15 de diciembre de 2009

Cría cuervos

Por Julio César Blanco Rossitto

A la memoria de Salvatore Rossitto


En principio no lo había visto. Me encontraba en un momento de honda contemplación interior: la sutileza de Pessoa, la furia de Ginsberg, la sórdida ambigüedad de Pound, se habían mezclado mediante un proceso tan inexplicable como azaroso, con los últimos acordes del Capricho Italiano, esa suerte de dislocación de sonidos y timbales que hacen de Tchaikovsky mi pasión de whiskys en las tardes. He dicho que en principio no lo vi; estaba caminando por las veredas del parque recordando a Margarita y sintiéndome un poco Charlot, pero Charlot en realidad, con su sombrero de hongo, su traje de pingüino y sus zapatos enormes proyectado hacia el final de la ¿Polaroid o de la Kodak? mientras el círculo de la imagen se cierra para dar sensación de soledad y distancia. Estar caminando por las veredas, repito, con los ojos vagos, undívagos (como decía Félix en el bachillerato, para imitar un caballero del Siglo de Oro español) no significaba que realmente estuviera en el parque, sino más bien me sentía en las oficinas tediosas de Pessoa o en los departamentos alocados de Allen Ginsberg. Fue una cuestión de suerte para Él que en ese instante mis ojos se perdieran en la maraña de los setos, posiblemente atraído por las abejas que zumbaban en el empalagoso atardecer elíptico de las flores.

Parece que no me ha visto. El frío revela su constancia y acicatea mis costados, ¿cómo será en los países invernales?, se me ocurre pensar en Bruselas, pero sin duda en algo me favorece estar en el trópico. Aún así, la lluvia de los últimos días de agosto ha derribado mi hogar dejándome indefenso. Pudiera pensarse que es culpa de mi madre, porque en nuestra especie, el padre es una casualidad, un accidente del azar y del espacio. He pensado en Bruselas y sus días grises de sol opaco, allí debe haber muchos cables de alumbrado meciéndose en el viento, arropados de plumajes tristes y picos silenciosos. Por el contrario, aquí el calor es casi eterno, un permanente hervidero deteniendo el viento. No estoy seguro si me ha visto, sus ojos parecen extraviados.

Cuando bajé los párpados noté el nido en medio del destrozo, el agua había azotado el entresijo de pajilla y algodón, echándolo al suelo. Todavía, ensimismado por los poemas de Pessoa, Pound, Ginsberg y aturdido por el canto, el jolgorio, los platillos y los timbales de Tchaikovsky mordiéndome los oídos, lo levanté del suelo y lo traje a la altura de mis ojos en un acto casi reflejo.

Me alza en vilo con toda la fuerza que tienen los de su especie, trato de acurrucarme y acentuar mi debilidad para inspirar compasión, las escasas plumillas que cubren mi cuerpo tiemblan por el frío; el pico se me deshace en el iris de sus ojos lastimosos, sus manos enormes, temerosas de causar algún daño, hurgan con cuidado entre la yesca del nido. Siento el calor de esas manos, el ruido remoto de la sangre enrojeciéndole la piel. Me levanta hasta sus ojos (nariz impertinente, cabello escaso, pómulos desleídos hacia las mejillas, comisura de los labios lastimosa, huellas de un descuidado acné de adolescencia).

Pudo haber sido mi estado de contemplación que amplificó su desmedro, lo tomé entre mis manos y con cuidado acaricié la pelusilla que cubría su cuerpo: ¡era una roncha ardiendo entre mis manos! En su piel relampagueaban aros tumefactos. Acaricié su cabeza de ojos y espanto, lo escondí en mi regazo bajo la camisa, creo que sintió miedo.

Me protege debajo de su camisa, me abrasa el calor de su cuerpo.

De camino a casa sentí leves caricias en mi dermis, un suave escozor recorrió las fibras de mi piel.

Comienzo a hurgar en su vientre, escucho del otro lado el flujo de la sangre abriéndose paso entre las infinitas ramificaciones de su sistema sanguíneo. Insisto. Lo más agradable es el calorcito que emana de su dermis; pienso que le gustan mis picoteos. Presumo que se debate en una sensación de dolor y placer. Decido acometer con más fuerza.

Comenzó a hurgar en mi vientre, en dirección a mi eje sagital (dorsoventral), comprometiendo mi epidermis en lo que tiene de tejido fibroso. Sin explicármelo, pensé en La Lección de Anatomía del Doctor Tulp, de Rembrandt, volvieron a pasar por mi mente los ojos estupefactos de los discípulos, las manos musicales (en actitud de director de orquesta) del Dr. Tulp, su mirada serena, engalanada por un sombrero de alas voladoras; recordé el cadáver lívido, la sombra de los discípulos bañando la cara tétrica, el brazo esquilmado, la postración de la muerte.

Parece no haber sentido nada. Una vez violentadas la dermis y epidermis, dirijo mi objetivo inmediato hacia el peritoneo. Esa noche lluviosa y fría, él quedó dormido con sus manos sobre el vientre haciéndome de regazo; fue así como llegue al peritoneo parietal, embriagado por el sabor mixto de la sangre dulce y la acidez áspera del tejido seroso. Insatisfecho, fui más adentro y abordé el peritoneo visceral. He penetrado la cavidad peritoneal no sin temor. Un concierto de palabras me ofrecen distintas opciones: mesenterio, mesocolon, repliegue peritoneal, duodeno hepático, epiplón gastrohepático y epiplón gastroesplénico.

Al levantarme percibí un olor agrio, como de sangre excretada por la carne de res que cuelga en los grandes refrigeradores de las carnicerías. Sentí un ligero ardor en el vientre, como aleteo de cigarrón. Al buscarlo sobre mi vientre, noté que Él no estaba, es decir, sí estaba, pero no afuera sino adentro. Levanté el pijama y observé un orificio violáceo y tumefacto, pequeñas burbujas de pus bordeaban la herida. Experimenté pánico e intenté hurgar con los dedos para extraerlo. Al tocarme, no pude resistir el dolor y perdí el conocimiento.

Este debe ser el duodeno. Dirijo mis picotazos en sentido ascendente hacia el píloro, observo la curvatura superior del estómago lindante con el bazo. Como un experto gourmet, disfruto el sabor que me deparan las cuatro capas del estómago. Me deleito con la túnica submucosa o celular, formada por fascúnculos conjuntivos. Rompo el estómago, me hundo en su vacío.

Luego del aturdimiento y el desmayo, abrí los ojos. Rápidamente decidí vestirme y buscar auxilio, pensé en Margarita. Al llegar a su apartamento me recibió amorosa, tomamos una copa y me hizo el amor. Al culminar su tercer orgasmo notó el orificio violáceo que substituía mi ombligo. Le expliqué lo ocurrido. Ella me recomendó tomar agua con limón, una cucharadita de azúcar y un tantito de bicarbonato, eso sí, tómatelo inmediatamente después de que haga efervescencia. Chao Margarita, te amo, nos vemos pronto.

En la oficina enseñé la herida a Crespo: A mí me ocurrió algo parecido, no hay que alarmarse, lávala con agua oxigenada y luego te aplicas rifocina. Para el malestar nada como el bicarbonato. A Josefina Ramírez: Eso no es nada para lo que yo tenía. ¿Conoces la hoja de ruda? Te aplicas una cataplasma en la zona, le enciendes una vela azul a Santa Sofía, rezas tres Padrenuestro y publicas un clasificado en la prensa agradeciendo el favor recibido. A Pedro García, Rosa Ruiz, Idelfonzo Samperio…

Me llamó la atención un órgano pulposo, marrón o morado muy oscuro. Esta víscera está cubierta con una capa fibrosa llamada Cápsula de Glisson, que le da consistencia. Acaricié la tersura de esa fibra, rica en vasos sanguíneos y capilares, al morderla me amargó un líquido bilioso. La emprendí entonces con la vesícula biliar, en busca de un órgano reticular llamado páncreas. Me detuve un instante y percibí que cada región recorrida en su interioridad, aumentaba mis fuerzas, me hacía poderoso. Decididamente enfilé hacia el páncreas.

El doctor me dice que tengo una deficiencia pancreática aguda, producto de una severa pancreatitis, lo cual hace que este órgano, amigo mío, no segregue insulina y usted debe saber que la insulina regula la concentración de azúcar en la sangre, sin lo cual el plasma es invadido por los llamados cuerpos cetónicos. Sí doctor, pero mire esta herida en mi ombligo. No se preocupe, haremos una cura y sanará. Por cierto, sus exámenes revelan insuficiencia biliar que dificulta la asimilación de grasas y una inflamación pilórica. Doctor, pero si le cuento que esto me ocurre desde que estando en el parque, caminando por sus veredas y recordando a Margarita…Le daré una referencia para el Dr. Ballesteros, es muy buen psiquiatra.

Por último pensé que mi objetivo era el corazón, órgano musculoso, hiperactivo, que se aloja en la parte superior izquierda de la caja torácica. Para lograr mis propósitos, tomé la ruta de la arteria mesentérica inferior que me condujo a la aorta y finalmente al corazón. El triunfo me vistió de frío.

