29 de noviembre de 2009

Llamas de José Antonio Yepes Azparren

Más allá de su consumación física en la convocatoria de los cuerpos, el amor sólo asciende a los territorios de la eternidad a través de su permanencia en los entresijos de la palabra escrita. ¿Qué sabríamos hoy de Laura y de Beatriz, y de una buena porción de la existencia de sus febriles adoradores, si no hubiesen llegado hasta nosotros el Cancionero y La vida nueva? Gracias a la escritura le ha sido dable al hombre perpetuar, no únicamente las pasiones desatadas, sino también la transparencia de sus más remansados sentimientos.

Escribo esto a propósito de un acercamiento reciente a un nuevo título puesto a circular por la Fundación editorial el perro y la rana. Y digo que si se tiene en cuenta la venerable longevidad del tópico en las heredades de la poesía, con Tú mi río de llamas José Antonio Yepes Azparren (Barquisimeto, 1960) se dispuso bizarramente a desandar las sinuosidades de un camino donde la consecución de la originalidad se torna en un empeño harto embarazoso. Por lo mismo, y sólo para desvirtuar la extraordinaria solemnidad de semejante vocablo, no estaría de más que nos repitiéramos, con Borges, aquello de que cada lenguaje es una tradición y
cada palabra un símbolo compartido.

Propietario de un verbo que denota el tránsito consciente por las solicitudes del tamiz que absorbe deslices e impurezas, el autor evade con indudable acierto los valladares antes aludidos. Y el resultado es una loable suma de poemas donde la honestidad, por una parte, y la sapiencia para domeñar los ineludibles desbordamientos y las fintas de la lengua por la otra, se complementaron en aras de que el poeta nos hiciese llegar un testimonio lúcido de sus andanzas, ficticias o realmente vivenciadas, por los dédalos de Erato.

Muchas veces la poesía, para desgracia de quienes disfrutan de ella y a contrapelo propio, no pasa de ser un simple alarde de retoricismo. Ello sucede, sobre todo, cuando sus pretendidos hacedores son incapaces de acceder a las exigencias de la linfa necesitada por el verso y, en lugar del poema, se nos ofrece un bodrio quizás muy bien elaborado, pero ahíto de frialdades y de códigos inextricables, y ajeno a los requerimientos culturales ingénitos a la mayoría de los lectores. Estoy seguro de que Yepes Azparren no ignora el acecho de tales intersticios: la temperatura de sus textos y esa limpidez, tan sumamente difícil de adquirir, que admite la apropiación de los enunciados y el arribo a sus esencias sin que se nos impongan itinerarios laberínticos, nos muestran a un creador que se sabe dueño de su oficio y no vacila en someter a sus criaturas a los rigores del taller antes de permitirles la iniciación del vuelo.

En algún párrafo del Saludo escrito por Juan Liscano se nos señala que el poeta “logra mayor concreción de lenguaje en los poemas en prosa”. Desde mi punto de vista, sin embargo, esta afirmación es válida sólo al considerar que la mayor parte del cuaderno está conformada, precisamente, por poemas en prosa. Yepes Azparren, como él mismo ha confesado, escribe “con el oído vigilante”. Y esto es innegable; tanto, que un número importante de esas prosas poéticas -Vacío, por ejemplo-, dada la eficacia del ritmo y la sonoridad que logra endosarles el autor, no desdeñaría su ordenamiento tipográfico en versos. De haberse optado por esta otra posibilidad, “la concreción de lenguaje” a la que alude el maestro hubiera recaído, sin duda, sobre los textos afiliados entonces a la métrica.

Detengámonos ahora, antes de hacer ciertas apreciaciones, en el poema titulado Noche de mundo:


Ascendí hasta tu luz naciente
y hasta el amanecer he ardido
sobre tu rostro.

Oh fulgor respirado de tu aliento
en mi sed insaciable de tus labios.

Noche inagotable mientras tu hálito
y tu vida por entero aspiraba.

Sobre tu rostro
desvanecerme en llamas que tú has bebido.

Hundirme en tu viviente luz.

En tus secretos ojos.

En tu escuchada sangre.
Hasta ser sólo cenizas.

Astro mío rodado en la noche del mundo.


Aunque no es la intención de este comentario realizar un análisis más o menos exhaustivo de algunos textos en particular, me he permitido citar in extenso el anterior para puntualizar la utilización de uno de los recursos expresivos que, en mi opinión, conforman la columna vertebral de la poética de Yepes Azparren en el libro en cuestión. Y me refiero al uso de símbolos con acepciones opuestas y, más específicamente, a la aparición, en apariencias voluntaria, de términos alusivos a las claridades y a la sombra, con un notable predominio de los primeros. Nótese cómo en el poema citado es fácil corroborar lo que advertimos siguiendo, en orden descendente, la secuencia de sustantivos luz, amanecer, fulgor, noche, llamas, luz, cenizas, astro y noche. Y ese cúmulo de vocablos, de forma directa o por analogía, tiende a identificarse con las voces que hemos asumido como patrones, remitirnos a universos antagónicos y reaparecer en varios de los textos que se aglutinan en la colección.

Probablemente, la reiteración de tales figuras obedece a un propósito intencionado del autor y, hasta cierto punto, responde a las aguas encendidas de la metáfora que funge como título del poemario. Yepes Azparren sabe –y así nos lo recuerda con Tú mi río de llamas- que, aun sin soslayar la trascendencia del erotismo y de la probidad e, incluso, de sus visos platónicos, el amor es también esa unidad y lucha de contrarios, esa lidia perpetua, esa batalla ineluctable que suele convocarnos cada día, y a la que concurrimos iluminados por la esperanza de restarle un poco de fealdades y asperezas al ilustre animal que todavía continúa siendo el hombre.

Yaritagua, 20/11/2009


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