29 de noviembre de 2008

Historias del citarista (fragmentos encontrados)

I

En las celebraciones de la estirpe
fue bendecido por los dioses,
por un clamor de múltiples gargantas
el cazador más diestro,
el osado que anduvo
sobre las tierras pantanosas
persiguiendo el aullido
con que anuncian su salto las bestias más temibles.

Alrededor del fuego
lucen sus amuletos las doncellas
de súbita elegancia.
En el carcaj, las puntas venenosas,
se olvidan los venablos que troncharán, alados,
la embestida probable de garras y colmillos.

Esta noche la tribu está de fiesta: es fácil
adivinar el gusto exasperante
del vino en las canciones
y en el júbilo abierto de las piernas que danzan.
La tribu se divierte. Sin embargo,
no hay una voz que alabe la destreza
de los ancianos alfareros.
¿Qué podría importar
la ilustre pequeñez de una vasija,
la dureza del barro,
mientras el hechicero escancia sus pociones
en los labios del fuego
y el hombre reverencia sus augurios?

Pronto será la ceremonia
de las ilustraciones.
Los abuelos más sabios
mencionarán el nombre de las armas
que han de ceñirse al cuerpo venturoso
los guerreros más jóvenes.

Limpia como la frente
de una mujer a quien se adora,
mañana se abrirá, con su tibieza
locuaz e imprescindible,
la pupila del Padre.
Y el niño que soñara bajo sus pies crecidos
una senda de orillas diferentes,
ha de partir por vez primera hacia los bosques
donde abunda la caza.


II

Aquí, junto a nosotros, como nunca
se yerguen esos árboles
que domestican, serios, la intemperie
y, arrullando el crujido de las ramas que ocupan,
armonizan los pájaros exóticos
sus más hermosos cánticos.

En la luna redonda del estanque
donde a veces las vírgenes
se dan a contemplar, como en tablillas,
sus largas cabelleras,
los peces que han burlado la estafa del anzuelo
hacen brotar del agua sus cabriolas.

Todavía escuchamos
cómo crece la hierba que circunda
la choza del Gran Jefe.
Ahora somos felices: la abundancia
nos satisface a todos.
Pero, ¿quién desconoce
que los dedos helados del invierno
han de quebrar de nuevo los conjuros?

Yo te conozco, cazador que marchas
al encuentro del tigre.
Como hermanos,
jugamos a ser grandes
cuando no eran proscritas las adivinaciones;
desatamos los hilos
que nos acercarían al misterio
temido por las madres,
y ocupamos un puesto absolutorio
en el círculo noble del banquete
sin que los dioses se ofendieran.

Siempre no serán bellas las flores que obtengamos,
pero confiemos en los códices:
tú debes avanzar, dardos en ristre,
por la penumbra del desfiladero
donde el hambre y las fieras se agazapan;
yo te debo seguir principalmente para dar testimonio,
para tañer la cítara.


IV

Desplómase la niebla como un susto.
El animal que somos
cierra los ojos y descubre
que no posee un sitio donde caerse muerto.

Quizás el horizonte que lo ha visto
lamerse la tristeza,
se ha mostrado pequeño al sobresalto
que apremia sus andanzas.
Cierto gusto a familia
le insinúa cosquillas en las piernas
y, avizorando apenas el rumbo de sus pasos,
dase a soñar con otro abrevadero.

Mordiéndose la rabia,
mira escapar a los dichosos
de las muertes ajenas o de las casas propias,
luego de cuántas lunas enviando señales
hacia las voces invocadas.

Él sólo quiso un techo diferente
que suavizara la rudeza
de los días lluviosos;
pero los semidioses,
después de un lento conciliábulo,
han dispuesto que el polvo de su abrigo
sólo sea ordenado por sus garras perfectas.

Y el animal que somos, comprendiendo
que le cortan el vuelo con un cuchillo hablado,
cierra los ojos y descubre
que no posee un sitio donde caerse muerto.


VII

La mañana se anuncia,
demorando en los bordes finísimos del agua
la indiferencia de sus pasos.

Como un extraño signo,
ciertos rumores grises sobrevuelan
la infinitud del páramo,
y el hacha lívida del viento
penetra fríamente en la hojarasca donde,
forjados por un soplo de ansiosas mordeduras,
los emisarios del otoño vuelcan
sus ánforas de incógnitas.

La cítara enmudece.

Quizás los segadores
consigan suponer que existe un puente,
alguna
premonición feliz para colgarnos
a la génesis verde de la espiga dorada.
Pero cuando la lluvia
se retira y esconde, caprichosa,
sus trenzas de muchacha,
respírase un aroma tedioso en el discurso
con que las voces fuertes de la tribu
nombran a nuestros dioses.

Los que amasan la arcilla, los ancianos
que a la piedad del fuego
se hacen rodear de adolescentes
para contar la saga inmarcesible
de los antepasados,
suelen dudar a veces de los ritos
que la usanza dispone.

Furibundas e inmensas,
desgarrándose el vientre a la distancia
de un tiro de venablo,
dos fieras se disputan los restos de otra fiera.


IX

Ella nos mira
desde la piel de un rostro asustadizo.
Sus manos
– las de ahora, no las de hace minutos –
van diciendo bondades a los ojos del ciervo.

Y la muchacha sola
que ha descubierto al paso de los hombres
un mínimo remanso
para saciar su sed de compañía,
con lentitud se acerca, se publica, se ofrece:
sube a soliviantarnos la memoria.

