5 de junio de 2010

Propuesta para leer a una generación poética que ¿no lo es?

Por Ricardo Riverón Rojas

El amigo Virgilio López Lemus me hizo, hace poco, una pregunta que yo mismo me había hecho. No obstante me sorprendió, pues de manera inconsciente y ligera, siempre «escurrí el bulto» para no extraviarme en la maraña de coyunturas que implicaría enfrentar, con responsabilidad crítica, la interrogante. Acaso la pereza congelara mi disposición analítica; tal vez resultara demasiado engorroso derivar lo vivido (y sufrido al modo vallejiano) hacia un sistema de ideas que sustente, como mínimo, un grupo de hipótesis con puntos de vista inquietantes. La complejidad del asunto demandaría, más que un artículo o ensayo breve (es el caso), el estudio sistémico de una época y de diversas poéticas, ninguna de estas últimas en sintonía con las que en el mundo literario de entonces pasaron a configurar el estrecho canon. Tal vez por eso nunca me sentí especialmente tentado a reflexionar sobre los trasfondos que encierra el que, engañosamente, podría parecer simple cuestionamiento: «¿Por qué la mayoría de los poetas cubanos nacidos entre 1946 y 1959 no se reconocen integrados a una generación o promoción poética?»

Abocado nuevamente a la disección, me insto a romper aquella inercia e incursionar en el escurridizo intríngulis, aun con el susto de saberme más parte que juez, pero aspirando al máximo de rigor posible. A lo primero le sumo mi condición no académica, solo paliada por mis constantes observaciones del devenir literario cubano en las últimas décadas.

El contexto cultural que nos tocó enfrentar a los poetas cubanos de estas edades estuvo marcado por relaciones de poder (literario, político) de escasas perspectivas profesionales en lo tocante a la consolidación de una imagen generacional coherente. Durante todo el decenio de los setentas se mantuvieron vigentes, en su extensa y opaca plenitud, la mayoría de las pautas de interdicción que el Quinquenio Gris estableciera como poética exclusiva. Sobre el carácter reductor de aquella coyunda no quiero abundar mucho; pero apunto brevemente que la aún endeble plataforma promocional dejaba fuera de su ángulo de enfoque un considerable corpus textual, solo porque no encajaba en un molde que se ceñía de manera autoritaria, tanto con lo temático como con las cotas estilísticas, a una especie de subproducto de la antipoesía empecinado en ponderar hasta lo ramplón la sencillez enunciativa y los juegos de ingenio.

¿Cómo llegamos a eso? Una de las malformaciones culturales derivada de las equívocas tesis del I Congreso de Educación y Cultura, que sesionó en 1971, consistió en atornillar con fórmulas políticas la creación. Nuestra filiación a un bloque socialista de desgastado y dogmático rumiar ideológico en pos de legitimar el Realismo Socialista jugó su papel. Recordemos dos de aquellas fórmulas, y evitemos así perdernos en argumentaciones demasiado prolijas:

“En el campo de la lucha ideológica no caben los paliativos ni las medias tintas. La única alternativa son los deslindes claros, precisos y tajantes. Sólo nos es dable la coexistencia con la creación espiritual de los pueblos revolucionarios, con la cultura socialista, con las formas de expresión de la ideología marxista leninista”(1).

(…………..)

“La cultura, como la educación, no es ni puede ser apolítica ni imparcial, en tanto que es un fenómeno social e histórico condicionado por las necesidades de las clases sociales y sus luchas e intereses a lo largo de la historia. El apoliticismo no es más que un punto de vista vergonzante y reaccionario en la concepción y expresión culturales”(2).

Es cierto que estos gruesos brochazos de interdicción afectaron a todos los que entonces se expresaban, pero a los que debieron emerger como posible promoción de los años setenta, que traían interesantes propuestas enfiladas al lirismo, al paisajismo, a la vuelta a formas estróficas, a lo reflexivo, les dislocaron las posibles brújulas y quedaron a la deriva, incapaces de conducir a puerto legítimo y visible su discurso de grupo.

