Un número considerable de las obras que han logrado apropiarse de un lugar en los anaqueles de las bibliotecas, aparecieron gracias al talento y la perseverancia de seres comprometidos inicialmente con estudios o profesiones alejadas un tanto de los requerimientos afines al cultivo de las letras. Chéjov y Mijaíl Bulgakov, por ejemplo, antes de ser grandes narradores fueron médicos.
Salvando las distancias, de las provincias centrales de Cuba recuerdo ahora los nombres del ingeniero eléctrico Alpidio Alonso Grau y del licenciado en inglés Jorge Ángel Hernández Pérez (HP). Durante los años finales del pasado siglo, época que presupuso, para muchos de los profesionales que desde entonces escribíamos, la toma de importantes decisiones, hubo quienes optaron por abandonar el país y quienes decidieron cambiar de puestos de trabajo. Así, Alpidio y HP, incorporados bizarramente al segundo grupo, se desempeñan hoy en esferas más vinculadas con sus intereses culturales.
Mi caso fue distinto. Graduado en medicina en el ya casi nebuloso 1986, y adorador a ultranza de los libros y de la poesía, opté por continuar en el ejercicio de mi profesión sin que ello significara un tácito golpe de gracia en contra de las inquietudes vocacionales que alimenté desde la infancia. Sé que alguno de los amigos que conservo, acicateado por el afán de disentir o parapetándose detrás de una sabrosa carcajada, podría extender sobre la mesa, como un manojo de naipes, las remembranzas de cierto romance mío con la diosa de la agricultura; pero – ya transcurrido el tiempo necesario para el ascenso de nuestras peripecias a la báscula de la realidad – arguyo, en mi defensa, que tales devaneos no pasaron de ser un resbalón intrascendente.
Es indudable que la fidelidad al juramento de Hipócrates me ha despojado de una buena porción del tiempo que todavía suele reclamarme la creación poética e, incluso, me ha conducido a la pérdida, por el distanciamiento y la falta de comunicación, de provechosas amistades relacionadas con el universo de la literatura. De los cuatro libros que tengo publicados, sólo el primero se favoreció, antes de su alumbramiento, con la lectura y las sugerencias previas de un amigo capaz de columbrar, entre otras muchas cosas, imágenes mediocres o símiles infelices. Yo escribo versos sin que me asista la oportunidad de mostrárselos a nadie. Rodeado de colegas escasamente inmersos en el mundo de las letras, he tenido que adiestrarme para juzgar las posibles cualidades y corregir las imperfecciones de mis textos y, como es lógico inferir, probablemente no he dictaminado siempre con la imparcialidad recomendada. Por lo mismo, reconozco que es harto difícil esto de compartir la vida con dos solicitudes tiránicas.
Pero ese alejamiento forzoso del ambiente literario me ha reportado también no pocos beneficios. Quizás el fundamental sea el hecho de que escribo, sobre todo, para mi propia satisfacción, sin compromisos de ninguna índole con cualquiera de las múltiples directrices que hoy se dejan vislumbrar en el panorama de la poesía y, consecuentemente, ajeno a las rencillas que, quizás como un intento de homenajear a Góngora y Quevedo, tienden a convocar a los representantes de una u otra tendencia. Jamás me he visto precisado a cultivar enemistades con otros escritores. Creo que a lo largo de la mayor parte de lo que he escrito hasta el momento – y espero que se me sepa disculpar el golpe a la ingenuidad de la modestia – no resulta nada engorroso reconocer mi forma de concretar en líneas más o menos ordenadas el vuelo contumaz de los demonios que me asedian. Ello no significa, ni por asomo, que desdeñe una obra elaborada sobre la base de postulados diferentes. Escribir, aunque sea con un mínimo de calidad, es un acto reverenciable a todas luces.
Pólvoras de alerta, título que he tomado a préstamo de uno de los versos del primer libro de Vallejo, a pesar de sus resonancias explosivas sólo intentará convertirse en un espacio para la divulgación electrónica, mientras dispongamos de tiempo y entusiasmo, de poemas, acotaciones y apuntes sobre la literatura, el arte, sus vecinos y sus pertinaces y a veces casi desconocidos hacedores. Esa será la esencia de su aparición, su objetivo prioritario. Y teniendo en cuenta que para mantener su estabilidad seguramente será necesaria la realización de un esfuerzo ímprobo, me permito adelantarles a los futuros internautas que osen acompañarnos – si tenemos la suerte de que nos descubran – que aquí, además de los trabajos míos, aparecerán también textos firmados por otros autores, con la única condición de que se ciñan a determinados cánones. Asimismo, se aceptarán los comentarios que juzguemos inteligentes y/o respetuosos y, por último, no les faltarán muestras de agradecimiento a quienes, libres del ominoso influjo de la malevolencia y de la insidia, nos autoricen a depositar, luego de los acuerdos pertinentes, algún fragmento de sus meditaciones en la bonanza de este sitio.
