15 de junio de 2009

Un discurso de Martí

A más de 114años de la muerte de su autor, la vastísima obra escrita por José Martí continúa impresionándonos, no sólo por su clarividencia extraordinaria, sino también por esa envidiable capacidad suya de transformar en concreción artística, en joya literaria, cualquiera de sus innumerables inquietudes, independientemente de la forma escogida por el Maestro para acercarse a ellas. En la pieza oratoria que a continuación me permito transcribir - un homenaje lúcido a la patria pequeña del Libertador -, a pesar del vínculo indudable con el bregar martiano en aras de la independencia necesaria, la deidad de la Literatura emerge airosa de esa dificilísima fusión.



DISCURSO PRONUNCIADO EN LA VELADA DE LA SOCIEDAD LITERARIA HISPANOAMERICANA EN HONOR DE VENEZUELA, EN 1892


Señoras y señores:

No con la voz penosa de quien vive aún en la fatiga de los primeros días de América, puesto que sólo se han de contar en un pueblo los días que nacen de aquel en que se sacudió de la frente la corona extraña; no con la voz caída de quien, hasta por el cuerpo ruin, padece de envidia de aquellos cíclopes que escalaron el cielo y se trajeron de él la banda azul que abrió en dos, para siempre, el antiguo pabellón; no con la voz desmayada de la enfermedad tenaz, sino con acentos que fueran a la vez como fragor de rayo y como música de seda, quisiera yo sacar del relicario de mi pecho aquella tierna reliquia de la pasión que guardo en él para el pueblo que a la hora de la libertad puso en sus hombres la fuerza de los ríos con que echa atrás el mar, y el ímpetu y el fuego y el estrépito con que arrancaron de los senos de la tierra sus montañas; para el pueblo que pone en sus mujeres el alma nacarada y aromosa de su flor de café.

Porque yo no sé que haya derecho más grato que el de admirar como hijo al pueblo por donde América mostró al mundo cómo la libertad vence desnuda, sin más cureña que el lomo de caballo ni más rancho que recortes de cuero, al poder injusto que se socorre de las riquezas de la tiranía y del mismo ciego favor de la Naturaleza; de venerar como hijo a la tierra que nos ha dado en nuestro primer guerrero a nuestro primer político, y el más profundo de nuestros legisladores en el más terso y artístico de nuestros poetas; de amar como hijo a la república donde las almas, a modo de espada de fábrica finísima, son todas de acero, que pica frente a frente, para quien les pellizca la dignidad o les rebana la tierra del país, y para el que de afuera va a pedirles techo y pan son todas puño de oro.

Duermen tal vez otros pueblos, –que es cosa que no se ha de hacer, porque hay siempre pueblos que acechan y vigilan, –duermen otros pueblos tal vez, entretenidos en comadrear por las ventanas o en descascarar el maíz, sobre una gloria que sólo tiene derecho a recordar quien la cultiva y continúa; y suele uno que otro americano, –por el anhelo codicioso de las pompas y bienes del mundo, o por aturdimiento fácil ante las maravillas ajenas, acaso más viciadas que seguras, o por el horror natural de los trastornos y la sangre, o por impaciencia mal aconsejada de progresos superficiales e inmaduros, –proclamar más pesada de la cuenta, o abandonar a la lluvia y el polvo del camino, la patria que sus padres sublimes le confiaron, para obtenerle del Universo indiferente la paz del respeto, y librarla del desdén peligroso con que miran a las almas entecas los creadores y fuertes de este mundo; ¡pero a Venezuela, como a toda nuestra América, a nuestra América desinteresada, la hemos de querer y de admirar sin límites, porque la sangre que dio por conquistar la libertad ha continuado dándola por conservarla! ¡Proclamemos, contra lacayos y pedantes, la gloria de los que en la gran labor de América se van poniendo de quicio y abono para la paz libre y decorosa del continente y la felicidad e independencia de las generaciones futuras!