Encontraron mi cuerpo seco como un cartón, presentaba una abertura longitudinal en el eje transversal y otra en el eje dorsoventral o sagital. Todos mis órganos exhibían signos de mutilación y desgarramiento por picotazos. El corazón estaba partido en dos y seccionadas las venas cava superior e inferior, la aorta y la arteria pulmonar. También se apreciaba una perforación que comprometía la válvula tricúspide en la aurícula derecha. Sin embargo, el informe médico fue muy escueto: Individuo caucásico, piel áspera, ojos inofensivos, muerte natural. El parte policial hacía referencia a la conservación de la naturaleza, de las especies ornitológicas en peligro de extinción y de varios pichones de un ave desconocida que habían sido encontrados junto al cadáver:
Las avecillas presentaban un lastimoso estado de debilidad por anorexia. El zoológico de la ciudad conservó un par de ellas y obsequió algunos ejemplares a varios ciudadanos que voluntariamente se ofrecieron a contribuir con la protección de la fauna.


29 de noviembre de 2009

Llamas de José Antonio Yepes Azparren

Más allá de su consumación física en la convocatoria de los cuerpos, el amor sólo asciende a los territorios de la eternidad a través de su permanencia en los entresijos de la palabra escrita. ¿Qué sabríamos hoy de Laura y de Beatriz, y de una buena porción de la existencia de sus febriles adoradores, si no hubiesen llegado hasta nosotros el Cancionero y La vida nueva? Gracias a la escritura le ha sido dable al hombre perpetuar, no únicamente las pasiones desatadas, sino también la transparencia de sus más remansados sentimientos.

Escribo esto a propósito de un acercamiento reciente a un nuevo título puesto a circular por la Fundación editorial el perro y la rana. Y digo que si se tiene en cuenta la venerable longevidad del tópico en las heredades de la poesía, con Tú mi río de llamas José Antonio Yepes Azparren (Barquisimeto, 1960) se dispuso bizarramente a desandar las sinuosidades de un camino donde la consecución de la originalidad se torna en un empeño harto embarazoso. Por lo mismo, y sólo para desvirtuar la extraordinaria solemnidad de semejante vocablo, no estaría de más que nos repitiéramos, con Borges, aquello de que cada lenguaje es una tradición y
cada palabra un símbolo compartido.

Propietario de un verbo que denota el tránsito consciente por las solicitudes del tamiz que absorbe deslices e impurezas, el autor evade con indudable acierto los valladares antes aludidos. Y el resultado es una loable suma de poemas donde la honestidad, por una parte, y la sapiencia para domeñar los ineludibles desbordamientos y las fintas de la lengua por la otra, se complementaron en aras de que el poeta nos hiciese llegar un testimonio lúcido de sus andanzas, ficticias o realmente vivenciadas, por los dédalos de Erato.

Muchas veces la poesía, para desgracia de quienes disfrutan de ella y a contrapelo propio, no pasa de ser un simple alarde de retoricismo. Ello sucede, sobre todo, cuando sus pretendidos hacedores son incapaces de acceder a las exigencias de la linfa necesitada por el verso y, en lugar del poema, se nos ofrece un bodrio quizás muy bien elaborado, pero ahíto de frialdades y de códigos inextricables, y ajeno a los requerimientos culturales ingénitos a la mayoría de los lectores. Estoy seguro de que Yepes Azparren no ignora el acecho de tales intersticios: la temperatura de sus textos y esa limpidez, tan sumamente difícil de adquirir, que admite la apropiación de los enunciados y el arribo a sus esencias sin que se nos impongan itinerarios laberínticos, nos muestran a un creador que se sabe dueño de su oficio y no vacila en someter a sus criaturas a los rigores del taller antes de permitirles la iniciación del vuelo.

En algún párrafo del Saludo escrito por Juan Liscano se nos señala que el poeta “logra mayor concreción de lenguaje en los poemas en prosa”. Desde mi punto de vista, sin embargo, esta afirmación es válida sólo al considerar que la mayor parte del cuaderno está conformada, precisamente, por poemas en prosa. Yepes Azparren, como él mismo ha confesado, escribe “con el oído vigilante”. Y esto es innegable; tanto, que un número importante de esas prosas poéticas -Vacío, por ejemplo-, dada la eficacia del ritmo y la sonoridad que logra endosarles el autor, no desdeñaría su ordenamiento tipográfico en versos. De haberse optado por esta otra posibilidad, “la concreción de lenguaje” a la que alude el maestro hubiera recaído, sin duda, sobre los textos afiliados entonces a la métrica.

Detengámonos ahora, antes de hacer ciertas apreciaciones, en el poema titulado Noche de mundo:


Ascendí hasta tu luz naciente
y hasta el amanecer he ardido
sobre tu rostro.

Oh fulgor respirado de tu aliento
en mi sed insaciable de tus labios.

Noche inagotable mientras tu hálito
y tu vida por entero aspiraba.

Sobre tu rostro
desvanecerme en llamas que tú has bebido.

Hundirme en tu viviente luz.

En tus secretos ojos.

En tu escuchada sangre.
Hasta ser sólo cenizas.

Astro mío rodado en la noche del mundo.


Aunque no es la intención de este comentario realizar un análisis más o menos exhaustivo de algunos textos en particular, me he permitido citar in extenso el anterior para puntualizar la utilización de uno de los recursos expresivos que, en mi opinión, conforman la columna vertebral de la poética de Yepes Azparren en el libro en cuestión. Y me refiero al uso de símbolos con acepciones opuestas y, más específicamente, a la aparición, en apariencias voluntaria, de términos alusivos a las claridades y a la sombra, con un notable predominio de los primeros. Nótese cómo en el poema citado es fácil corroborar lo que advertimos siguiendo, en orden descendente, la secuencia de sustantivos luz, amanecer, fulgor, noche, llamas, luz, cenizas, astro y noche. Y ese cúmulo de vocablos, de forma directa o por analogía, tiende a identificarse con las voces que hemos asumido como patrones, remitirnos a universos antagónicos y reaparecer en varios de los textos que se aglutinan en la colección.

Probablemente, la reiteración de tales figuras obedece a un propósito intencionado del autor y, hasta cierto punto, responde a las aguas encendidas de la metáfora que funge como título del poemario. Yepes Azparren sabe –y así nos lo recuerda con Tú mi río de llamas- que, aun sin soslayar la trascendencia del erotismo y de la probidad e, incluso, de sus visos platónicos, el amor es también esa unidad y lucha de contrarios, esa lidia perpetua, esa batalla ineluctable que suele convocarnos cada día, y a la que concurrimos iluminados por la esperanza de restarle un poco de fealdades y asperezas al ilustre animal que todavía continúa siendo el hombre.

Yaritagua, 20/11/2009


9 de noviembre de 2009

Caminante en intramuros


Penetro en ti, ciudad hecha
de ovaciones y estropicios,
y me asomo a los resquicios
de tu edad insatisfecha.

¿Quién te levanta?
¿Qué brecha
le abrirás a los que sudan
y, aún padeciendo, se escudan
en la fe?
¿Cómo es posible
que parezcas inasible
por muchos brazos que ayudan
a distanciar de tus ojos
la hojarasca?
¿Por qué brillan
unos pechos y se astillan
otros el alma?
¿Qué abrojos
lastiman los sueños rojos
de tus hijos?
¿Con qué parte
de sus lágrimas tocarte?

Ciudad infiel: amanece,
y hay rostros donde parece
que la luz no se comparte.



31 de octubre de 2009

12 de septiembre de 2009

Lamentos de Tersites junto al cuerpo de Ilión


Entre la luz mentida y el desvelo
vislumbro la embriaguez de mi osamenta,
sombra que desdibujo cenicienta
bajo la cima indocta de su anhelo.
Aquiles me seduce con un cielo
falaz eternizado en el escudo.
El Hades me circunda. Vibra el rudo
tambor de la contienda y sus desquites,
y en la dolida espalda de Tersites
bruñe la guerra su puñal desnudo.

Lubrica un dios con el Olimpo a cuestas
la sed de su aberrante maquinaria.
Vocifera el silencio y necesaria
se presume la noche sin respuestas.
Néstor dáse a callar. Lanzas enhiestas
disponen su ansiedad, su mordedura
sobre la piel de Ilión. Cabalgadura
reclama la violencia maldecida
por esta mano que levanta herida
un guerrero sin grebas ni armadura.

Detrás de las murallas hurga Helena
en su evasión fatídica. Deshecho,
bosqueja un sitio en el dolor el pecho
lanzado a la costumbre de la pena.
Humedecida por el llanto, llena
de alaridos y toses, nos convoca
la vejada ciudad. De roca en roca
regresa un grito flagelado al humo,
y en los ojos que a lágrimas abrumo
el color de la culpa se disloca.

¿Por qué, si soy humano, al sufrimiento
que trocado en imágenes lastima
mi brazo contribuye? Si aproxima
la bondad a mi rostro su instrumento,
¿cómo es posible que no pueda el viento
demorarla en los otros? Si serviles
no deben ser los hombres, ¿por qué a viles
criaturas descienden? ¿Qué balanza
precisa Héctor para hundir su lanza
en la soberbia demencial de Aquiles?

