluvia larga, sin consuelo.

La mano afirmativa,
el guante que no usa,
la pequeñez de su meñique acérrimo,
están clamando a gestos contra el aire
ministerial del pergamino
con que, supuestamente,
acabarían
como un cristal quebrado sus dolencias.

Si alguna vez subieron los heraldos
a la piel de su oído
para gritarle un reino;
si era grave,
quizás porque mentían,
la flagelada voz de las trompetas,
¿cómo aliviar, entonces,
la fobia de sus gérmenes,
el animal abrupto de su estómago?

Los súbditos más fieles al trono de su estirpe
han perforado la inocencia
y, altivo el ademán, él discrimina,
sabe
que ese color hambriento que asedia las estatuas,
los discursos,
no es aquel, memorable,
que de infante aprendiera en los sagrados
edictos del monarca.

Convaleciendo ahora de vida y no de muerte,
quien se juzgara un príncipe consume
su ración de pasajes melancólicos,
inventa otros enigmas para creer que existe
y, asediando las piernas de la desesperanza,
–deshecha, sin herrajes,
la armadura–
carga contra los buitres que le roen el alma,
feroz, desheredado.