15 de diciembre de 2009

Cría cuervos

Por Julio César Blanco Rossitto

A la memoria de Salvatore Rossitto


En principio no lo había visto. Me encontraba en un momento de honda contemplación interior: la sutileza de Pessoa, la furia de Ginsberg, la sórdida ambigüedad de Pound, se habían mezclado mediante un proceso tan inexplicable como azaroso, con los últimos acordes del Capricho Italiano, esa suerte de dislocación de sonidos y timbales que hacen de Tchaikovsky mi pasión de whiskys en las tardes. He dicho que en principio no lo vi; estaba caminando por las veredas del parque recordando a Margarita y sintiéndome un poco Charlot, pero Charlot en realidad, con su sombrero de hongo, su traje de pingüino y sus zapatos enormes proyectado hacia el final de la ¿Polaroid o de la Kodak? mientras el círculo de la imagen se cierra para dar sensación de soledad y distancia. Estar caminando por las veredas, repito, con los ojos vagos, undívagos (como decía Félix en el bachillerato, para imitar un caballero del Siglo de Oro español) no significaba que realmente estuviera en el parque, sino más bien me sentía en las oficinas tediosas de Pessoa o en los departamentos alocados de Allen Ginsberg. Fue una cuestión de suerte para Él que en ese instante mis ojos se perdieran en la maraña de los setos, posiblemente atraído por las abejas que zumbaban en el empalagoso atardecer elíptico de las flores.

Parece que no me ha visto. El frío revela su constancia y acicatea mis costados, ¿cómo será en los países invernales?, se me ocurre pensar en Bruselas, pero sin duda en algo me favorece estar en el trópico. Aún así, la lluvia de los últimos días de agosto ha derribado mi hogar dejándome indefenso. Pudiera pensarse que es culpa de mi madre, porque en nuestra especie, el padre es una casualidad, un accidente del azar y del espacio. He pensado en Bruselas y sus días grises de sol opaco, allí debe haber muchos cables de alumbrado meciéndose en el viento, arropados de plumajes tristes y picos silenciosos. Por el contrario, aquí el calor es casi eterno, un permanente hervidero deteniendo el viento. No estoy seguro si me ha visto, sus ojos parecen extraviados.

Cuando bajé los párpados noté el nido en medio del destrozo, el agua había azotado el entresijo de pajilla y algodón, echándolo al suelo. Todavía, ensimismado por los poemas de Pessoa, Pound, Ginsberg y aturdido por el canto, el jolgorio, los platillos y los timbales de Tchaikovsky mordiéndome los oídos, lo levanté del suelo y lo traje a la altura de mis ojos en un acto casi reflejo.

Me alza en vilo con toda la fuerza que tienen los de su especie, trato de acurrucarme y acentuar mi debilidad para inspirar compasión, las escasas plumillas que cubren mi cuerpo tiemblan por el frío; el pico se me deshace en el iris de sus ojos lastimosos, sus manos enormes, temerosas de causar algún daño, hurgan con cuidado entre la yesca del nido. Siento el calor de esas manos, el ruido remoto de la sangre enrojeciéndole la piel. Me levanta hasta sus ojos (nariz impertinente, cabello escaso, pómulos desleídos hacia las mejillas, comisura de los labios lastimosa, huellas de un descuidado acné de adolescencia).

Pudo haber sido mi estado de contemplación que amplificó su desmedro, lo tomé entre mis manos y con cuidado acaricié la pelusilla que cubría su cuerpo: ¡era una roncha ardiendo entre mis manos! En su piel relampagueaban aros tumefactos. Acaricié su cabeza de ojos y espanto, lo escondí en mi regazo bajo la camisa, creo que sintió miedo.

Me protege debajo de su camisa, me abrasa el calor de su cuerpo.

De camino a casa sentí leves caricias en mi dermis, un suave escozor recorrió las fibras de mi piel.

Comienzo a hurgar en su vientre, escucho del otro lado el flujo de la sangre abriéndose paso entre las infinitas ramificaciones de su sistema sanguíneo. Insisto. Lo más agradable es el calorcito que emana de su dermis; pienso que le gustan mis picoteos. Presumo que se debate en una sensación de dolor y placer. Decido acometer con más fuerza.

Comenzó a hurgar en mi vientre, en dirección a mi eje sagital (dorsoventral), comprometiendo mi epidermis en lo que tiene de tejido fibroso. Sin explicármelo, pensé en La Lección de Anatomía del Doctor Tulp, de Rembrandt, volvieron a pasar por mi mente los ojos estupefactos de los discípulos, las manos musicales (en actitud de director de orquesta) del Dr. Tulp, su mirada serena, engalanada por un sombrero de alas voladoras; recordé el cadáver lívido, la sombra de los discípulos bañando la cara tétrica, el brazo esquilmado, la postración de la muerte.