6 de agosto de 2009

Sobre la marginalidad y otros asuntos

El abandono progresivo del ámbito rural y el acelerado y aparentemente ineluctable hacinamiento del hombre en las ciudades, espacio mucho más propicio para la aparición y el incremento exorbitante de los vicios y las bajas pasiones, incidieron notablemente, a lo largo de la pasada centuria y durante el transcurso de la actual, en la creciente y rauda proliferación de la marginalidad y de los desafueros humanos inherentes a ella. Atribuible muchas veces a la imperfección de nuestras sociedades y otras a la morbosa vocación por el delito que suele convivir, en perfecta simbiosis, con determinados especímenes, esa lamentable forma de asirse a la existencia citadina también se ha convertido en una especie de surtidor, abundoso in extremis, hacia el que tienden a inclinarse algunos escritores acicateados por la intención de labrarle un sitio en el entramado de sus obras.

Aunque no me atrevo a asegurarlo, probablemente haya sido Guillermo Meneses el primer narrador que se arriesgó a incorporar el tema de marras a la cuentística venezolana. Aun cuando resulta innegable la trascendencia de la prosa regionalista o de la tierra, cuyo exponente más connotado, sin lugar a dudas, sería la célebre novela de Rómulo Gallegos publicada en 1929, ya en los cuentos del escritor caraqueño aparecidos en la década del treinta del pasado siglo es factible advertir indicios del traslado del escenario rural hacia el entorno suburbano. En semejante hábitat se mueven, verbigratia, las criaturas que apreciamos en La balandra Isabel llegó esta tarde, texto que vio la luz en 1934 y que, añadido a los restantes alumbrados más o menos por esa misma fecha, presupondría un intento de renovación literaria de irrefutable validez en estos lares.

El amplio abanico de sucesos que conforma Quemando a Venezuela y otros relatos no desdeña el acercamiento creativo a esa dolorosa realidad que, dada la ineficacia de los mecanismos diseñados para combatirla, tórnase más preocupante aún cuando el azar le usurpa el aire a quienes tratan de evadirla o ignorarla. En su libro iniciático, merecedor de un premio en el Certamen Mayor de las Artes y las Letras del 2006 y publicado ese mismo año por la Fundación editorial el perro y la rana, Juan Manuel Parada (Yaritagua, 1980) incursiona con viento favorable por este y otros derroteros.

Los entes marginales involucrados en una porción considerable del universo existencial que nos entrega el joven narrador yaritagüeño difieren, sin embargo, de las entelequias menesianas. En sus cuentos, si excluimos la aparición esporádica de la drogadicción, el tratamiento de la marginalidad se vincula, sobre todo y más atinadamente, con la recreación de la violencia cuyo clímax suele concretarse a través del zumbido de una bala o de un deceso inesperado. Si bien algunas veces esta constituye la columna vertebral del acontecimiento que se nos participa, también se nos ofrece incorporada sólo de manera tangencial a la trama en la que irrumpe de forma un tanto imprevisible, quizás para la consecución de un dramatismo afín a realidades a las que no siempre conseguimos sustraernos.

Siguiendo el orden cronológico del libro - y soslayando momentáneamente asuntos a los que me acercaré más adelante -, ya en el tercer relato de los quince que configuran el cuaderno, Juan Manuel se dispone al abordaje del contexto que ha venido ocupándonos. Un ladrón en emergencia sintetiza, mediante la alternancia de dos voces narrativas, el fatídico drama del cazador cazado. Así, al monólogo del gánster que, traicionado por uno de sus cómplices, finaliza herido mortalmente durante la realización de sus andanzas, se le intercalan fragmentos del discurso en segunda persona de alguien que lo juzga mientras el delincuente, abandonado sobre una camilla, aguarda por la asistencia imprescindible de un galeno. Aunque los planos temporales son diferentes, la convergencia espacial de ambos protagonistas torna verosímil el andamiaje del texto. Y el desenlace, doloroso por cuanto nos conduce a avecinarnos con las emanaciones de la muerte, implicita un acertado cuestionamiento a los deslices de la ética.

Albures y Nueva vida, dos de los relatos más extensos y, a mi juicio, los más consistentes de la recopilación, nos muestran a un creador con dotes para el ejercicio venturoso de la narrativa. En el primero de ellos, valiéndose de una meticulosa fragmentación de la urdimbre, nos presenta el autor a varios personajes cuya existencia conflictiva y la búsqueda de probables soluciones tienden a vincularlos en encuentros aparentemente fortuitos. En connivencia con el título, el final nos apabulla con el fallecimiento azaroso de un hombre ajeno a los desmanes de la marginalidad. El segundo nos asoma a un vasto fresco de los avatares gansteriles donde el protagonista, que finalmente intenta regenerarse, concluye - por una ironía macabra del artista o por antífrasis con el título - estrellándose contra el parachoques de un camión.

Como ya he dejado entrever más arriba, en Quemando a Venezuela… coexiste una notable gama de intereses temáticos. Y otro de los demonios que asedian a Juan Manuel es el relativo a las complejidades de la vida de un escritor. Una proporción importante de su libro se le confiere al tratamiento de estas preocupaciones. Y ello no debe sorprendernos, máxime si convenimos en que tradicional y desafortunadamente, casi nunca en estos países nuestros el ofrecimiento a las exigencias de la literatura se ha revelado como una profesión rentable. La consagración antes de la entrada en el sepulcro siempre me ha parecido un privilegio al que sólo acceden algunos pocos elegidos de los dioses. El compromiso con las letras presupone, para quien se decide a contraerlo, una usurpación tácita del tiempo que osan reclamarle los oficios con los cuales sí puede sustentarse, o una disminución de los minutos exigidos por el descanso corporal, o cierta dejadez en el aporte de afectos a las personas que lo aman.

A pesar de que en dos de sus relatos el narrador, quizás para no nadar solo en contra de tendencias aún sólidas, se aproxima a los cánones de la cuentística signada por elementos referentes a los cotos de la fantasía, en el cuaderno se evidencia el propósito de ambientar los textos en circunstancias incuestionablemente verosímiles. Por lo mismo, estos cuentos de Juan Manuel que, a decir verdad, en ocasiones dejan traslucir algunas deficiencias en el uso del lenguaje - la reiteración innecesaria de gerundios, por ejemplo - imputables, creo yo, a la prisa que nos impone la convocatoria de un concurso, se nutren de la experiencia física del autor y de la observación directa y de la sátira juiciosa a los baales de la cotidianidad. Intención esta que, francamente, no dudo en suscribir. Próximos a los cien años del estallido de las vanguardias, lejos de continuar vertiendo agua sobre un terreno ahíto de humedades, tal vez no resulte descabellada una ligera inclinación del astrolabio hacia lo todavía rescatable de las simientes originarias.

Yaritagua, 5/8/2009


4 de agosto de 2009

Nota sobre Garmendia y La tienda de muñecos

Debo a la gentileza de una amiga, recién iniciada en el estudio de las letras, mi encuentro con la obra narrativa de Julio Garmendia.

Nacido en una hacienda cercana a la ciudad de Barquisimeto, a la edad de diecisiete años el futuro narrador se traslada a la capital del país en compañía de su padre, e inmediatamente decide brindarse a la práctica del periodismo, no por necesidades pecuniarias ni por intereses políticos, sino por un simple compromiso de fidelidad con su incipiente vocación. Más tarde viaja a Europa y, hallándose en la patria de Víctor Hugo y de Maupassant y de Bretón, ve la luz en París, en 1927, la edición príncipe de La tienda de muñecos, encabezada por un prefacio debido a la autoría de Jesús Semprum.

Casi a los ventiocho años del deceso físico del autor, en enero de 2005 la prestigiosa Monte Ávila Editores Latinoamericana, en su ya imprescindible colección Biblioteca Básica de Autores Venezolanos, ha puesto a circular una nueva y bellísima edición del libro primigenio de Garmendia. Alrededor de medio centenar de cuartillas le parecieron suficientes a este meticuloso hacedor de fantasías para estructurar el cuerpo narrativo de su obra iniciática. Concluido el deleite al que nos conduce la lectura de sus ocho cuentos, no me parece descabellado imaginar que, aún cuando su aparición se produjo más allá de nuestras costas y varios años después de la concepción de la mayor parte de sus textos, La tienda… bien pudo significar algo así como un tajo imprevisto en las arterias de la ya prácticamente exangüe estética modernista o, en el mejor de los casos, una bofetada irreverente a la prosa que ubicaba sus esencias en ámbitos de un nativismo anquilosado.

Las breves narraciones de Julio Garmendia recuerdan miniaturas cinceladas por la consagración impertérrita de un orfebre, vinos que precisaron de algunos lustros de añejamiento para entregar toda su espléndida exquisitez al paladar que, transcurrido ese proceso, habría de catarlos. Hay artistas que se asoman al mundo privilegiados con la rarísima virtud de anticiparse a las circunstancias de su entorno, y una de esas venerables criaturas fue, sin lugar a dudas, el escritor que nos ocupa. Por ello no es de extrañar que Garmendia escribiera para lectores que, aún sin haber nacido, juzgarían equitativamente La tienda de muñecos, colocándola en el sitial señero que le corresponde considerando su defensa a ultranza de una manera fundacional de asumir el ejercicio escriturario entre nosotros.