No logro, por mucho esfuerzo que despliegue, ceñir con aquellas camisas de fuerza a libros como Canto a la sabana, de Roberto Manzano (1949), Manera de estar solo, de Roberto Méndez (1958), Hacia la luz y hacia la vida, de Virgilio López Lemus (1946), Las puertas y los pasos, de Luis Lorente (1948), Aquí campeo a lo idílico, de Alex Pausides (1951), Sobre la tela del viento, de Renael González Batista (1944), Matar al último venado, de Osvaldo Sánchez (1955), El rojo y el oro sobre el pecho, de Luis Álvarez Álvarez (1950), Tergiversaciones, de Juan Nicolás Padrón (1950) o De pronto abril, de Soleida Ríos (1950).

La promoción que en los setentas contó con una imagen pública más definida fue la que en la década precedente emergiera, con notable vigor irreverente, desde las páginas de El Caimán Barbudo, y en alguna medida desde el premio David. Pudiera resultar ocioso, pero dejo constancia de que me refiero, sobre todo, a los agrupados en el que se conoció como «Segundo Caimán», no a los del «Primero», pues con la excepción de Raúl Rivero (1945) y Sigifredo Álvarez Conesa (1938-2001), la mayoría de aquella primera hornada «caimanera»: Luis Rogelio Nogueras (1945-1985), Víctor Casaus (1944), Guillermo Rodríguez Rivera (1943) y Félix Contreras (1939) solo volvieron a publicar después de 1976, fecha en que según Ambrosio Fornet, concluye el Quinquenio Gris(3). La antología Punto de partida(4), aunque limitadamente, había oficiado como carta de presentación del «Primer Caimán». No dispusieron de poco. La revista y el concurso contribuyeron medularmente a que se proyectaran con el drástico activismo que marcó el quehacer de ambos grupos. Por otra parte, la falta de dos herramientas como esas en manos de los que debieron sucederle, hizo posible que el «reinado coloquial» se prolongara, y también impidió que los «nuevos» que pudimos ser, consagráramos públicamente nuestras mejores propuestas(5). La única antología del período, Nuevos poetas 1974(6), preparada con pretensiones programáticas por Roberto Díaz Muñoz, dados su falta de representatividad real y falaz rasero estético que reducía la función poética a lo ideológico, no consiguió marcar, con rigor, el «punto de partida» imprescindible.

Mucho se ha debatido sobre lo que significó aquel Caimán, y tanto en las culpas como en los valores, se le atribuyen y se le restan logros y desafueros. La escisión en un primero y un segundo grupo resulta capital a la hora de asumir unas y otros. Si nos atenemos a lo que, como rumbo, proponían los del primer grupo en su manifiesto «Nos pronunciamos», podemos concluir que se le achacan culpas que no deben. Allí dejaban claro que:

“El amor, el conflicto del hombre con la muerte, son circunstancias que afectan a todos, como es íntimo, personal, el auténtico fervor revolucionario. (…) Rechazamos la mala poesía que trata de justificarse con denotaciones revolucionarias, repetidora de fórmulas pobres y gastadas: el poeta es un creador o no es nada”(7).

Hasta ahí muy bien todo. Pero como entre sus propósitos más expeditos estaba también irrigar a la poesía con el discurrir de lo popular, a tono con la atmósfera reinante en los primeros años de poder revolucionario, algunos de sus pronunciamientos les abrieron el camino, en lo operativo, a fórmulas estilísticas reductoras; y a la luz de una absurda explosión poético-democratizadora desatada tras el citado congreso, los administradores de los espacios de promoción lograron ponderar hiperbólicamente la accesibilidad de lo «naif», a la par que cerraban puertas a determinada tradición del «buen decir», tal vez la proveniente del neo-romanticismo, o de la cosmovisión poética gestada décadas atrás con la revista de Orígenes como vocero:

“Nos pronunciamos por la integración del habla cubana a la poesía. Consideramos que en los textos de nuestra música popular y folklórica hay posibilidades poéticas. Consideramos que toda palabra cabe en la poesía, sea carajo o corazón (…) Rechazamos la mala poesía que trata de ampararse en palabras «poéticas», que se impregna de una metafísica de segunda mano para situar al hombre fuera de sus circunstancias”(8).

Se caracterizó esta generación por ser bastante cerrada en sí misma: no le expedía boleto de entrada a casi nadie, ni siquiera tras ganar el Premio David. Por eso Lina de Feria (1945), Norberto Codina (1951), Luis Lorente, Minerva Salado (1944), Roberto Rodríguez Menéndez (1944) y Delfín Prats (1945), todos triunfadores en el supuestamente consagratorio certamen, se fueron quedando «fuera del potaje». El grupo del «Segundo Caimán» ejerció en la década objeto de análisis su mayor influencia, pero también se hicieron evidentes (hacia finales del período) los síntomas iniciales de su decadencia estética, unida a su desplazamiento del protagonismo público.

