13 de mayo de 2009

Poemas de José Antonio Ramos Sucre

Injustamente preterida por sus contemporáneos, la obra de José Antonio Ramos Sucre (Cumaná,1890 - Ginebra, 1930) comenzó a ocupar el sitio que le correspondía sólo varios lustros después del suicidio del poeta. Hombre dotado de una vastísima cultura, políglota, indudable orfebre del lenguaje y creador de una poética sin parangón en Venezuela, publicó en vida tres libros: La torre de Timón (1925), y El Cielo de Esmalte y Las Formas del Fuego, ambos en 1929. A finales de los años cincuenta de la pasada centuria, época en que se inicia la revitalización de su legado, la poesía del sufrido vate cumanense, pletórica de exquisiteces y referencias culturales, gana rigurosos estudios y arduos defensores. Probablemente, los poemas en prosa y - a veces - los relatos poéticos de Ramos Sucre se incluyan, en estos momentos, entre los textos de mayor preponderancia internacional debidos a un creador venezolano. Próximo ya un nuevo aniversario del natalicio de esta insigne figura de las letras hispanoamericanas, quede la reproducción de los textos que siguen como un mínimo homenaje a la permanencia de su nombre y a la incuestionable vitalidad de su escritura.





LAS RUINAS

Sentía bajo mis pies la molicie del musgo de color de herrumbre, aficionado a la humedad. Proliferaba sobre el tejado y en la rotura de las paredes y de las ménsulas.

Sobre la maciza escalinata había corrido un tropel de caballos alados y de zueco de hierro, a la voz de un héroe imberbe, lisonjeado por la victoria. Hería con una maza ligera y usual como un cetro, de cabeza redonda y armada de puntas metálicas.

Yo visitaba, después de un decenio, el palacio de techo hundido. La lluvia, descolgada perpetuamente a raudales, había desnudado, de su delgado tapiz de tierra, la roca de granito situada a los pies y delante del edificio. Su acceso había llegado a ser una cuesta difícil.

Yo me incliné delante de la imagen de un santo, aposentada en su vetusta hornacina, orlada de parietarias, y bajé a perderme en una senda de robles. Desde sus ramas bajaban hasta el suelo de arena los sarmientos péndulos de una flora adventicia.

Yo seguí por ese camino, solo y sin deponer la espada, y vine a sentarme, ansioso de meditar y de leer, en un poyo de piedra, ceñido al pie de un árbol imprevisto.

Sus hojas amarillas y de un revés grisáceo vibraban al unísono del mar indolente y una de ellas, volando al azar, rozó mi cabeza y vino a llenar de fragancia las páginas de mi libro de Amadís.



EL RETÓRICO

Una lámpara de arcilla, usada por los romanos, perfila una figura de sombra en la pared. El discípulo de los alejandrinos combate la victoria del cristianismo, afeando la sandez y la ignorancia de sus fundadores y eclipsando la austeridad de los feligreses por medio de una sobriedad elegante y recatada. Escribe disertaciones para contrastar la fábula necia de los hijos del desierto con el mito juvenil de los helenos. Observa en torno de sí una humanidad inferior, empecinada en el seguimiento de una doctrina vasta y absurda y se da cuenta de haberse extinguido la clase privilegiada del senador y del oficiante. Mira en la conspiración universal, dirigida al exterminio del júbilo y a la ruina de la belleza, el retorno y el establecimiento definitivo de los antiguos fantasmas del caos y de la nada y se arroja en brazos de la desesperación. Acaba de saber el sacrificio de Hipatia en un desorden popular, animado contra la fama y la existencia de la mujer selecta por la envidia de unos monjes cerriles, y decide refugiarse y perecer de hambre en el santuario de las Musas.



EL NÓMADE

Yo pertenecía a una casta de hombres impíos. La yerba de nuestros caballos vegetaba en el sitio de extintas aldeas, igualadas con el suelo. Habíamos esterilizado un territorio fluvial y gozábamos llevando el terror al palacio de los reyes vestidos de faldas, entretenidos en juegos sedentarios de previsión y de cálculo.

Yo me había apartado a descansar, lejos de los míos, en el escombro de una vivienda de recreo, disimulada en un vergel.

Un aldeano me trajo pérfidamente el vino más espirituoso, originado de una palma.

Sentí una embriaguez hilarante y ejecuté, riendo y vociferando, los actos más audaces del funámbulo.

Un peregrino, de rostro consumido, acertó a pasar delante de mí. Dijo su nombre entre balbuceos de miedo. Significaba Ornamento de Doctrina en su idioma litúrgico.

La poquedad del anciano acabó de sacarme de mí mismo. Lo tomé en brazos y lo sumergí repetidas veces en un río cubierto de limo. La sucedumbre se colgaba a los sencillos lienzos de su veste. Lo traté de ese modo hasta su último aliento.

Devolvía por la boca una corriente de lodo.

Recuperé el discernimiento al escuchar su amenaza proferida en el extremo de la agonía.