El libro al que hacemos referencia se nos ofrece como un límpido manojo de fabulaciones donde se torna evidente un marcado predominio, sobre los contor­nos palpables de la realidad, de situaciones o acontecimientos signados por innumerables vestigios de inverosimilitud. Gracias a su lectura, además del argumento epónimo, - que nos propone cierto tipo de metaforización alusiva a la existencia social - nos informamos, entre otras cosas, acerca de la urbanidad de un pobre diablo que, despojado por el autor de toda su malevolencia satánica, se interesa en la adquisición del alma de un hombre que duda poseerla y dialoga con este permitiéndole realizar un viaje al mundo ultraterreno, y del vuelo fantástico de alguien que se agazapa en el vientre de una nube y, luego de su intrépida incursión, regresa exitosamente a la tierra metamorfoseado en un recién nacido.

En El cuento ficticio, texto que, además de ser considerado por ciertos estudiosos de su obra como una especie de velado manifiesto, aparentemente justifica con transparencia cenital la poética del escritor, Garmendia rompe lanzas a favor de un retorno necesario a “los Reinos y Reinados del país del Cuento Azul, clima feliz de lo irreal, benigna latitud de lo ilusorio”. Pero, más allá de semejante llamado a un regreso a los cotos de una de las tendencias en boga, basta una simple ojeada a este o a sus libros posteriores para convencerse de que el narrador barquisimetano trasciende con indudable amplitud los postulados de ese movimiento.

A mi modesto juicio, referencias temáticas de esta narrativa podrían encontrarse en otros aires. Así, por ejemplo, en El difunto yo, último de los cuentos de La tienda…, no es difícil vislumbrar pinceladas del Stevenson de El Dr. Jekill y Mr. Hyde. Incluso, en los avatares de ese personaje de Garmendia que debe lanzarse a recuperar a su alter ego, no es difícil advertir reminiscencias de aquel esperpento gogoliano que, luego de comprobar el abandono de su nariz y descubrirla, perfectamente vestida y con sombrero, recorriendo las calles y establecimientos del San Petersburgo de la primera mitad del siglo XIX, precisa empeñarse en su persecución para devolverla al rostro del cual se había separado.

Pero no me arriesgo a asegurar que sea el universo ideotemático inherente a su cuentística la única razón de la vigencia del escritor. Una y mil veces, nuestro idioma ha sido vapuleado por cientos de escribidores, sensibles a las piruetas de las modas o ajenos al oficio. Garmendia, indudablemente, se mantuvo alejado de tales posiciones. De hecho, quizás en el manejo de la lengua cervantina radica otro de los resortes importantes que condujeron al escritor a su aceptación actual: la ironía, el humor, la sobriedad en el uso de la adjetivación y la poda consciente de la hojarasca son rasgos que le confieren a su estilo una envidiable singularidad.

Escurriéndose de la ya estertorosa pedrería modernista y de los excesos del criollismo, el escritor ganó para La tienda de muñecos un decoroso sitio en la posteridad. A pesar de que no se afilió jamás a ninguna de las corrientes de la vanguardia, nadie osaría negarle a ese cuaderno germinal su condición renovadora. De ello dan fe, además de los elementos anteriormente apuntados, el antimimetismo, la fantasía y el distanciamiento de las realidades extraliterarias. Como ya he sugerido, Garmendia escribió para hacerse comprender por lectores venideros y es de inferir que lo logró: su influjo en las generaciones de literatos venezolanos que sucedieron a la publicación de sus cuentos, hoy se nos revela como una verdad a todas luces incuestionable.

Luego de su oportuno regreso del viejo continente a finales de 1939, el narrador, hospedado en un hotel caraqueño, continúa su vida de solitario empedernido. Pero en esa soledad - tal vez la soledad sonora que dijera Fray Luis - pergeñó los cuentos que configuraron su segundo libro. Este, publicado en 1952, además de quebrantar el prolongadísimo silencio del autor, fue el máximo responsable del inicio de su justa y merecida revalorización. De modo que con la concesión, en 1974, del Premio Nacional de Literatura a Julio Garmendia, se asistió en Venezuela a la consumación de un acto de justicia.

Yaritagua, 30/12/2005

23 de junio de 2009

Poemas de Gustavo Córdova

Con la poesía, con el intento de convertirnos en hacedores de versos más o menos afortunados, solemos avecinarnos ya durante la infancia o, a más tardar, en el transcurso de la adolescencia. La lectura de un libro sorprendente o el surgimiento de los primeros amores imposibles, constituyen estímulos que, de alguna manera, nos precipitan a la asunción del riesgo.

Al hombre, sin embargo, no siempre se le concede el privilegio de sumergirse sólo en las aguas que le resultan agradables. Así, a muchos adoradores de las letras la vida tiende a encaminarlos a través de senderos escasamente afines con esas inclinaciones primigenias. Pero los seres que comulgan desde pequeños con la literatura, aún cuando se especialicen en el desempeño de otras profesiones, casi nunca consiguen separarse definitivamente de sus pasiones iniciales. Y, escamoteándole horas al descanso, se dan a la inefable convocatoria de la palabra y escriben, tratando de labrarse un tono personal y de saberse realizados, en primer lugar, consigo mismos.

Gustavo Córdova (Maracay, 1959) es uno de los hombres que menciono. Ingeniero especializado en gerencia de proyectos, vive y sostiene a su familia con el ejercicio de su profesión. Pero, deslumbrado tempranamente ante la lectura de una de las obras capitales de Vicente Gerbasi, se aprestó a la celebración de sus eternas nupcias con el encantamiento de la poesía.

Y aquí están sus poemas. A pesar de que todavía no ha publicado ningún libro - seguramente por la falta de conexiones con esos laberintos, muchas veces inextricables, del mundo editorial -, en ellos puede evidenciarse la mesura de quien se sabe dueño de un cúmulo importante de recursos expresivos. Sus textos, no solamente por los vínculos temáticos, sino también formales, traslucen un enjundioso estudio del autor de Mi padre, el inmigrante. Pero, más allá de una adecuada tamización de otra poética, emerge la voz identitaria de Gustavo. Y eso, para mí, ya presupone la consecución de un estilo.



VISIÓN

Amanecida de pájaros,
descubierta de sábanas,
inclinada,
yo te sueño.
Tú, en cambio,
abrevias tu aparición
en un sorbo de luz
y te disipas.

Otras palabras habitaré después
- cuando amanezca -
y no tu nombre,
que es estremecimiento,
y humedad,
apagándose en mi boca.

Extiendo mi mano hacia la noche
y te ofrezco, ausente,
mi inútil almohada.



HAY OTRA VASTEDAD

Hay otra vastedad
detrás de nuestros párpados,
no sé si aún más fría
o dulce que la tierra.

Antiguos naufragios la circundan,
olvidadas expediciones de sueños,
desde cuyas velas, desgastándose al sol,
viejas palabras dicen adiós eternamente.

Hay otra vastedad
detrás de nuestros párpados.
Cruzan su espacio puentes interminables
colgando hacia la nada,
como miradas suspendidas que duermen
soñándose a sí mismas,
saliendo de otro rostro,
cayendo hacia otro abismo.

Hay otra vastedad
detrás de nuestros párpados.
De ignotas latitudes,
sin ángulos ni rostros.
A veces, tras los arcos de sus vetustas puertas,
tendemos nuestra piel al sol
para secar sus sueños de húmedas madrugadas.

Hay otra vastedad
detrás de nuestros párpados.
Y es siempre el hombre solo quien la habita.
Encendemos antorchas cada noche
y abrazamos en el sueño nuestra sombra.



SI AÚN VIENES

Si acaso están tus pasos
viniendo aún hacia mis días,
siembro de hojarascas amarillas cada tarde
con labios que los besen para apurar tu angustia.

Por si una noche entre tus senos sopla un ángel
su aliento sideral y te convence,
te sueño interminables tempestades
batiendo su furor sobre las puertas.
Relámpagos y signos que iluminen
ojos telúricos detrás de las ventanas.

Te pienso aguamaniles de esmeralda
en los pozos profundos de mi boca,
y una canción de sal, y sol, y olivos
con los que bautizar tu piel en cada pliegue.

Si acaso están tus pasos
viniendo aún hacia mis días,
búscame al pie de los dolientes pinos
que crecieron en los valles de la espera.

Recojo tus gotas en mi piel:
lejano llueve tu silencio
sobre mi piel de siglos.



A MI HIJO

Tú llegabas,
y había ciervos escondiendo en tus ojos
enigmas antiguos de la tierra.

Sí,
a pesar de ti y de mí,
a pesar de los dientes sin rostro
y de las saetas en la piel, tú llegabas.

Desde todas las ausencias,
desde todas las paredes y las puertas
de ciudades en cuyas casas el hombre,
solo,
se esconde con su hambre y sus sueños,
mientras afuera la noche
deja caer su aire espeso y húmedo
sobre los cuerpos de los abandonados.

Llegas
a las heridas de este mediodía,
a estos brazos ya marcados,
a estas rodillas sangrantes.

Al silencio
que cruza todas mis soledades,
donde sólo habita este latido,
escapando siempre hacia otras manos.



OTOÑO

Llueve aún
sobre mis ramas ya desnudas
en este otoño interminable que me diste.
Y yo sueño que son hojas los temblores
de las gotas suspendidas que me besan.

Cuando salga el sol
me secará los sueños,
y en el vetusto tronco un corazón,
de hundido puñal,
me contará la vida.



BITÁCORA

Cuánto pesan los pasos
con que nos vamos alejando
hacia la última verdad que nos habita.
Cuánto estas sombras diluyéndose,
arrastrando su adiós sobre las piedras.