Uno creyóse siempre
un tímido animal hecho a las trampas
y conjetura sobresaltos.
Pero, ¿quién osaría detenernos
cuando la voz decide atravesar, callada,
el pasadizo
donde hasta el nombre humano se nos pierde?

Se oye una suave música de flauta: es la costumbre.

Nadie ha dicho jamás frente al espejo
detenido en el agua: esta es mi sombra y esa,
la que contemplo ahora,
sólo una leve insinuación de algo.

Hay una suerte, un coro
de curiosas luciérnagas nombrándola.
Y, quizás conmoviéndose por eso,
la muchacha que os digo se limpia el corazón.

¿Por qué negarse al cuerpo generoso?
¿Por qué ocultar la fiebre
si uno vislumbra un halo de lascivia
circulando temblores en la sed de su espalda?

Todo ya estaba escrito,
detallado en cuadernos de antiquísima hechura.

Pasan encantadores de serpientes,
apoderados de la alquimia,
y hasta en el hambre insomne de las fieras
escúchase vibrar el caramillo
que gustan los pastores.

Yo tenía un lugar en la quietud de la montaña.
También alguna vez tuve un amigo
que meditaba solo,
sin ayuda de nadie, los consejos
que después ofrecía.

No he sido dueño de la historia,
pero escuchadme bien: una muchacha
tendida en el silencio,
convocando al principio, se desnuda.
Decidme: ¿quién podría salvarse de su intento?


XI

El cazador más viejo conversa con nosotros.
Las últimas palomas que pueblan el invierno
vienen a picotear la transparencia
de su palabra hermosa.

Salpicando de asombros el cuerpo discursivo,
tiende su edad cansada
bajo las turbias márgenes del cielo que nos cubre,
y traduce la lluvia mansamente
sumándose a la voz de una leyenda
detenida en sus ojos.

Los que una vez, llegados
a las sangrientas cúpulas del odio,
diéronse a hacer la luz,
ahora juegan encima del susto de su espalda
el ajedrez impar de la política.
De ahí que el menos triste
de los hombres humanos
pueda llegar, incluso, a imaginarse
que es un monarca en ciernes,
y soñar que le brota junto a las sienes grises,
luego de cada golpe, una corona.

El cazador más viejo conversa con nosotros.
Subiéndose a la noche
como quien le anticipa un esqueleto flagelado
a la mordida enorme de los dientes del frío,
sólo intenta olvidar, por un instante,
la dolorosa urdimbre cuyo acento
le resta el arco iris al sueño que habitamos.


XIV

Como fieras que rompen
de un zarpazo terrible la osamenta
de los ciervos más dóciles,
han venido a golpearnos
el puño que en lo incierto se agazapa,
la endeblez de los arcos quebradizos,
este minuto en que las horas
tienen color de cuervo y se acumulan
como lágrimas lentas.

Un enjambre, una turba de avispas que se nutren
de sangre laboriosa,
ha interrumpido el vuelo junto al brazo
que, atándose a la vida,
imaginó la punta de sus flechas
contra el pozo inaudito
donde la oscuridad se guarnecía.

Estrechándose a gusto,
como hermanadas bestias que comparten
el calor de una cueva,
la escasez y la diáspora
se ciernen sobre muchos de los rostros que amamos.

La duda solivianta
su ingobernable procesión de gritos,
sube a la inmensidad que nos convoca,
y a pesar de los sueños erigidos a golpes
y de quien fue a morirse humanamente,
siguen altas e ilustres las cabezas
que lastiman el agua del espejo
donde aprendimos a mirarnos.

Chapoteando en el miedo
que distribuye a sorbos la noche frecuentada,
dialoga la estatura fatal del abandono
con alguien que no es dueño del mapa de su nombre.

Ajenas a ese verbo meditado,
en pos del aire limpio
que no todos respiran en la tribu,
llegan figuras lejanísimas a holgarse con aquello
que ya se ha convertido
para nosotros en ausencia lícita.

Y, vibrante respuesta
frente a desolaciones repetidas,
los guerreros anónimos,
rogando a los relojes
que no detengan nunca su arena escurridiza,
huyen de la palabra genuflexa
y, aun sabiendo que siempre
no existirá la música de fondo para su audaz intento,
se descosen, de un tajo, la obediencia
con que ayer aceptaran su pedazo de angustia.


XVII

Próximo ya el final de la jornada,
cuando nos sobra el aire,
se avecinan el hambre y las carencias.

El cazador burlado
se dispone a correr, sin esperanzas,
detrás de la gacela que huye hacia las lindes,
y alguien se cae desde la estrella
que anoche lo sostuvo.

Pronto regresaremos a los hijos
- pequeñísimas gotas -
y una virgen solícita nos camina descalza
por el filo del sueño.
Llegada al fin la hora de la vuelta a sus brazos,
¿cómo podríamos decirle
que un animal acorralado también crea
sus trampas contra el hombre?

Como una lluvia helada en el invierno
duelen las ánforas perdidas,
los anzuelos quebrados,
la brevedad de la abundancia,
el fracaso,
las víctimas,
y aun el convencimiento de que siempre
será difícil el acceso
a la montaña invicta de los dólmenes.

Estamos en el centro de una selva sin límites.
Y aunque la luz escrita en cada verbo
nos clava centenares de agujas en los ojos,
ni el cazador más diestro confía en la elocuencia
de las voces más fuertes de la tribu.





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