Sobre los poetas de El Caimán…, cuya primera horneada intervino de manera cuando menos inquietante en el establecimiento polémico de las esencias culturales de los años sesentas, se superpuso tiempo después, a golpes de oralidad y talento, la impetuosa oleada de los ochenta (sus antologías fueron Usted es la culpable y Retrato de grupo(9)), quedando la de los setenta como agujero negro de donde por momentos emergían, hacia uno u otro destino generacional, figuras solitarias que debían validarse acogiéndose a los presupuestos de las actuantes, o como «raros», sin compañeros de viaje ni conciencia grupal que los fusionara.

A la luz de un devenir peyorativo para toda poética que no se expresara con los códigos actuantes se cancelaron búsquedas y experimentaciones: al paisajismo se le denominó, con marcado énfasis burlón, tojosismo (10), y las incursiones estructuralistas de Francisco Garzón Céspedes (1947) recibieron dardos de todo tipo. La reivindicación de la décima, de escasísima presencia en la promoción anterior, también fue vista con ojeriza, de manera que Renael González Batista, Alberto Serret (1947-2000), Virgilio López Lemus, Rodolfo de la Fuente (1954), Waldo González López (1946), Luis Toledo Sande (1950) y Pedro Péglez (1945), entre otros, debieron mantenerse también, como los otros, ninguneados por el limbo mediático que se especializó, como acostumbra, en mirar en una sola dirección. Y algo similar sucedió con los que tempranamente asumieron la tradición del soneto, razón por la cual a poetas como Raúl Hernández Novás (1948-1993) y Emilio de Armas (1946) se les asoció más, en sus vínculos temáticos y estilísticos, con Orígenes que con sus compañeros de posible promoción: fueron «raros» dentro de los raros y, a mi entender, hoy deberíamos leerlos como precursores de las propuestas que luego consolidarían los creadores de los ochenta.

Precisamente, la promoción de los ochentas, aunque impugnadora, con una buena parte de estos poetas fue más generosa que la antecedente, pues aceptó en su seno —y los proclamó como parte de su tejido literario— a algunos. Tales son los casos, entre otros: de Delfín Prats, Alejandro Querejeta (1947), Alberto Serret, Chely Lima (1957), Víctor Rodríguez Núñez (1955), Alex Fleites (1954), Abel Germán Díaz Castro (1951), Ángel Escobar (1957-1997), Yoel Mesa Falcón (1945), Ramón Fernández Larrea (1958), León de la Hoz (1957), Aramís Quintero (1948), Efraín Rodríguez Santana (1953), Luis Lorente, Osvaldo Sánchez, Lucía Muñoz (1953) y Albis Torres (1945-2004), por citar solo ejemplos notables. Los últimos asientos expedidos por los representantes del coloquialismo a favor de quienes debieron conformar, en los setentas, una promoción, los habían obtenido: Félix Luis Viera (1945), Osvaldo Navarro (1946-2008), Nelson Herrera Isla (1947), Omar González (1950), Carlos Martí Brenes (1950), Reina María Rodríguez (1952) y Marilyn Bobes (1955). En el caso de estas dos últimas resulta curioso que fueran aceptadas y asumidas como «miembros plenos», tanto por el grupo dominante como por el emergente. Tal vez dos de sus libros respectivos La aguja en el pajar (1978) y Cuando una mujer no duerme (1981), se sitúen en una especie de interregno estilístico que hizo posible la inusual convivencia. De la misma forma otros dos creadores: Bladimir Zamora (1952) y Arturo Arango (1955), consiguieron integrar, trabajosamente, la nómina del «Segundo Caimán», más como críticos que como poeta y narrador.