Yo llevo calles, manos, besos
y antiguos dolores.
Y voy poblado por gritos y silencios
que fueron llenándome los años.

Y alguna sonrisa que dejé olvidada
me hizo dudar quizás alguna noche, pero aún
yo sigo huyendo hacia esa tarde
que levanta sobre cuerpos trashumantes
un vuelo interminable de aves migratorias.

20 de junio de 2009

Un ensayo de Martí

NUESTRA AMÉRICA

Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima, ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.

No hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse, como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos. Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las tempestades; ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.

A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpinteros, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre? ¿el que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata, maldiciendo del seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¡Estos delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el Washington que les hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir con los ingleses en los años en que los veía venir contra su tierra propia? ¡Estos “increíbles” del honor, que lo arrastran por el suelo extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa, danzando y relamiéndose, arrastraban las erres!


Ni ¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se han creado naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio que la tierra fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa, porque no le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso, guiando jacas de Persia y derramando champaña. La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.

Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras ésta no se vale de su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta conformidad con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al poder; y han caído en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas han purgado en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador.

En pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde los cultos no aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo, con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los que desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no ha de ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos. Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada de los libros, porque no se la administra en acuerdo con las necesidades patentes del país. Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.


Con los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo, vinimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una mujer alzan en México la república, en hombros de los indios. Un canónigo español, a la sombra de su capa, instruye en la libertad francesa a unos cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe de Centro América contra España al general de España. Con los hábitos monárquicos, y el Sol por pecho, se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos por el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que no fue el menos grande, volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es más escaso, porque es menos glorioso que el de la guerra; como al hombre le es más fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con los sentimientos exaltados y unánimes es más hacedero que dirigir, después de la pelea, los pensamientos diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos: como los poderes arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela felina de la especie y el peso de lo real, el edificio que había izado, en las comarcas burdas y singulares de nuestra América mestiza, en los pueblos de pierna desnuda y casaca de París, la bandera de los pueblos nutridos de savia gobernante en la práctica continua de la razón y de la libertad; como la constitución jerárquica de las colonias resistía la organización democrática de la República, o las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota de potro, o los redentores bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la tierra, desatada a la voz del salvador, con el alma de la tierra había de gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece, de la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico. El continente descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho del hombre al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por base la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria de unos sobre la razón campestre de otros. El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.

Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores. El tigre, espantado del fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echando llamas por los ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir, sino que viene con zarpas de terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre encima. La colonia continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus grandes yerros –de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen–, por la virtud superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina. Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.


Pero “estos países se salvarán”, como anunció Rivadavia el argentino, el que pecó de finura en tiempos crudos; al machete no le va vaina de seda, ni en el país que se ganó con lanzón se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja y se pone en la puerta del Congreso de Iturbide “a que le hagan emperador al rubio”. Estos países se salvarán porque, con el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.

Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado. La juventud angélica, como de los brazos de un pulpo, echaba al Cielo, para caer con gloria estéril, la cabeza, coronada de nubes. El pueblo natural, con el empuje del instinto, arrollaba, ciego del triunfo, los bastones de oro. Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio, y los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil, de la resistencia del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor. Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. “¿Cómo somos?” se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Dantzig. Las levitas son todavía de Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un país han de acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para no caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas relativas; que la libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena; que si la república no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república. El tigre de adentro se entra por la hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en la marcha la caballería al paso de los infantes. O si deja a la zaga a los infantes, le envuelve el enemigo la caballería. Estrategia es política. Los pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices y alzarlos en los brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar, bullendo y rebotando, por las venas, la sangre natural del país! En pie, con los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales del estudio directo de la Naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar. Los economistas estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios. Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las academias discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va cargada de idea. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden indio.


De todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar, a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una pompa de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico de la independencia amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. Y como los pueblos viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley, aman, y sólo aman, a los pueblos viriles; como la hora del desenfreno y la ambición, de que acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre, la América del Norte, o en que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición de conquista y el interés de un caudillo hábil, no está tan cercana aún a los ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez, continua y discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla; como su decoro de república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos del Universo, un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia ostentosa, o la discordia parricida de nuestra América, el deber urgente de nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de un pasado sofocante, manchada sólo con la sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no les dice a tiempo la verdad.

No hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y en color. Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras; ni tiene en mucho a los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún mal segura, a los que, con menos favor de la Historia, suben a tramos heroicos la vía de las repúblicas; ni se han de esconder los datos patentes del problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime; la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo del cóndor, regó el Gran Semí (1), por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva!

El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891.

_________NOTA
1. Semí: ídolo de origen taíno que representa –de acuerdo con una concepción animista– las fuerzas de la Naturaleza. El término aparece recogido por fray Ramón Pané. El Prof. José Juan Arrom al anotar el texto del fraile, aconseja se escriba Cemí. Martí, lo utiliza en sentido simbólico y pensando posiblemente en la figura mayor de la mitología taína, o sea en Yucahuguamá.


15 de junio de 2009

Un discurso de Martí

A más de 114años de la muerte de su autor, la vastísima obra escrita por José Martí continúa impresionándonos, no sólo por su clarividencia extraordinaria, sino también por esa envidiable capacidad suya de transformar en concreción artística, en joya literaria, cualquiera de sus innumerables inquietudes, independientemente de la forma escogida por el Maestro para acercarse a ellas. En la pieza oratoria que a continuación me permito transcribir - un homenaje lúcido a la patria pequeña del Libertador -, a pesar del vínculo indudable con el bregar martiano en aras de la independencia necesaria, la deidad de la Literatura emerge airosa de esa dificilísima fusión.



DISCURSO PRONUNCIADO EN LA VELADA DE LA SOCIEDAD LITERARIA HISPANOAMERICANA EN HONOR DE VENEZUELA, EN 1892


Señoras y señores:

No con la voz penosa de quien vive aún en la fatiga de los primeros días de América, puesto que sólo se han de contar en un pueblo los días que nacen de aquel en que se sacudió de la frente la corona extraña; no con la voz caída de quien, hasta por el cuerpo ruin, padece de envidia de aquellos cíclopes que escalaron el cielo y se trajeron de él la banda azul que abrió en dos, para siempre, el antiguo pabellón; no con la voz desmayada de la enfermedad tenaz, sino con acentos que fueran a la vez como fragor de rayo y como música de seda, quisiera yo sacar del relicario de mi pecho aquella tierna reliquia de la pasión que guardo en él para el pueblo que a la hora de la libertad puso en sus hombres la fuerza de los ríos con que echa atrás el mar, y el ímpetu y el fuego y el estrépito con que arrancaron de los senos de la tierra sus montañas; para el pueblo que pone en sus mujeres el alma nacarada y aromosa de su flor de café.

Porque yo no sé que haya derecho más grato que el de admirar como hijo al pueblo por donde América mostró al mundo cómo la libertad vence desnuda, sin más cureña que el lomo de caballo ni más rancho que recortes de cuero, al poder injusto que se socorre de las riquezas de la tiranía y del mismo ciego favor de la Naturaleza; de venerar como hijo a la tierra que nos ha dado en nuestro primer guerrero a nuestro primer político, y el más profundo de nuestros legisladores en el más terso y artístico de nuestros poetas; de amar como hijo a la república donde las almas, a modo de espada de fábrica finísima, son todas de acero, que pica frente a frente, para quien les pellizca la dignidad o les rebana la tierra del país, y para el que de afuera va a pedirles techo y pan son todas puño de oro.

Duermen tal vez otros pueblos, –que es cosa que no se ha de hacer, porque hay siempre pueblos que acechan y vigilan, –duermen otros pueblos tal vez, entretenidos en comadrear por las ventanas o en descascarar el maíz, sobre una gloria que sólo tiene derecho a recordar quien la cultiva y continúa; y suele uno que otro americano, –por el anhelo codicioso de las pompas y bienes del mundo, o por aturdimiento fácil ante las maravillas ajenas, acaso más viciadas que seguras, o por el horror natural de los trastornos y la sangre, o por impaciencia mal aconsejada de progresos superficiales e inmaduros, –proclamar más pesada de la cuenta, o abandonar a la lluvia y el polvo del camino, la patria que sus padres sublimes le confiaron, para obtenerle del Universo indiferente la paz del respeto, y librarla del desdén peligroso con que miran a las almas entecas los creadores y fuertes de este mundo; ¡pero a Venezuela, como a toda nuestra América, a nuestra América desinteresada, la hemos de querer y de admirar sin límites, porque la sangre que dio por conquistar la libertad ha continuado dándola por conservarla! ¡Proclamemos, contra lacayos y pedantes, la gloria de los que en la gran labor de América se van poniendo de quicio y abono para la paz libre y decorosa del continente y la felicidad e independencia de las generaciones futuras!