Parece no haber sentido nada. Una vez violentadas la dermis y epidermis, dirijo mi objetivo inmediato hacia el peritoneo. Esa noche lluviosa y fría, él quedó dormido con sus manos sobre el vientre haciéndome de regazo; fue así como llegue al peritoneo parietal, embriagado por el sabor mixto de la sangre dulce y la acidez áspera del tejido seroso. Insatisfecho, fui más adentro y abordé el peritoneo visceral. He penetrado la cavidad peritoneal no sin temor. Un concierto de palabras me ofrecen distintas opciones: mesenterio, mesocolon, repliegue peritoneal, duodeno hepático, epiplón gastrohepático y epiplón gastroesplénico.

Al levantarme percibí un olor agrio, como de sangre excretada por la carne de res que cuelga en los grandes refrigeradores de las carnicerías. Sentí un ligero ardor en el vientre, como aleteo de cigarrón. Al buscarlo sobre mi vientre, noté que Él no estaba, es decir, sí estaba, pero no afuera sino adentro. Levanté el pijama y observé un orificio violáceo y tumefacto, pequeñas burbujas de pus bordeaban la herida. Experimenté pánico e intenté hurgar con los dedos para extraerlo. Al tocarme, no pude resistir el dolor y perdí el conocimiento.

Este debe ser el duodeno. Dirijo mis picotazos en sentido ascendente hacia el píloro, observo la curvatura superior del estómago lindante con el bazo. Como un experto gourmet, disfruto el sabor que me deparan las cuatro capas del estómago. Me deleito con la túnica submucosa o celular, formada por fascúnculos conjuntivos. Rompo el estómago, me hundo en su vacío.

Luego del aturdimiento y el desmayo, abrí los ojos. Rápidamente decidí vestirme y buscar auxilio, pensé en Margarita. Al llegar a su apartamento me recibió amorosa, tomamos una copa y me hizo el amor. Al culminar su tercer orgasmo notó el orificio violáceo que substituía mi ombligo. Le expliqué lo ocurrido. Ella me recomendó tomar agua con limón, una cucharadita de azúcar y un tantito de bicarbonato, eso sí, tómatelo inmediatamente después de que haga efervescencia. Chao Margarita, te amo, nos vemos pronto.

En la oficina enseñé la herida a Crespo: A mí me ocurrió algo parecido, no hay que alarmarse, lávala con agua oxigenada y luego te aplicas rifocina. Para el malestar nada como el bicarbonato. A Josefina Ramírez: Eso no es nada para lo que yo tenía. ¿Conoces la hoja de ruda? Te aplicas una cataplasma en la zona, le enciendes una vela azul a Santa Sofía, rezas tres Padrenuestro y publicas un clasificado en la prensa agradeciendo el favor recibido. A Pedro García, Rosa Ruiz, Idelfonzo Samperio…

Me llamó la atención un órgano pulposo, marrón o morado muy oscuro. Esta víscera está cubierta con una capa fibrosa llamada Cápsula de Glisson, que le da consistencia. Acaricié la tersura de esa fibra, rica en vasos sanguíneos y capilares, al morderla me amargó un líquido bilioso. La emprendí entonces con la vesícula biliar, en busca de un órgano reticular llamado páncreas. Me detuve un instante y percibí que cada región recorrida en su interioridad, aumentaba mis fuerzas, me hacía poderoso. Decididamente enfilé hacia el páncreas.

El doctor me dice que tengo una deficiencia pancreática aguda, producto de una severa pancreatitis, lo cual hace que este órgano, amigo mío, no segregue insulina y usted debe saber que la insulina regula la concentración de azúcar en la sangre, sin lo cual el plasma es invadido por los llamados cuerpos cetónicos. Sí doctor, pero mire esta herida en mi ombligo. No se preocupe, haremos una cura y sanará. Por cierto, sus exámenes revelan insuficiencia biliar que dificulta la asimilación de grasas y una inflamación pilórica. Doctor, pero si le cuento que esto me ocurre desde que estando en el parque, caminando por sus veredas y recordando a Margarita…Le daré una referencia para el Dr. Ballesteros, es muy buen psiquiatra.

Por último pensé que mi objetivo era el corazón, órgano musculoso, hiperactivo, que se aloja en la parte superior izquierda de la caja torácica. Para lograr mis propósitos, tomé la ruta de la arteria mesentérica inferior que me condujo a la aorta y finalmente al corazón. El triunfo me vistió de frío.

Encontraron mi cuerpo seco como un cartón, presentaba una abertura longitudinal en el eje transversal y otra en el eje dorsoventral o sagital. Todos mis órganos exhibían signos de mutilación y desgarramiento por picotazos. El corazón estaba partido en dos y seccionadas las venas cava superior e inferior, la aorta y la arteria pulmonar. También se apreciaba una perforación que comprometía la válvula tricúspide en la aurícula derecha. Sin embargo, el informe médico fue muy escueto: Individuo caucásico, piel áspera, ojos inofensivos, muerte natural. El parte policial hacía referencia a la conservación de la naturaleza, de las especies ornitológicas en peligro de extinción y de varios pichones de un ave desconocida que habían sido encontrados junto al cadáver:
Las avecillas presentaban un lastimoso estado de debilidad por anorexia. El zoológico de la ciudad conservó un par de ellas y obsequió algunos ejemplares a varios ciudadanos que voluntariamente se ofrecieron a contribuir con la protección de la fauna.


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