El abandono progresivo del ámbito rural y el acelerado y aparentemente ineluctable hacinamiento del hombre en las ciudades, espacio mucho más propicio para la aparición y el incremento exorbitante de los vicios y las bajas pasiones, incidieron notablemente, a lo largo de la pasada centuria y durante el transcurso de la actual, en la creciente y rauda proliferación de la marginalidad y de los desafueros humanos inherentes a ella. Atribuible muchas veces a la imperfección de nuestras sociedades y otras a la morbosa vocación por el delito que suele convivir, en perfecta simbiosis, con determinados especímenes, esa lamentable forma de asirse a la existencia citadina también se ha convertido en una especie de surtidor, abundoso in extremis, hacia el que tienden a inclinarse algunos escritores acicateados por la intención de labrarle un sitio en el entramado de sus obras.
Aunque no me atrevo a asegurarlo, probablemente haya sido Guillermo Meneses el primer narrador que se arriesgó a incorporar el tema de marras a la cuentística venezolana. Aun cuando resulta innegable la trascendencia de la prosa regionalista o de la tierra, cuyo exponente más connotado, sin lugar a dudas, sería la célebre novela de Rómulo Gallegos publicada en 1929, ya en los cuentos del escritor caraqueño aparecidos en la década del treinta del pasado siglo es factible advertir indicios del traslado del escenario rural hacia el entorno suburbano. En semejante hábitat se mueven, verbigratia, las criaturas que apreciamos en La balandra Isabel llegó esta tarde, texto que vio la luz en 1934 y que, añadido a los restantes alumbrados más o menos por esa misma fecha, presupondría un intento de renovación literaria de irrefutable validez en estos lares.
El amplio abanico de sucesos que conforma Quemando a Venezuela y otros relatos no desdeña el acercamiento creativo a esa dolorosa realidad que, dada la ineficacia de los mecanismos diseñados para combatirla, tórnase más preocupante aún cuando el azar le usurpa el aire a quienes tratan de evadirla o ignorarla. En su libro iniciático, merecedor de un premio en el Certamen Mayor de las Artes y las Letras del 2006 y publicado ese mismo año por la Fundación editorial el perro y la rana, Juan Manuel Parada (Yaritagua, 1980) incursiona con viento favorable por este y otros derroteros.
Los entes marginales involucrados en una porción considerable del universo existencial que nos entrega el joven narrador yaritagüeño difieren, sin embargo, de las entelequias menesianas. En sus cuentos, si excluimos la aparición esporádica de la drogadicción, el tratamiento de la marginalidad se vincula, sobre todo y más atinadamente, con la recreación de la violencia cuyo clímax suele concretarse a través del zumbido de una bala o de un deceso inesperado. Si bien algunas veces esta constituye la columna vertebral del acontecimiento que se nos participa, también se nos ofrece incorporada sólo de manera tangencial a la trama en la que irrumpe de forma un tanto imprevisible, quizás para la consecución de un dramatismo afín a realidades a las que no siempre conseguimos sustraernos.
Siguiendo el orden cronológico del libro - y soslayando momentáneamente asuntos a los que me acercaré más adelante -, ya en el tercer relato de los quince que configuran el cuaderno, Juan Manuel se dispone al abordaje del contexto que ha venido ocupándonos. Un ladrón en emergencia sintetiza, mediante la alternancia de dos voces narrativas, el fatídico drama del cazador cazado. Así, al monólogo del gánster que, traicionado por uno de sus cómplices, finaliza herido mortalmente durante la realización de sus andanzas, se le intercalan fragmentos del discurso en segunda persona de alguien que lo juzga mientras el delincuente, abandonado sobre una camilla, aguarda por la asistencia imprescindible de un galeno. Aunque los planos temporales son diferentes, la convergencia espacial de ambos protagonistas torna verosímil el andamiaje del texto. Y el desenlace, doloroso por cuanto nos conduce a avecinarnos con las emanaciones de la muerte, implicita un acertado cuestionamiento a los deslices de la ética.
Albures y Nueva vida, dos de los relatos más extensos y, a mi juicio, los más consistentes de la recopilación, nos muestran a un creador con dotes para el ejercicio venturoso de la narrativa. En el primero de ellos, valiéndose de una meticulosa fragmentación de la urdimbre, nos presenta el autor a varios personajes cuya existencia conflictiva y la búsqueda de probables soluciones tienden a vincularlos en encuentros aparentemente fortuitos. En connivencia con el título, el final nos apabulla con el fallecimiento azaroso de un hombre ajeno a los desmanes de la marginalidad. El segundo nos asoma a un vasto fresco de los avatares gansteriles donde el protagonista, que finalmente intenta regenerarse, concluye - por una ironía macabra del artista o por antífrasis con el título - estrellándose contra el parachoques de un camión.