Fue un día en que de la tierra, como la Naturaleza de los llanos después de las lluvias, surgieron, a medio vestir, los héroes que descansaron de la cabalgata en el alumbramiento de Ayacucho; ¡y allí las margariteñas fueron de más valor que las perlas de la Margarita, que a cestos vaciaban, sin fatigárseles las manos, en el tesoro de la libertad, siempre mendiga en sus primeras horas; y allí, con sus manos blancas y afiladas, como la fragante reina de la noche de su jardín, a su hermano imberbe armaban caballero, de la caballería que no vuelve la espalda sino como en Las Queseras, aquellas magníficas barcelonesas, torres de alabastro; y con las valencianas de hospital y reserva, daban el frente a los demonios montados de Boves los espectros de lanza y cinturón que defendían a Valencia invencible; y “con los escarpines de raso” y el incendio de la patria asolada en las mejillas, salieron de sus flores y naranjos a la tiniebla de la emigración, como el jacinto teñido de sangre, las finas caraqueñas! ¡Y allí se abrazaban los hombres a la pólvora, y el sol ante su luz palidecía de celos; y volvió a ser que los hombres a pie firme anduviesen y triunfasen sobre las aguas de la mar y le cortaron a Ribas (1) la cabeza del gorro frigio y la mano inmortal con que señala su camino a América!

Luego fue el día –porque el drama de la sangre tiene siempre más de un acto– en que, con el calor de la libertad novel en las regiones apartadas de propósito por la malicia colonial, o enemistadas por los celos de predominio o las diferencias de cultura, las armas criadas en la pelea contra el opresor se emplearon en acomodar, con la prisa pródiga de la juventud, las entidades que la distancia y la emulación no han podido dividir tanto como las ha juntado al cabo el patriotismo. Y con los métodos violentos que eran de naturaleza en un país sanguíneo y brillante, venido al gobierno propio sin el conocimiento ni costumbre de las prácticas despaciosas y rutinarias de la libertad, precipitó Venezuela generosa, a saltos armados, la amalgama indispensable para la fundación de un pueblo, –por la ley de los árboles nuevos, que tienen el corazón muy cerca aún de la corteza, y no por la impotencia inherente que los débiles o los ignorantes creen reconocer en esto que no es más que el cumplimiento útil e inevitable de un simple trance histórico. ¡Héroes tuvo Venezuela, bellos como banderas desgarradas, y como el potro fiero de su escudo, y como el rayo primero del Sol, en la pelea sobrenatural de la Independencia!, ¡y héroes ha tenido, no menos útiles por ser menos gloriosos, en esta brega de amasar, con cadáveres, y con desterrados, y con presos, los cimientos firmes e inconmovibles de una verdadera república!

¡Y entonces fue la miríada de los méritos: de los llaneros que se amoldaban a la presidencia; de los maestros canosos que hacían del pecho trinchera del civismo; de los magistrados que volvían del sitial de la nación a la silla de la cátedra; de los coroneles a quienes no les salía el discurso a la multitud sino cuando estaban a caballo, con la lanza en su bota; de los patricios que, en el continuo choque de la mezcla urbana y postiza de la civilización de Roma y las de Francia y los Estados del Norte, con la civilización burda y real que caía de las regiones naturales del país, hallaron tiempo para exponer los cánones del mundo nuevo y de la literatura constante en aquella lengua que crece con los años, como el aroma del vino generoso; para cantar la Naturaleza y los afectos en una poesía que mantuvo siempre, –aun en la época en que el fuego patriótico parecía tener su forma propia en las importaciones románticas, aun en los días en que el afán de la emancipación definitiva llevaba a tomar los modelos franceses de sus mismos imitadores españoles–, aquel orden ameno y encendida moderación por donde en las letras de América tiene aire como de rosa entre flores la literatura venezolana. Entonces fue cuando, con los vaivenes de la fortuna en aquellos años de subir y de caer, se enseñó en sus quilates mayores el alma de la mujer de Venezuela, palma en el salón, y sol suave en la casa, y amiga en la adversidad; de aquella mujer que sabe unir, sin egoísmo ni rudeza, el albedrío al decoro, y en las quintas del valle hace olvidar, con su gracia elocuente e ingenua, los tornasoles y hermosuras que de todas partes reclaman los ojos en aquella soberbia naturaleza, y en los paseos de la plaza florida viene y va como la misma flor, con su elegancia y su finura, a quien el jardinero ha dado asueto para travesear por los jardines.

Y hoy es el día de la grandeza más difícil, en que los que reciben de sus padres, en el carácter ya hecho a la realidad y a la disciplina, el país más compacto y adulto, han de ordenar, como están ordenando, las fuerzas nacionales, descascaradas en la larga trilla, y han de evitar, como están evitando, la suerte que en el mundo que avanza ha de caber a los pueblos que no se deciden a avanzar con el mundo; hoy es el día de trabajar y de juntar, en que una juventud que pide al empleo directo y al estudio de los problemas propios la paz dichosa que jamás vendría de ideas de afuera ni de amistades artificiales, ni de la creencia impropia y enervante en la irremediable superioridad ajena, entiende acaso que entró ya la América en aquella hora de alma eficaz y común en que se cumplirá por fin el angustioso anhelo, el deseo profético y mortal, de aquel cuyo nombre no se ha de decir, porque con evocarlo sólo ya las almas se subliman y elevan; del que por las astas tomó a la Naturaleza, cuando la Naturaleza se le oponía, y la volcó en tierra; del que cuando pensó en “poner una piedra fundamental para la libertad” en América no la pidió para la libertad de Venezuela, sino para la libertad sudamericana; del que murió del afán devorador de alzar a tiempo, con un siglo de tiempo, las energías que al cabo de él habría de necesitar para su salvación, en la batalla esencial y evitable, el continente que se sacó de las entrañas.

Ni de soberbia, ni de ambición, ni de despecho murió el hombre increíble que acaso pecó por todas ellas; sino del desacuerdo entre su espíritu previsor, turbado por aquella misma viveza de la fuerza personal que lo movía a las maravillas, y la época de distancias enemigas y de civilizaciones hostiles, o incompletas y ajenas, o aborígenes y degradadas, que juntó él mismo a vivir; del desacuerdo murió entre su concepto impaciente y original de los métodos de creación de un país a ningún otro semejante, y los conceptos, más influyentes a veces que sinceros, de los que en la misma libertad prefieren el seguro de la canonjía a las emociones costosas y saludables de las labores de raíz; murió de la lucha, por entonces inútil, entre su idea continental con las ideas locales, y de la fatiga de conciencia de haber traído al mundo histórico una familia de pueblos que se le negaba a acumular, desde la cuna, las fuerzas unidas con que podía, un siglo más tarde, refrenar sin conflicto y contener para el bien del mundo las excrecencias del vigor foráneo, o las codicias que por artes brutales o sutiles pudiesen caer, arrollando o serpeando, sobre los pueblos de América, cuando levantasen por su riqueza un apetito mayor que el respeto que hubiera levantado por su odio y auxilio. ¡Y se cubrió el grande hombre el rostro, y murió frente al mar!

Me lleno de júbilo y de orgullo al ver cómo, en la casa de la nieve, hemos tallado el altar donde se comulga en la amistad discreta y entrañable de los pueblos de nuestro continente. Y al mirar al pie de esta bandera, más limpia de sangre inocente que ninguna otra de las grandes banderas del mundo, y más empapada de sangre gloriosa, los hijos agradecidos de nuestra familia de pueblos, que vienen a poner las almas, atónitas aún de admiración, ante la madre de nuestras repúblicas, siento que en las botas de pelear, que no se ha quitado todavía, se pone en pie el genio de América, y mira satisfecho, con el fuego vivífico de sus ojos, a los que, de buena voluntad para todos los pueblos buenos de la Tierra, cumplen, sin comprometerlo con coqueterías de salto atrás ni con deslumbramientos pueriles, su legado de juntar en un haz las hijas todas de nuestra alma de América.

___________________NOTAS
1- José Félix Ribas

3 de junio de 2009

Cavilaciones por el paria


A Xenia Zamara
que, cuidadosamente,
hace que suba la amistad a un podio.
Y a Péglez,
por supuesto.


Es la hora del recuento, y de la marcha unida,
y hemos de andar en cuadro apretado,
como la plata en las raíces de los Andes.

José Martí




I

No admitas que agonice la quimera.
Nutre tus esperanzas. La utopía
quizás proponga embellecerle al día
la noche insoslayable que lo espera.

Al navío estrellado en la escollera
lo hace flotar de nuevo su energía.
Extinto el presupuesto en la alcancía,
habrá que descubrir otra manera

de sufragar los gastos. Para el hombre
ya no alcanzan la gloria de su nombre,
ni las genuflexiones ni el arrobo.

Se acercan los crepúsculos. El llanto
sólo puede ofrecernos al espanto
del hambre detenida en cada lobo.


II

Las sirenas no existen. Odiseo
desconoce los mástiles. Unirnos
impedirá que pueda seducirnos
la insinuación falaz del corifeo.

Nos muestran un cadalso, pero el reo
se ha negado a las súplicas. Decirnos
que Polifemo anhela dividirnos
incrementa su cáustico deseo

de perpetuarnos débiles. No basta
con la bandera invicta, si en el asta
una mano se quiebra y sube rota

y nadie atiende a su dolor. ¿Valdría
regresar a Noé sin otra vía
para que siga el Arca su derrota?


III

Niégate a la collera. Si el gigante,
siervo de su avaricia, te reclama,
convierte la endeblez de cada rama
en un tizón hundido en su semblante.

El río siempre fluye hacia delante.
Sin una chispa intrépida, la llama
jamás exhibiría su oriflama
frente a la oscuridad itinerante.

La indiferencia duele y es preciso
desarbolar de su fachada el friso.
Condénate a vivir. No aceptes nunca

que un cíclope, a tu flámula reacio,
se apropie de tu nave y de tu espacio
sin que le dejes la mirada trunca.