Los setentas debieron ser los años de consagración pública de una promoción sin anatomía visible, pero faltaron vías para que el hecho se concretara. Además de una revista o un concurso, carecimos, creo, de un líder que capitaneara espacios y marcara hoja de ruta. Acaso una figura influyente de la promoción anterior, tras una ruptura materializada con portazo, hubiera podido encarnar al líder que nunca llegó. El ambiente político no estimulaba las rupturas sino las continuidades. Un dato importante a tener en cuenta es que una parte no despreciable de estos poetas sin promoción procedían de provincias o residían fuera de la capital, detalle que les restaba eficacia operativa. Hoy, ya bien adelantado el siglo XXI en el cierre de su primera década, la mayor parte de los que debieron integrar la promoción de los setentas son escritores con atendible bibliografía. No obstante, la falta de un discurso que en su momento los cohesionara, obliga a la crítica y la academia cubanas a leerlos al amparo de una fragmentación histórico-estética que dificulta notablemente su integración coherente en razonamientos socioculturales de rigor. Quedaron estos creadores, como sin época, como fuera de la lógica poética de la nación en su conjunto. Su discurrir por los espacios editoriales y de promoción ha debido concretarse en solitario, de donde pudieran derivarse algunas marcas permanentes en sus respectivas obras; digamos: la insistencia en códigos existenciales y de cuestionamiento ontológico, el esquinazo a los temas sociales en debate, la suntuosidad metafórica —en ocasiones, incluso, de arranque barroco— asumida como norma y el reciclaje no vergonzante de las formas estróficas acuñadas por la tradición.

En fin, que leer a esta generación que ¿no lo es? y traducir sus aportes y carencias al azaroso algoritmo de nuestro devenir cultural va constituyendo, cada día más, tarea multidisciplinaria de la Antropología, la Politología, y hasta de la Arqueología literarias. Ojalá aparezcan estudiosos que, algún día, reivindiquen con buenos análisis esa condición generacional.
Santa Clara, 29 de abril de 2010­­­­­­­­­­­­­­
NOTAS:________________________________________________

1-. Citado por: Revista Casa de las Américas. No. 65-66/ 1971. pp. 15-16.

2-. Ibídem.

3-. En sus respectivos ensayos «El Quinquenio Gris: revisitando el término» y «Con tantos palos que te dio la vida: poesía, censura y persistencia» publicados en La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión (Centro Teórico-Cultural Criterios, La Habana, 2008, p.p. 26-46 y 95-137) Ambrosio Fornet y Arturo Arango hacen precisiones interesantes sobre características del período en cuestión y, en el caso del segundo, sobre quiénes dirigieron el «Primero» y el «Segundo Caimán», pues aunque el primero contó con la dirección del escritor Jesús Díaz y el segundo con la de funcionarios, ambas etapas se caracterizaron por operar más con criterios políticos que estéticos.

4-. Punto de partida. Compilación de Germán Piniella y Raúl Rivero; Instituto del Libro, colección Pluma en Ristre, La Habana, 1970, 205 p.p.

5-. En la página 117 del volumen citado, Arturo Arango expresa, para referirse a las consecuencias del I Congreso de Educación y Cultura: «Los modos de pensamiento implantados (…) cayeron como manto pesado y oscuro sobre el quehacer literario y artístico, y de ello fuimos víctimas sobre todo quienes, por razones de edad, estábamos ingresando en el ámbito de la cultura».

6-. Nuevos poetas 1974. Compilación de Roberto Díaz, Editorial Arte y Literatura, colección Pluma en Ristre, La Habana, 1975, 147 p.p.

7-. «Nos pronunciamos», manifiesto poético de 1966. Citado por
www.lajiribilla.co.cu. No 18. Septiembre 2001.

8-.Ibídem.

9-. Usted es la culpable. Compilación de Víctor Rodríguez Núñez. Casa Editora Abril, La Habana, 1985, y Retrato de grupo. Compilación de Carlos Augusto Alfonso, Víctor Fowler Calzada, Emilio García Montiel y Antonio José Ponte, Editorial Letras Cubanas, colección Espiral, La Habana, 1989, 174 p.p.

10-. En buena medida discrepo de la manera en que Arturo Arango trata el uso de este término, pues lo presenta como una derivación de las líneas temáticas trazadas, tras el Congreso, a la creación poética, cuando según creo fue lo contrario, dada su separación de los temas de reafirmación política. Aunque Arango salva a poetas como Roberto Manzano y Alex Pausides, no debemos perder de vista que ellos debieron soportar los mismos desafueros que los «no paisajistas», y que Canto a la sabana (texto emblemático del mal llamado tojosismo) solo vio la luz a finales de los años 90’s.