4 de agosto de 2009

Nota sobre Garmendia y La tienda de muñecos

Debo a la gentileza de una amiga, recién iniciada en el estudio de las letras, mi encuentro con la obra narrativa de Julio Garmendia.

Nacido en una hacienda cercana a la ciudad de Barquisimeto, a la edad de diecisiete años el futuro narrador se traslada a la capital del país en compañía de su padre, e inmediatamente decide brindarse a la práctica del periodismo, no por necesidades pecuniarias ni por intereses políticos, sino por un simple compromiso de fidelidad con su incipiente vocación. Más tarde viaja a Europa y, hallándose en la patria de Víctor Hugo y de Maupassant y de Bretón, ve la luz en París, en 1927, la edición príncipe de La tienda de muñecos, encabezada por un prefacio debido a la autoría de Jesús Semprum.

Casi a los ventiocho años del deceso físico del autor, en enero de 2005 la prestigiosa Monte Ávila Editores Latinoamericana, en su ya imprescindible colección Biblioteca Básica de Autores Venezolanos, ha puesto a circular una nueva y bellísima edición del libro primigenio de Garmendia. Alrededor de medio centenar de cuartillas le parecieron suficientes a este meticuloso hacedor de fantasías para estructurar el cuerpo narrativo de su obra iniciática. Concluido el deleite al que nos conduce la lectura de sus ocho cuentos, no me parece descabellado imaginar que, aún cuando su aparición se produjo más allá de nuestras costas y varios años después de la concepción de la mayor parte de sus textos, La tienda… bien pudo significar algo así como un tajo imprevisto en las arterias de la ya prácticamente exangüe estética modernista o, en el mejor de los casos, una bofetada irreverente a la prosa que ubicaba sus esencias en ámbitos de un nativismo anquilosado.

Las breves narraciones de Julio Garmendia recuerdan miniaturas cinceladas por la consagración impertérrita de un orfebre, vinos que precisaron de algunos lustros de añejamiento para entregar toda su espléndida exquisitez al paladar que, transcurrido ese proceso, habría de catarlos. Hay artistas que se asoman al mundo privilegiados con la rarísima virtud de anticiparse a las circunstancias de su entorno, y una de esas venerables criaturas fue, sin lugar a dudas, el escritor que nos ocupa. Por ello no es de extrañar que Garmendia escribiera para lectores que, aún sin haber nacido, juzgarían equitativamente La tienda de muñecos, colocándola en el sitial señero que le corresponde considerando su defensa a ultranza de una manera fundacional de asumir el ejercicio escriturario entre nosotros.

El libro al que hacemos referencia se nos ofrece como un límpido manojo de fabulaciones donde se torna evidente un marcado predominio, sobre los contor­nos palpables de la realidad, de situaciones o acontecimientos signados por innumerables vestigios de inverosimilitud. Gracias a su lectura, además del argumento epónimo, - que nos propone cierto tipo de metaforización alusiva a la existencia social - nos informamos, entre otras cosas, acerca de la urbanidad de un pobre diablo que, despojado por el autor de toda su malevolencia satánica, se interesa en la adquisición del alma de un hombre que duda poseerla y dialoga con este permitiéndole realizar un viaje al mundo ultraterreno, y del vuelo fantástico de alguien que se agazapa en el vientre de una nube y, luego de su intrépida incursión, regresa exitosamente a la tierra metamorfoseado en un recién nacido.

En El cuento ficticio, texto que, además de ser considerado por ciertos estudiosos de su obra como una especie de velado manifiesto, aparentemente justifica con transparencia cenital la poética del escritor, Garmendia rompe lanzas a favor de un retorno necesario a “los Reinos y Reinados del país del Cuento Azul, clima feliz de lo irreal, benigna latitud de lo ilusorio”. Pero, más allá de semejante llamado a un regreso a los cotos de una de las tendencias en boga, basta una simple ojeada a este o a sus libros posteriores para convencerse de que el narrador barquisimetano trasciende con indudable amplitud los postulados de ese movimiento.

A mi modesto juicio, referencias temáticas de esta narrativa podrían encontrarse en otros aires. Así, por ejemplo, en El difunto yo, último de los cuentos de La tienda…, no es difícil vislumbrar pinceladas del Stevenson de El Dr. Jekill y Mr. Hyde. Incluso, en los avatares de ese personaje de Garmendia que debe lanzarse a recuperar a su alter ego, no es difícil advertir reminiscencias de aquel esperpento gogoliano que, luego de comprobar el abandono de su nariz y descubrirla, perfectamente vestida y con sombrero, recorriendo las calles y establecimientos del San Petersburgo de la primera mitad del siglo XIX, precisa empeñarse en su persecución para devolverla al rostro del cual se había separado.

Pero no me arriesgo a asegurar que sea el universo ideotemático inherente a su cuentística la única razón de la vigencia del escritor. Una y mil veces, nuestro idioma ha sido vapuleado por cientos de escribidores, sensibles a las piruetas de las modas o ajenos al oficio. Garmendia, indudablemente, se mantuvo alejado de tales posiciones. De hecho, quizás en el manejo de la lengua cervantina radica otro de los resortes importantes que condujeron al escritor a su aceptación actual: la ironía, el humor, la sobriedad en el uso de la adjetivación y la poda consciente de la hojarasca son rasgos que le confieren a su estilo una envidiable singularidad.

Escurriéndose de la ya estertorosa pedrería modernista y de los excesos del criollismo, el escritor ganó para La tienda de muñecos un decoroso sitio en la posteridad. A pesar de que no se afilió jamás a ninguna de las corrientes de la vanguardia, nadie osaría negarle a ese cuaderno germinal su condición renovadora. De ello dan fe, además de los elementos anteriormente apuntados, el antimimetismo, la fantasía y el distanciamiento de las realidades extraliterarias. Como ya he sugerido, Garmendia escribió para hacerse comprender por lectores venideros y es de inferir que lo logró: su influjo en las generaciones de literatos venezolanos que sucedieron a la publicación de sus cuentos, hoy se nos revela como una verdad a todas luces incuestionable.

Luego de su oportuno regreso del viejo continente a finales de 1939, el narrador, hospedado en un hotel caraqueño, continúa su vida de solitario empedernido. Pero en esa soledad - tal vez la soledad sonora que dijera Fray Luis - pergeñó los cuentos que configuraron su segundo libro. Este, publicado en 1952, además de quebrantar el prolongadísimo silencio del autor, fue el máximo responsable del inicio de su justa y merecida revalorización. De modo que con la concesión, en 1974, del Premio Nacional de Literatura a Julio Garmendia, se asistió en Venezuela a la consumación de un acto de justicia.

Yaritagua, 30/12/2005

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