IV

Ya tu casta esperó lo suficiente;
ya es hora de partir: no te detengas.
Detrás de cada grito que prevengas
fecundará sus páramos la gente

que aplauda tu osadía. Reverente
ha de ser la estación donde sostengas
la injuria cotidiana que devengas
para que, sublevándose, la ingente

saga de tu martirio sume adeptos
más allá de su sangre. Otros conceptos
inundarán el tiempo y la estocada

de quien censure ahora tu hombradía.
Triunfan, después del llanto, la alegría
y, después de la noche, la alborada.


V

Una voz te convoca. Se pretende
doblegar su magnánima elocuencia
vulnerando, con sórdida eficiencia,
el aire que sus prédicas enciende.

Tú eres el cazador. Si te sorprende
la bestia cuando salta, ¿qué dolencia
mitigará tu esfuerzo? La paciencia
no fue jamás un cirio pero entiende

que concluye agotándose. Precisa
tu aliento flagelado una camisa
que trueque los carámbanos en llama.

Bajo el cielo que habitas los rencores
el alma te obliteran: no demores
tu respuesta a la voz que por ti clama.


VI

Languidecen tus hijos poco a poco.
La patética historia del pesebre
no impide los temblores de la fiebre
ni alegra los estómagos tampoco.

Se embriagan de agonía. Con adultas
pociones de maldad, con improperios,
con chancros y fervor y ministerios
les mutilan sus ansias insepultas.

Rasga el vicio la blanda superficie
de su mirada ingenua. La molicie
planta frente a tus vástagos su tienda.

No abdiques de la brújula. Salvarlos
sólo podrá quien sepa iluminarlos
con la esperanza que su brazo encienda.


VII

Si tú, como Teseo, al laberinto
le descubres de pronto una salida,
restañarás, andando, la mordida,
con que te adormecieron el instinto.

Marchas con el dolor atado al cinto
delante de la espada. Su embestida,
su tétrico dictamen no invalida
el salmo que uno aguarda por distinto.

Importa desatarse del acecho,
proscribir la quietud, sacar del pecho
lo que al hombre le resta de centauro.

El llanto a sus caprichos nos amarra,
y es necesario hundir la cimitarra
sobre la sordidez del Minotauro.


VIII

Entre tú y lo que sueñas un abismo:
túrbida el agua y proceloso el cielo.
La utopía delante: aquí tu anhelo
de añadirle tu verbo a su mutismo.

¿Cómo impedir podrán el cataclismo
que te devuelva, grávido el desvelo,
al sitio que usurparon con su celo
quienes te hacen dudar? Si el paroxismo

de la consumación no se decide
y algo, desde la sombra, nos divide,
la inmensidad de tu dolor humano

tendrá que construir, fundida, un puente,
trasponer el abismo y, limpiamente,
acariciar el sueño con la mano.


IX

Vertida ya una lágrima postrera,
es el momento de fundir mitades
y atar a un solo cuerpo voluntades
para ponerle fin a tanta espera.

¿Con qué objetivo dividir la esfera
si, hartos de los versículos y el Hades,
se impone clausurar las oquedades
que han demorado en ti tanta ceguera?

No pases de la sed a la costumbre
sin que adviertas, armándote, la cumbre
que la frente de Sísifo interroga.

¿Quién osará ignorarte cuando avises
que te apresuras a tronchar los grises
tentáculos del pulpo que te ahoga?


X

Disponte a caminar. Cuando el armiño
sobre la oscuridad su asombro vierta,
vendrá el futuro a derribar la puerta
que ha distanciado al hombre del cariño.

Tú eres el ademán con que ahora ciño
el arma imprescindible. Si desierta
queda un día la mano, será cierta
la luz en la emoción de cada niño.

Haz que una edad sin lobos precipite
su esperada existencia, que al convite
asista el equilibrio que demandes.

Habrá un tiempo sin úlceras ni plomo
y hay que apurar su advenimiento como
la plata en las raíces de los Andes.





13 de mayo de 2009

Poemas de José Antonio Ramos Sucre

Injustamente preterida por sus contemporáneos, la obra de José Antonio Ramos Sucre (Cumaná,1890 - Ginebra, 1930) comenzó a ocupar el sitio que le correspondía sólo varios lustros después del suicidio del poeta. Hombre dotado de una vastísima cultura, políglota, indudable orfebre del lenguaje y creador de una poética sin parangón en Venezuela, publicó en vida tres libros: La torre de Timón (1925), y El Cielo de Esmalte y Las Formas del Fuego, ambos en 1929. A finales de los años cincuenta de la pasada centuria, época en que se inicia la revitalización de su legado, la poesía del sufrido vate cumanense, pletórica de exquisiteces y referencias culturales, gana rigurosos estudios y arduos defensores. Probablemente, los poemas en prosa y - a veces - los relatos poéticos de Ramos Sucre se incluyan, en estos momentos, entre los textos de mayor preponderancia internacional debidos a un creador venezolano. Próximo ya un nuevo aniversario del natalicio de esta insigne figura de las letras hispanoamericanas, quede la reproducción de los textos que siguen como un mínimo homenaje a la permanencia de su nombre y a la incuestionable vitalidad de su escritura.





LAS RUINAS

Sentía bajo mis pies la molicie del musgo de color de herrumbre, aficionado a la humedad. Proliferaba sobre el tejado y en la rotura de las paredes y de las ménsulas.

Sobre la maciza escalinata había corrido un tropel de caballos alados y de zueco de hierro, a la voz de un héroe imberbe, lisonjeado por la victoria. Hería con una maza ligera y usual como un cetro, de cabeza redonda y armada de puntas metálicas.

Yo visitaba, después de un decenio, el palacio de techo hundido. La lluvia, descolgada perpetuamente a raudales, había desnudado, de su delgado tapiz de tierra, la roca de granito situada a los pies y delante del edificio. Su acceso había llegado a ser una cuesta difícil.

Yo me incliné delante de la imagen de un santo, aposentada en su vetusta hornacina, orlada de parietarias, y bajé a perderme en una senda de robles. Desde sus ramas bajaban hasta el suelo de arena los sarmientos péndulos de una flora adventicia.

Yo seguí por ese camino, solo y sin deponer la espada, y vine a sentarme, ansioso de meditar y de leer, en un poyo de piedra, ceñido al pie de un árbol imprevisto.

Sus hojas amarillas y de un revés grisáceo vibraban al unísono del mar indolente y una de ellas, volando al azar, rozó mi cabeza y vino a llenar de fragancia las páginas de mi libro de Amadís.



EL RETÓRICO

Una lámpara de arcilla, usada por los romanos, perfila una figura de sombra en la pared. El discípulo de los alejandrinos combate la victoria del cristianismo, afeando la sandez y la ignorancia de sus fundadores y eclipsando la austeridad de los feligreses por medio de una sobriedad elegante y recatada. Escribe disertaciones para contrastar la fábula necia de los hijos del desierto con el mito juvenil de los helenos. Observa en torno de sí una humanidad inferior, empecinada en el seguimiento de una doctrina vasta y absurda y se da cuenta de haberse extinguido la clase privilegiada del senador y del oficiante. Mira en la conspiración universal, dirigida al exterminio del júbilo y a la ruina de la belleza, el retorno y el establecimiento definitivo de los antiguos fantasmas del caos y de la nada y se arroja en brazos de la desesperación. Acaba de saber el sacrificio de Hipatia en un desorden popular, animado contra la fama y la existencia de la mujer selecta por la envidia de unos monjes cerriles, y decide refugiarse y perecer de hambre en el santuario de las Musas.



EL NÓMADE

Yo pertenecía a una casta de hombres impíos. La yerba de nuestros caballos vegetaba en el sitio de extintas aldeas, igualadas con el suelo. Habíamos esterilizado un territorio fluvial y gozábamos llevando el terror al palacio de los reyes vestidos de faldas, entretenidos en juegos sedentarios de previsión y de cálculo.

Yo me había apartado a descansar, lejos de los míos, en el escombro de una vivienda de recreo, disimulada en un vergel.

Un aldeano me trajo pérfidamente el vino más espirituoso, originado de una palma.

Sentí una embriaguez hilarante y ejecuté, riendo y vociferando, los actos más audaces del funámbulo.

Un peregrino, de rostro consumido, acertó a pasar delante de mí. Dijo su nombre entre balbuceos de miedo. Significaba Ornamento de Doctrina en su idioma litúrgico.

La poquedad del anciano acabó de sacarme de mí mismo. Lo tomé en brazos y lo sumergí repetidas veces en un río cubierto de limo. La sucedumbre se colgaba a los sencillos lienzos de su veste. Lo traté de ese modo hasta su último aliento.

Devolvía por la boca una corriente de lodo.

Recuperé el discernimiento al escuchar su amenaza proferida en el extremo de la agonía.

Me anunciaba, para muy temprano, la venganza de su ídolo de bronce.



FRAGMENTO APÓCRIFO DE PAUSANIAS

Teseo persiguió el ejército de las amazonas, cautivó su reina y la sedujo. La tropa de las mujeres huyó sobre el Bósforo congelado, montada en caballos de alzada soberbia. Una de ellas murió en el sitio de su nombre, donde los atenienses la recuerdan y la honran. Las fugitivas volvieron a perderse en la estepa de su nacimiento, socorridas dela brumazón.