Me anunciaba, para muy temprano, la venganza de su ídolo de bronce.



FRAGMENTO APÓCRIFO DE PAUSANIAS

Teseo persiguió el ejército de las amazonas, cautivó su reina y la sedujo. La tropa de las mujeres huyó sobre el Bósforo congelado, montada en caballos de alzada soberbia. Una de ellas murió en el sitio de su nombre, donde los atenienses la recuerdan y la honran. Las fugitivas volvieron a perderse en la estepa de su nacimiento, socorridas dela brumazón.

Un autor anónimo refiere las valentías del hijo de Teseo y de la amazona cautiva. Se atrevió a solicitar el amor de la sacerdotisa de un culto severo, dedicado a una divinidad telúrica, reverenciada y temida por los esclavos asiáticos.

El joven licencioso contrajo una rara enfermedad de la mente y vagaba delirando por la ciudad y su campiña, amenazando con volverse lobo.

Teseo escuche el parecer de viajeros memoriosos, habituados a la nave y a la caravana, y manda por un médico hasta el valle del Nilo.

El sabio se presentó al cabo de un mes y consiguió sanar al mozo delirante por medio de la palabra y envolviéndolo en el humo de una resina balsámica.

Teseo fiaba en la medicina de los egipcios y lo tenía por el pueblo más sano y longevo de la tierra.

El médico dejó, en memoria de su paso, una efigie de su persona. Yo la he visto entre los simulacros y ensayos de un arte rudimentario.

La figura del egipcio, de cráneo desnudo, mostraba la actitud paciente y ensimismada de un escriba de su nación.



ANCESTRAL

El sol, después de mediar su viaje, introduce por la vidriera un rayo oblicuo. No se da otra señal del curso del día.

La vidriera espesa y triple defiende del ruido exterior de la sala de los caballeros. Los postigos permanecen cuidadosamente cerrados y uno solo de ellos permite la infiltración del rayo oblicuo del sol. Los muebles arrimados a la pared, asoman entre la penumbra. Intentan acaso arrojar de sí mismos el velo de polvo de los siglos.

La araña de los cuentos, sensible al ritmo de la flauta de un prisionero, se arroja gasta el suelo, fiada en sus hilos y segura del equilibrio. La araña ha contribuido su tela para los guantes de las personas reales y ha urdido el velo de la Virgen en la siesta del verano.

Huecos y hornacinas interrumpen a cada paso el muro. Allí se esconde, tal vez, algún guerrero pérfido y desmandado.

Uno de mis abuelos usaba un yelmo de airón de llamas. Lo había recibido de un mago, según declaró en el delirio de una pasión infernal. Ese yelmo imperecedero quedó sobre la tierra al ser raptada Proserpina.

Ese mismo abuelo ocupa mi pensamiento. Preside con gesto impío una tragedia memorable y la impulsa a su desenlace.

Cerca de la mesa de nogal subsiste el sillón de Córdoba acostumbrado por su consorte. La forzó a tomar un tósigo.

El portero de esta mansión dejó entrar una vez, a esta misma hora de quietud y bochorno, una mujer de ánimo resuelto. Vestía un traje de moda histórica y su faz, de belleza ilustre, descubría las señales del llanto y de la cólera. Ocupó el sillón de Córdoba y se desvaneció en el aire sin dejar memoria de su visita.

Había penetrado sin esperar mi licencia. Es inútil oponerle cerrojos y trabas.

He dejado la sala de los caballeros en el mismo orden de aquel momento.

Nadie puede entrar allí antes de su vuelta.



LA HEROÍNA

El cazador ha conseguido hurtarse a la suspicacia de los combatientes.

Sale de una ciudad asentada en la llanura, sobre las dos márgenes opulentas de un mismo río, fiada en sus torres y en las ventajas de su comercio de joyas y tapices. Las mujeres lucen estofas versicolores y ostentan la imagen del arco de la luna en sus tiaras cilíndricas.

El cazador solicita, para su amada, las noticias del curso de la guerra. Electra ha visto al más generoso entre los adalides troyanos. Héctor viajaba en compañía de su esposa y seguía asiduamente su litera, impuesta sobre los hombros de contentos palanquines. El héroe montaba un caballo negro, de la casta de los infernales, presente de un numen pálido, opresor de las sombras nostálgicas.

El cazador trajo una vez el informe del asalto de la ciudad y refirió la matanza de sus jóvenes, cuando yacían inermes en el abandono del sueño.

El incendio suelta, semanas enteras y a larga distancia, sus pavesas tiznosas.

Electra no se consoló jamás de la caída de Troya.



LA VERDAD

La golondrina conoce el calendario, divide el año por el consejo de una sabiduría innata. Puede prescindir del aviso de la luna variable.

Según la ciencia natural, la belleza de la golondrina es el ordenamiento del organismo para el vuelo, una proporción entre el medio y el fin, entre el método y el resultado, una idea socrática.