Como ya he dejado entrever más arriba, en Quemando a Venezuela… coexiste una notable gama de intereses temáticos. Y otro de los demonios que asedian a Juan Manuel es el relativo a las complejidades de la vida de un escritor. Una proporción importante de su libro se le confiere al tratamiento de estas preocupaciones. Y ello no debe sorprendernos, máxime si convenimos en que tradicional y desafortunadamente, casi nunca en estos países nuestros el ofrecimiento a las exigencias de la literatura se ha revelado como una profesión rentable. La consagración antes de la entrada en el sepulcro siempre me ha parecido un privilegio al que sólo acceden algunos pocos elegidos de los dioses. El compromiso con las letras presupone, para quien se decide a contraerlo, una usurpación tácita del tiempo que osan reclamarle los oficios con los cuales sí puede sustentarse, o una disminución de los minutos exigidos por el descanso corporal, o cierta dejadez en el aporte de afectos a las personas que lo aman.
A pesar de que en dos de sus relatos el narrador, quizás para no nadar solo en contra de tendencias aún sólidas, se aproxima a los cánones de la cuentística signada por elementos referentes a los cotos de la fantasía, en el cuaderno se evidencia el propósito de ambientar los textos en circunstancias incuestionablemente verosímiles. Por lo mismo, estos cuentos de Juan Manuel que, a decir verdad, en ocasiones dejan traslucir algunas deficiencias en el uso del lenguaje - la reiteración innecesaria de gerundios, por ejemplo - imputables, creo yo, a la prisa que nos impone la convocatoria de un concurso, se nutren de la experiencia física del autor y de la observación directa y de la sátira juiciosa a los baales de la cotidianidad. Intención esta que, francamente, no dudo en suscribir. Próximos a los cien años del estallido de las vanguardias, lejos de continuar vertiendo agua sobre un terreno ahíto de humedades, tal vez no resulte descabellada una ligera inclinación del astrolabio hacia lo todavía rescatable de las simientes originarias.
Yaritagua, 5/8/2009
Aunque no me atrevo a asegurarlo, probablemente haya sido Guillermo Meneses el primer narrador que se arriesgó a incorporar el tema de marras a la cuentística venezolana. Aun cuando resulta innegable la trascendencia de la prosa regionalista o de la tierra, cuyo exponente más connotado, sin lugar a dudas, sería la célebre novela de Rómulo Gallegos publicada en 1929, ya en los cuentos del escritor caraqueño aparecidos en la década del treinta del pasado siglo es factible advertir indicios del traslado del escenario rural hacia el entorno suburbano. En semejante hábitat se mueven, verbigratia, las criaturas que apreciamos en La balandra Isabel llegó esta tarde, texto que vio la luz en 1934 y que, añadido a los restantes alumbrados más o menos por esa misma fecha, presupondría un intento de renovación literaria de irrefutable validez en estos lares.
El amplio abanico de sucesos que conforma Quemando a Venezuela y otros relatos no desdeña el acercamiento creativo a esa dolorosa realidad que, dada la ineficacia de los mecanismos diseñados para combatirla, tórnase más preocupante aún cuando el azar le usurpa el aire a quienes tratan de evadirla o ignorarla. En su libro iniciático, merecedor de un premio en el Certamen Mayor de las Artes y las Letras del 2006 y publicado ese mismo año por la Fundación editorial el perro y la rana, Juan Manuel Parada (Yaritagua, 1980) incursiona con viento favorable por este y otros derroteros.
Los entes marginales involucrados en una porción considerable del universo existencial que nos entrega el joven narrador yaritagüeño difieren, sin embargo, de las entelequias menesianas. En sus cuentos, si excluimos la aparición esporádica de la drogadicción, el tratamiento de la marginalidad se vincula, sobre todo y más atinadamente, con la recreación de la violencia cuyo clímax suele concretarse a través del zumbido de una bala o de un deceso inesperado. Si bien algunas veces esta constituye la columna vertebral del acontecimiento que se nos participa, también se nos ofrece incorporada sólo de manera tangencial a la trama en la que irrumpe de forma un tanto imprevisible, quizás para la consecución de un dramatismo afín a realidades a las que no siempre conseguimos sustraernos.