Un autor anónimo refiere las valentías del hijo de Teseo y de la amazona cautiva. Se atrevió a solicitar el amor de la sacerdotisa de un culto severo, dedicado a una divinidad telúrica, reverenciada y temida por los esclavos asiáticos.

El joven licencioso contrajo una rara enfermedad de la mente y vagaba delirando por la ciudad y su campiña, amenazando con volverse lobo.

Teseo escuche el parecer de viajeros memoriosos, habituados a la nave y a la caravana, y manda por un médico hasta el valle del Nilo.

El sabio se presentó al cabo de un mes y consiguió sanar al mozo delirante por medio de la palabra y envolviéndolo en el humo de una resina balsámica.

Teseo fiaba en la medicina de los egipcios y lo tenía por el pueblo más sano y longevo de la tierra.

El médico dejó, en memoria de su paso, una efigie de su persona. Yo la he visto entre los simulacros y ensayos de un arte rudimentario.

La figura del egipcio, de cráneo desnudo, mostraba la actitud paciente y ensimismada de un escriba de su nación.



ANCESTRAL

El sol, después de mediar su viaje, introduce por la vidriera un rayo oblicuo. No se da otra señal del curso del día.

La vidriera espesa y triple defiende del ruido exterior de la sala de los caballeros. Los postigos permanecen cuidadosamente cerrados y uno solo de ellos permite la infiltración del rayo oblicuo del sol. Los muebles arrimados a la pared, asoman entre la penumbra. Intentan acaso arrojar de sí mismos el velo de polvo de los siglos.

La araña de los cuentos, sensible al ritmo de la flauta de un prisionero, se arroja gasta el suelo, fiada en sus hilos y segura del equilibrio. La araña ha contribuido su tela para los guantes de las personas reales y ha urdido el velo de la Virgen en la siesta del verano.

Huecos y hornacinas interrumpen a cada paso el muro. Allí se esconde, tal vez, algún guerrero pérfido y desmandado.

Uno de mis abuelos usaba un yelmo de airón de llamas. Lo había recibido de un mago, según declaró en el delirio de una pasión infernal. Ese yelmo imperecedero quedó sobre la tierra al ser raptada Proserpina.

Ese mismo abuelo ocupa mi pensamiento. Preside con gesto impío una tragedia memorable y la impulsa a su desenlace.

Cerca de la mesa de nogal subsiste el sillón de Córdoba acostumbrado por su consorte. La forzó a tomar un tósigo.

El portero de esta mansión dejó entrar una vez, a esta misma hora de quietud y bochorno, una mujer de ánimo resuelto. Vestía un traje de moda histórica y su faz, de belleza ilustre, descubría las señales del llanto y de la cólera. Ocupó el sillón de Córdoba y se desvaneció en el aire sin dejar memoria de su visita.

Había penetrado sin esperar mi licencia. Es inútil oponerle cerrojos y trabas.

He dejado la sala de los caballeros en el mismo orden de aquel momento.

Nadie puede entrar allí antes de su vuelta.



LA HEROÍNA

El cazador ha conseguido hurtarse a la suspicacia de los combatientes.

Sale de una ciudad asentada en la llanura, sobre las dos márgenes opulentas de un mismo río, fiada en sus torres y en las ventajas de su comercio de joyas y tapices. Las mujeres lucen estofas versicolores y ostentan la imagen del arco de la luna en sus tiaras cilíndricas.

El cazador solicita, para su amada, las noticias del curso de la guerra. Electra ha visto al más generoso entre los adalides troyanos. Héctor viajaba en compañía de su esposa y seguía asiduamente su litera, impuesta sobre los hombros de contentos palanquines. El héroe montaba un caballo negro, de la casta de los infernales, presente de un numen pálido, opresor de las sombras nostálgicas.

El cazador trajo una vez el informe del asalto de la ciudad y refirió la matanza de sus jóvenes, cuando yacían inermes en el abandono del sueño.

El incendio suelta, semanas enteras y a larga distancia, sus pavesas tiznosas.

Electra no se consoló jamás de la caída de Troya.



LA VERDAD

La golondrina conoce el calendario, divide el año por el consejo de una sabiduría innata. Puede prescindir del aviso de la luna variable.

Según la ciencia natural, la belleza de la golondrina es el ordenamiento del organismo para el vuelo, una proporción entre el medio y el fin, entre el método y el resultado, una idea socrática.

La golondrina salva continentes en un día de viaje y ha conocido desde antaño la medida del orbe terrestre, anticipándose a los dragones infalibles del mito.

Un astrónomo desvariado cavilaba en su isla de pinos y roquedos, presente de un rey, sobre los anillos de Saturno y otras maravillas del espacio y sobre el espíritu elemental del fuego, el fósforo inquieto. Un prejuicio teológico le había inspirado el pensamiento de situar en el ruedo del sol el destierro de las almas condenadas.

Recuperó el sentimiento humano de la realidad en medio de una primavera tibia. Las golondrinas habituadas a rodear los monumentos de un reino difunto, erigidos conforme a una aritmética primordial, subieron hasta el clima riguroso y dijeron al oído del sabio la solución del enigma del universo, el secreto de la esfinge impúdica.



EL SACRIFICADOR

La mañana alumbra la ruina de las naves.

Los caudillos permanecieron vigilantes a través de la noche, sobre un mirador del litoral, abismados en el pensamiento de la derrota.

Las víctimas de la última porfía muestran, sobre el regazo de la tierra, el visaje paralizado y el abandono y lasitud de la muerte.

Una muchedumbre se junta a gemir en torno de su jefe. Censura el malcaso de la suerte y reverencia la dignidad del héroe y su faz de dios imberbe. El rostro de los dolientes se anega en la luz de una hoguera eclipsada por el día. La voz del mar secunda la escena del llanto, observando un compás ritual.

Los caudillos se despiden adelantándose al discurso fatuo de más provecto y se dirigen, sin concierto previo, a demandar el socorro de Aquiles. Los suplicantes alivian la ira ponzoñosa del joven y lo persuaden a la aceptación del deber.

El reconciliado se propone el desagravio de los suyos y la satisfacción de los manes del héroe, en medio de la turba inconsolable. Ordena la restitución de Briseida, acusándola, secretamente, de misionaria de la discordia.

La cautiva llega poco después, avergonzada de su ignominia, asegurando con el auxilio de un heraldo el paso tímido.

Aquiles la sujeta por la diestra y la sitúa bajo la amenaza de su lanza, menospreciando el intento de una súplica. Anula a golpes la resistencia, antes de infligir la herida mortal.



LA VUELTA DE ULISES

Penélope cita las criadas para interrogarlas sobre el último atropello de los pretendientes y sobre la asechanza dirigida contra la vida de Telémaco.

Penélope está sentada en una silla autoritaria, asiento de reyes patriarcales, y posa los pies ligeramente calzados sobre un escabel de encina.

Penélope se conforma al susto de las mujeres bisbisantes. Se interrumpen a cada paso para volver el rostro suspicaz y terminan su referencia con súplicas y votos a los númenes tornadizos.

Telémaco salió en demanda de su progenitor, bajo el consejo de un huésped casual, de porte eminente y discurso veraz, y con el auspicio de un águila aplicada a romper la hueste de unas aves infelices.

Navega hacia el palacio de un rey pesaroso, ocupado en la memoria de los suyos y salvo de su fin deplorable. Recoge noticias fragmentarias durante el festín de la bienvenida y admira los tesoros de origen distante y la modestia de su dueño. Permanece extasiado bajo la mirada inmóvil de una máscara de granito, descubierta a la orilla de un río divinizado, entre lotos y palmeras.

El rey pesaroso cuenta sus viajes y correrías, su arribo de náufrago y de mendigo ante el solio de los soberanos de raza desemejante y el riesgo frecuente de sucumbir de sed en medio de un mar paralizado.

Los pretendientes se juntan una vez más para la orgía e inquieren vanamente el paradero del viejo rapsoda, ansiosos de despedir su amargura unánime. Se retiran solitarios y mohínos al escuchar, de los menestrales de la cocina, la noticia de la ineptitud de la lumbre y de su desperdicio en llamas veloces y efímeras de fuego fatuo.



RAPSODIA

Juno suelta, desde las alturas celestes, al hijo deforme, oprobio de la hermosura divina.

Las nieblas se apresuran al socorro del infante y lo deponen sobre la superficie elástica del océano, moderando el ímpetu de la caída.

El niño desciende en una carroza de nácar, aviada por las sirenas, a una vivienda aparente, fantasía de los artistas del abismo, situada al cabo de una vegetación de corales y madréporas. La vergonzante luz de las profundidades circula a través de los aposentos.

El infante concibe el amor de la belleza, probado más tare en la forja y en la cinceladura de joyas resplandecientes, durante el trato con lo seres hundidos, de forma caprichosa. Admira la medusa presumida y sus crines acumuladas debajo del disco de su quitasol aplicado.

Debe, asimismo, la índole y las costumbres pacíficas, por donde se distingue de sus compañeros de inmortalidad, a la enseñanza de criaturas inermes. Oye el consejo de la anguila versátil, de la esponja sedentaria, del pez orbicular de fisonomía bufa.

El donaire de Vulcano tersa la faz contristada y mitiga la voz resonante de la tragedia.