Fue un día en que de la tierra, como la Naturaleza de los llanos después de las lluvias, surgieron, a medio vestir, los héroes que descansaron de la cabalgata en el alumbramiento de Ayacucho; ¡y allí las margariteñas fueron de más valor que las perlas de la Margarita, que a cestos vaciaban, sin fatigárseles las manos, en el tesoro de la libertad, siempre mendiga en sus primeras horas; y allí, con sus manos blancas y afiladas, como la fragante reina de la noche de su jardín, a su hermano imberbe armaban caballero, de la caballería que no vuelve la espalda sino como en Las Queseras, aquellas magníficas barcelonesas, torres de alabastro; y con las valencianas de hospital y reserva, daban el frente a los demonios montados de Boves los espectros de lanza y cinturón que defendían a Valencia invencible; y “con los escarpines de raso” y el incendio de la patria asolada en las mejillas, salieron de sus flores y naranjos a la tiniebla de la emigración, como el jacinto teñido de sangre, las finas caraqueñas! ¡Y allí se abrazaban los hombres a la pólvora, y el sol ante su luz palidecía de celos; y volvió a ser que los hombres a pie firme anduviesen y triunfasen sobre las aguas de la mar y le cortaron a Ribas (1) la cabeza del gorro frigio y la mano inmortal con que señala su camino a América!

Luego fue el día –porque el drama de la sangre tiene siempre más de un acto– en que, con el calor de la libertad novel en las regiones apartadas de propósito por la malicia colonial, o enemistadas por los celos de predominio o las diferencias de cultura, las armas criadas en la pelea contra el opresor se emplearon en acomodar, con la prisa pródiga de la juventud, las entidades que la distancia y la emulación no han podido dividir tanto como las ha juntado al cabo el patriotismo. Y con los métodos violentos que eran de naturaleza en un país sanguíneo y brillante, venido al gobierno propio sin el conocimiento ni costumbre de las prácticas despaciosas y rutinarias de la libertad, precipitó Venezuela generosa, a saltos armados, la amalgama indispensable para la fundación de un pueblo, –por la ley de los árboles nuevos, que tienen el corazón muy cerca aún de la corteza, y no por la impotencia inherente que los débiles o los ignorantes creen reconocer en esto que no es más que el cumplimiento útil e inevitable de un simple trance histórico. ¡Héroes tuvo Venezuela, bellos como banderas desgarradas, y como el potro fiero de su escudo, y como el rayo primero del Sol, en la pelea sobrenatural de la Independencia!, ¡y héroes ha tenido, no menos útiles por ser menos gloriosos, en esta brega de amasar, con cadáveres, y con desterrados, y con presos, los cimientos firmes e inconmovibles de una verdadera república!

¡Y entonces fue la miríada de los méritos: de los llaneros que se amoldaban a la presidencia; de los maestros canosos que hacían del pecho trinchera del civismo; de los magistrados que volvían del sitial de la nación a la silla de la cátedra; de los coroneles a quienes no les salía el discurso a la multitud sino cuando estaban a caballo, con la lanza en su bota; de los patricios que, en el continuo choque de la mezcla urbana y postiza de la civilización de Roma y las de Francia y los Estados del Norte, con la civilización burda y real que caía de las regiones naturales del país, hallaron tiempo para exponer los cánones del mundo nuevo y de la literatura constante en aquella lengua que crece con los años, como el aroma del vino generoso; para cantar la Naturaleza y los afectos en una poesía que mantuvo siempre, –aun en la época en que el fuego patriótico parecía tener su forma propia en las importaciones románticas, aun en los días en que el afán de la emancipación definitiva llevaba a tomar los modelos franceses de sus mismos imitadores españoles–, aquel orden ameno y encendida moderación por donde en las letras de América tiene aire como de rosa entre flores la literatura venezolana. Entonces fue cuando, con los vaivenes de la fortuna en aquellos años de subir y de caer, se enseñó en sus quilates mayores el alma de la mujer de Venezuela, palma en el salón, y sol suave en la casa, y amiga en la adversidad; de aquella mujer que sabe unir, sin egoísmo ni rudeza, el albedrío al decoro, y en las quintas del valle hace olvidar, con su gracia elocuente e ingenua, los tornasoles y hermosuras que de todas partes reclaman los ojos en aquella soberbia naturaleza, y en los paseos de la plaza florida viene y va como la misma flor, con su elegancia y su finura, a quien el jardinero ha dado asueto para travesear por los jardines.