La golondrina salva continentes en un día de viaje y ha conocido desde antaño la medida del orbe terrestre, anticipándose a los dragones infalibles del mito.

Un astrónomo desvariado cavilaba en su isla de pinos y roquedos, presente de un rey, sobre los anillos de Saturno y otras maravillas del espacio y sobre el espíritu elemental del fuego, el fósforo inquieto. Un prejuicio teológico le había inspirado el pensamiento de situar en el ruedo del sol el destierro de las almas condenadas.

Recuperó el sentimiento humano de la realidad en medio de una primavera tibia. Las golondrinas habituadas a rodear los monumentos de un reino difunto, erigidos conforme a una aritmética primordial, subieron hasta el clima riguroso y dijeron al oído del sabio la solución del enigma del universo, el secreto de la esfinge impúdica.



EL SACRIFICADOR

La mañana alumbra la ruina de las naves.

Los caudillos permanecieron vigilantes a través de la noche, sobre un mirador del litoral, abismados en el pensamiento de la derrota.

Las víctimas de la última porfía muestran, sobre el regazo de la tierra, el visaje paralizado y el abandono y lasitud de la muerte.

Una muchedumbre se junta a gemir en torno de su jefe. Censura el malcaso de la suerte y reverencia la dignidad del héroe y su faz de dios imberbe. El rostro de los dolientes se anega en la luz de una hoguera eclipsada por el día. La voz del mar secunda la escena del llanto, observando un compás ritual.

Los caudillos se despiden adelantándose al discurso fatuo de más provecto y se dirigen, sin concierto previo, a demandar el socorro de Aquiles. Los suplicantes alivian la ira ponzoñosa del joven y lo persuaden a la aceptación del deber.

El reconciliado se propone el desagravio de los suyos y la satisfacción de los manes del héroe, en medio de la turba inconsolable. Ordena la restitución de Briseida, acusándola, secretamente, de misionaria de la discordia.

La cautiva llega poco después, avergonzada de su ignominia, asegurando con el auxilio de un heraldo el paso tímido.

Aquiles la sujeta por la diestra y la sitúa bajo la amenaza de su lanza, menospreciando el intento de una súplica. Anula a golpes la resistencia, antes de infligir la herida mortal.



LA VUELTA DE ULISES

Penélope cita las criadas para interrogarlas sobre el último atropello de los pretendientes y sobre la asechanza dirigida contra la vida de Telémaco.

Penélope está sentada en una silla autoritaria, asiento de reyes patriarcales, y posa los pies ligeramente calzados sobre un escabel de encina.

Penélope se conforma al susto de las mujeres bisbisantes. Se interrumpen a cada paso para volver el rostro suspicaz y terminan su referencia con súplicas y votos a los númenes tornadizos.

Telémaco salió en demanda de su progenitor, bajo el consejo de un huésped casual, de porte eminente y discurso veraz, y con el auspicio de un águila aplicada a romper la hueste de unas aves infelices.

Navega hacia el palacio de un rey pesaroso, ocupado en la memoria de los suyos y salvo de su fin deplorable. Recoge noticias fragmentarias durante el festín de la bienvenida y admira los tesoros de origen distante y la modestia de su dueño. Permanece extasiado bajo la mirada inmóvil de una máscara de granito, descubierta a la orilla de un río divinizado, entre lotos y palmeras.

El rey pesaroso cuenta sus viajes y correrías, su arribo de náufrago y de mendigo ante el solio de los soberanos de raza desemejante y el riesgo frecuente de sucumbir de sed en medio de un mar paralizado.

Los pretendientes se juntan una vez más para la orgía e inquieren vanamente el paradero del viejo rapsoda, ansiosos de despedir su amargura unánime. Se retiran solitarios y mohínos al escuchar, de los menestrales de la cocina, la noticia de la ineptitud de la lumbre y de su desperdicio en llamas veloces y efímeras de fuego fatuo.



RAPSODIA

Juno suelta, desde las alturas celestes, al hijo deforme, oprobio de la hermosura divina.

Las nieblas se apresuran al socorro del infante y lo deponen sobre la superficie elástica del océano, moderando el ímpetu de la caída.

El niño desciende en una carroza de nácar, aviada por las sirenas, a una vivienda aparente, fantasía de los artistas del abismo, situada al cabo de una vegetación de corales y madréporas. La vergonzante luz de las profundidades circula a través de los aposentos.

El infante concibe el amor de la belleza, probado más tare en la forja y en la cinceladura de joyas resplandecientes, durante el trato con lo seres hundidos, de forma caprichosa. Admira la medusa presumida y sus crines acumuladas debajo del disco de su quitasol aplicado.

Debe, asimismo, la índole y las costumbres pacíficas, por donde se distingue de sus compañeros de inmortalidad, a la enseñanza de criaturas inermes. Oye el consejo de la anguila versátil, de la esponja sedentaria, del pez orbicular de fisonomía bufa.

El donaire de Vulcano tersa la faz contristada y mitiga la voz resonante de la tragedia.