Siguiendo el orden cronológico del libro - y soslayando momentáneamente asuntos a los que me acercaré más adelante -, ya en el tercer relato de los quince que configuran el cuaderno, Juan Manuel se dispone al abordaje del contexto que ha venido ocupándonos. Un ladrón en emergencia sintetiza, mediante la alternancia de dos voces narrativas, el fatídico drama del cazador cazado. Así, al monólogo del gánster que, traicionado por uno de sus cómplices, finaliza herido mortalmente durante la realización de sus andanzas, se le intercalan fragmentos del discurso en segunda persona de alguien que lo juzga mientras el delincuente, abandonado sobre una camilla, aguarda por la asistencia imprescindible de un galeno. Aunque los planos temporales son diferentes, la convergencia espacial de ambos protagonistas torna verosímil el andamiaje del texto. Y el desenlace, doloroso por cuanto nos conduce a avecinarnos con las emanaciones de la muerte, implicita un acertado cuestionamiento a los deslices de la ética.
Albures y Nueva vida, dos de los relatos más extensos y, a mi juicio, los más consistentes de la recopilación, nos muestran a un creador con dotes para el ejercicio venturoso de la narrativa. En el primero de ellos, valiéndose de una meticulosa fragmentación de la urdimbre, nos presenta el autor a varios personajes cuya existencia conflictiva y la búsqueda de probables soluciones tienden a vincularlos en encuentros aparentemente fortuitos. En connivencia con el título, el final nos apabulla con el fallecimiento azaroso de un hombre ajeno a los desmanes de la marginalidad. El segundo nos asoma a un vasto fresco de los avatares gansteriles donde el protagonista, que finalmente intenta regenerarse, concluye - por una ironía macabra del artista o por antífrasis con el título - estrellándose contra el parachoques de un camión.
Como ya he dejado entrever más arriba, en Quemando a Venezuela… coexiste una notable gama de intereses temáticos. Y otro de los demonios que asedian a Juan Manuel es el relativo a las complejidades de la vida de un escritor. Una proporción importante de su libro se le confiere al tratamiento de estas preocupaciones. Y ello no debe sorprendernos, máxime si convenimos en que tradicional y desafortunadamente, casi nunca en estos países nuestros el ofrecimiento a las exigencias de la literatura se ha revelado como una profesión rentable. La consagración antes de la entrada en el sepulcro siempre me ha parecido un privilegio al que sólo acceden algunos pocos elegidos de los dioses. El compromiso con las letras presupone, para quien se decide a contraerlo, una usurpación tácita del tiempo que osan reclamarle los oficios con los cuales sí puede sustentarse, o una disminución de los minutos exigidos por el descanso corporal, o cierta dejadez en el aporte de afectos a las personas que lo aman.
A pesar de que en dos de sus relatos el narrador, quizás para no nadar solo en contra de tendencias aún sólidas, se aproxima a los cánones de la cuentística signada por elementos referentes a los cotos de la fantasía, en el cuaderno se evidencia el propósito de ambientar los textos en circunstancias incuestionablemente verosímiles. Por lo mismo, estos cuentos de Juan Manuel que, a decir verdad, en ocasiones dejan traslucir algunas deficiencias en el uso del lenguaje - la reiteración innecesaria de gerundios, por ejemplo - imputables, creo yo, a la prisa que nos impone la convocatoria de un concurso, se nutren de la experiencia física del autor y de la observación directa y de la sátira juiciosa a los baales de la cotidianidad. Intención esta que, francamente, no dudo en suscribir. Próximos a los cien años del estallido de las vanguardias, lejos de continuar vertiendo agua sobre un terreno ahíto de humedades, tal vez no resulte descabellada una ligera inclinación del astrolabio hacia lo todavía rescatable de las simientes originarias.
Yaritagua, 5/8/2009
2 comentarios:
Estimado Arístidez, muy agradecido estoy por la sincera reseña que le has hecho a mi primogénito.
De verdad hermano, me parece loable tu labor, no por lo dedicado a mi libro, sino por la honestidad con la que te has volcado sobre nuestra literatura.
Un abrazo amigo.
Estimado Aristides, he acabado de crear una pagina social donde se puede reunir la gente de Corralillo, para conversar y reencontrarse:
www.corralillo.ning.com
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