Y hoy es el día de la grandeza más difícil, en que los que reciben de sus padres, en el carácter ya hecho a la realidad y a la disciplina, el país más compacto y adulto, han de ordenar, como están ordenando, las fuerzas nacionales, descascaradas en la larga trilla, y han de evitar, como están evitando, la suerte que en el mundo que avanza ha de caber a los pueblos que no se deciden a avanzar con el mundo; hoy es el día de trabajar y de juntar, en que una juventud que pide al empleo directo y al estudio de los problemas propios la paz dichosa que jamás vendría de ideas de afuera ni de amistades artificiales, ni de la creencia impropia y enervante en la irremediable superioridad ajena, entiende acaso que entró ya la América en aquella hora de alma eficaz y común en que se cumplirá por fin el angustioso anhelo, el deseo profético y mortal, de aquel cuyo nombre no se ha de decir, porque con evocarlo sólo ya las almas se subliman y elevan; del que por las astas tomó a la Naturaleza, cuando la Naturaleza se le oponía, y la volcó en tierra; del que cuando pensó en “poner una piedra fundamental para la libertad” en América no la pidió para la libertad de Venezuela, sino para la libertad sudamericana; del que murió del afán devorador de alzar a tiempo, con un siglo de tiempo, las energías que al cabo de él habría de necesitar para su salvación, en la batalla esencial y evitable, el continente que se sacó de las entrañas.

Ni de soberbia, ni de ambición, ni de despecho murió el hombre increíble que acaso pecó por todas ellas; sino del desacuerdo entre su espíritu previsor, turbado por aquella misma viveza de la fuerza personal que lo movía a las maravillas, y la época de distancias enemigas y de civilizaciones hostiles, o incompletas y ajenas, o aborígenes y degradadas, que juntó él mismo a vivir; del desacuerdo murió entre su concepto impaciente y original de los métodos de creación de un país a ningún otro semejante, y los conceptos, más influyentes a veces que sinceros, de los que en la misma libertad prefieren el seguro de la canonjía a las emociones costosas y saludables de las labores de raíz; murió de la lucha, por entonces inútil, entre su idea continental con las ideas locales, y de la fatiga de conciencia de haber traído al mundo histórico una familia de pueblos que se le negaba a acumular, desde la cuna, las fuerzas unidas con que podía, un siglo más tarde, refrenar sin conflicto y contener para el bien del mundo las excrecencias del vigor foráneo, o las codicias que por artes brutales o sutiles pudiesen caer, arrollando o serpeando, sobre los pueblos de América, cuando levantasen por su riqueza un apetito mayor que el respeto que hubiera levantado por su odio y auxilio. ¡Y se cubrió el grande hombre el rostro, y murió frente al mar!

Me lleno de júbilo y de orgullo al ver cómo, en la casa de la nieve, hemos tallado el altar donde se comulga en la amistad discreta y entrañable de los pueblos de nuestro continente. Y al mirar al pie de esta bandera, más limpia de sangre inocente que ninguna otra de las grandes banderas del mundo, y más empapada de sangre gloriosa, los hijos agradecidos de nuestra familia de pueblos, que vienen a poner las almas, atónitas aún de admiración, ante la madre de nuestras repúblicas, siento que en las botas de pelear, que no se ha quitado todavía, se pone en pie el genio de América, y mira satisfecho, con el fuego vivífico de sus ojos, a los que, de buena voluntad para todos los pueblos buenos de la Tierra, cumplen, sin comprometerlo con coqueterías de salto atrás ni con deslumbramientos pueriles, su legado de juntar en un haz las hijas todas de nuestra alma de América.

___________________NOTAS
1- José Félix Ribas

1 comentario:

Anónimo dijo...
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