Salvando las distancias, de las provincias centrales de Cuba recuerdo ahora los nombres del ingeniero eléctrico Alpidio Alonso Grau y del licenciado en inglés Jorge Ángel Hernández Pérez (HP). Durante los años finales del pasado siglo, época que presupuso, para muchos de los profesionales que desde entonces escribíamos, la toma de importantes decisiones, hubo quienes optaron por abandonar el país y quienes decidieron cambiar de puestos de trabajo. Así, Alpidio y HP, incorporados bizarramente al segundo grupo, se desempeñan hoy en esferas más vinculadas con sus intereses culturales.
Mi caso fue distinto. Graduado en medicina en el ya casi nebuloso 1986, y adorador a ultranza de los libros y de la poesía, opté por continuar en el ejercicio de mi profesión sin que ello significara un tácito golpe de gracia en contra de las inquietudes vocacionales que alimenté desde la infancia. Sé que alguno de los amigos que conservo, acicateado por el afán de disentir o parapetándose detrás de una sabrosa carcajada, podría extender sobre la mesa, como un manojo de naipes, las remembranzas de cierto romance mío con la diosa de la agricultura; pero – ya transcurrido el tiempo necesario para el ascenso de nuestras peripecias a la báscula de la realidad – arguyo, en mi defensa, que tales devaneos no pasaron de ser un resbalón intrascendente.
Es indudable que la fidelidad al juramento de Hipócrates me ha despojado de una buena porción del tiempo que todavía suele reclamarme la creación poética e, incluso, me ha conducido a la pérdida, por el distanciamiento y la falta de comunicación, de provechosas amistades relacionadas con el universo de la literatura. De los cuatro libros que tengo publicados, sólo el primero se favoreció, antes de su alumbramiento, con la lectura y las sugerencias previas de un amigo capaz de columbrar, entre otras muchas cosas, imágenes mediocres o símiles infelices. Yo escribo versos sin que me asista la oportunidad de mostrárselos a nadie. Rodeado de colegas escasamente inmersos en el mundo de las letras, he tenido que adiestrarme para juzgar las posibles cualidades y corregir las imperfecciones de mis textos y, como es lógico inferir, probablemente no he dictaminado siempre con la imparcialidad recomendada. Por lo mismo, reconozco que es harto difícil esto de compartir la vida con dos solicitudes tiránicas.
Pero ese alejamiento forzoso del ambiente literario me ha reportado también no pocos beneficios. Quizás el fundamental sea el hecho de que escribo, sobre todo, para mi propia satisfacción, sin compromisos de ninguna índole con cualquiera de las múltiples directrices que hoy se dejan vislumbrar en el panorama de la poesía y, consecuentemente, ajeno a las rencillas que, quizás como un intento de homenajear a Góngora y Quevedo, tienden a convocar a los representantes de una u otra tendencia. Jamás me he visto precisado a cultivar enemistades con otros escritores. Creo que a lo largo de la mayor parte de lo que he escrito hasta el momento – y espero que se me sepa disculpar el golpe a la ingenuidad de la modestia – no resulta nada engorroso reconocer mi forma de concretar en líneas más o menos ordenadas el vuelo contumaz de los demonios que me asedian. Ello no significa, ni por asomo, que desdeñe una obra elaborada sobre la base de postulados diferentes. Escribir, aunque sea con un mínimo de calidad, es un acto reverenciable a todas luces.
Pólvoras de alerta, título que he tomado a préstamo de uno de los versos del primer libro de Vallejo, a pesar de sus resonancias explosivas sólo intentará convertirse en un espacio para la divulgación electrónica, mientras dispongamos de tiempo y entusiasmo, de poemas, acotaciones y apuntes sobre la literatura, el arte, sus vecinos y sus pertinaces y a veces casi desconocidos hacedores. Esa será la esencia de su aparición, su objetivo prioritario. Y teniendo en cuenta que para mantener su estabilidad seguramente será necesaria la realización de un esfuerzo ímprobo, me permito adelantarles a los futuros internautas que osen acompañarnos – si tenemos la suerte de que nos descubran – que aquí, además de los trabajos míos, aparecerán también textos firmados por otros autores, con la única condición de que se ciñan a determinados cánones. Asimismo, se aceptarán los comentarios que juzguemos inteligentes y/o respetuosos y, por último, no les faltarán muestras de agradecimiento a quienes, libres del ominoso influjo de la malevolencia y de la insidia, nos autoricen a depositar, luego de los acuerdos pertinentes, algún fragmento de sus meditaciones en la bonanza de este sitio.
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