Luego de obtener el premio UNEAC en el año 2001 con un libro de testimonios, Ricardo Riverón Rojas (Zulueta, 1949) vuelve al deslumbramiento de la décima, esa mínima y exigente cárcel de aire puro, ahora con el título Bajo una luz que no existe, bellísima edición auspiciada por la editorial Letras Cubanas. Subdividido en seis secciones, el libro agrupa 92 décimas, no siempre comprometidas con la forma clásica de la espinela, pues además de recurrir con no desdeñable regularidad al metro endecasílabo, Riverón decide arriesgarse a prescindir no pocas veces de la rima consonante y prefiere valerse de las asonancias en los versos pares, tal como hicieron poetas anteriores entre los que valdría mencionar, más allá de nuestras costas, al imprescindible autor de Cántico.
Creo que lo primero que debemos agradecer a Riverón en esta nueva obra que nos entrega, es su distanciamiento de las adulteraciones formales que algunos de los cultores de la estrofa nos empecinamos en levantar a manera de novedosa flámula. El acercamiento de la décima a la estructura del romance y la incorporación de versos de arte mayor, únicos momentos en el libro en los que su autor se desentiende de la tradición formal, a estas alturas carecen de todo vestigio que nos permitan considerarlos como una novedad. Si bien en nuestra polifónica contemporaneidad su utilización se ha popularizado un tanto, recuérdese que en la obra del ya aludido Jorge Guillén no es difícil encontrar décimas arromanzadas; que Darío, en varias de sus Baladas, incorporó el endecasílabo a esta estrofa y que, mucho antes, ese romántico empedernido que fuera José Jacinto Milanés nos legó Después del festín, poema formado por cuatro décimas alejandrinas. Por otra parte, a pesar de la renovación en la forma y de los cambios en el metro que se nos anuncian en la contratapa del cuaderno, ya en La próxima persona (1993) Riverón había utilizado, y no sin encomiable acierto, el verso de once sílabas.
Concluida la necesaria digresión anterior, hecha con el objetivo de confirmar que en el libro que nos ocupa sólo el empleo de las rimas asonantes puede considerarse como un renuevo, desde el punto de vista estructural, en la obra decimística de este poeta, me permitiré discrepar otra vez con su editor. Pienso que Riverón, más que diversificar los asuntos, diversifica la manera de asomarse a ellos. Así como existen creadores de amplísimos registros temáticos, existen también otros cuya obra, no por ello menos vasta, se fundamenta en el abordaje, desde ópticas distintas, de un reducido número de temas. Vicente Aleixandre, verbi gratia, es por encima de todo un gran poeta del amor. Y Ricardo Riverón, a mi juicio, es en primer lugar un hacedor de versos que transmuta en sustancia poetizable la evocación, desde múltiples ángulos, de elementos relacionados, entre otras cosas, con la infancia, el hogar, los nexos familiares y las sutilezas femeninas. Este universo vivencial personalísimo, en lograda simbiosis con el entorno natural y las percepciones oníricas, e imbricado en los avatares de la existencia cotidiana, le confiere una indudable singularidad a su poética. Asimismo, en muchos de sus textos, y gracias a la recurrencia a la intertextualidad, se hace evidente la intención de saldar una deuda de gratitud con la lectura de autores que siempre ha reverenciado.
Sólo el recuerdo, en su bondad, me salva, nos avisa el poeta apenas trasponemos el umbral. Y, en efecto, hay en este libro abundantes reminiscencias signadas, unas veces, por una incuestionable plasticidad y, otras, por la honda sabiduría inherente a las vivencias decantadas. Con sus quimeras, ineluctablemente borrosas ante la iniquidad del calendario y, sin embargo, no exentas de lucidez, se nos presenta Riverón. Y ya desde el poema inicial, que no por casualidad glosa dos versos de Nicolás Guillén, nos extiende algunas filigranas cromáticas que habrán de reiterarse, como un leitmotiv, a lo largo del cuaderno:
¿Qué anuncian esas banderas
Creo que lo primero que debemos agradecer a Riverón en esta nueva obra que nos entrega, es su distanciamiento de las adulteraciones formales que algunos de los cultores de la estrofa nos empecinamos en levantar a manera de novedosa flámula. El acercamiento de la décima a la estructura del romance y la incorporación de versos de arte mayor, únicos momentos en el libro en los que su autor se desentiende de la tradición formal, a estas alturas carecen de todo vestigio que nos permitan considerarlos como una novedad. Si bien en nuestra polifónica contemporaneidad su utilización se ha popularizado un tanto, recuérdese que en la obra del ya aludido Jorge Guillén no es difícil encontrar décimas arromanzadas; que Darío, en varias de sus Baladas, incorporó el endecasílabo a esta estrofa y que, mucho antes, ese romántico empedernido que fuera José Jacinto Milanés nos legó Después del festín, poema formado por cuatro décimas alejandrinas. Por otra parte, a pesar de la renovación en la forma y de los cambios en el metro que se nos anuncian en la contratapa del cuaderno, ya en La próxima persona (1993) Riverón había utilizado, y no sin encomiable acierto, el verso de once sílabas.
Concluida la necesaria digresión anterior, hecha con el objetivo de confirmar que en el libro que nos ocupa sólo el empleo de las rimas asonantes puede considerarse como un renuevo, desde el punto de vista estructural, en la obra decimística de este poeta, me permitiré discrepar otra vez con su editor. Pienso que Riverón, más que diversificar los asuntos, diversifica la manera de asomarse a ellos. Así como existen creadores de amplísimos registros temáticos, existen también otros cuya obra, no por ello menos vasta, se fundamenta en el abordaje, desde ópticas distintas, de un reducido número de temas. Vicente Aleixandre, verbi gratia, es por encima de todo un gran poeta del amor. Y Ricardo Riverón, a mi juicio, es en primer lugar un hacedor de versos que transmuta en sustancia poetizable la evocación, desde múltiples ángulos, de elementos relacionados, entre otras cosas, con la infancia, el hogar, los nexos familiares y las sutilezas femeninas. Este universo vivencial personalísimo, en lograda simbiosis con el entorno natural y las percepciones oníricas, e imbricado en los avatares de la existencia cotidiana, le confiere una indudable singularidad a su poética. Asimismo, en muchos de sus textos, y gracias a la recurrencia a la intertextualidad, se hace evidente la intención de saldar una deuda de gratitud con la lectura de autores que siempre ha reverenciado.
Sólo el recuerdo, en su bondad, me salva, nos avisa el poeta apenas trasponemos el umbral. Y, en efecto, hay en este libro abundantes reminiscencias signadas, unas veces, por una incuestionable plasticidad y, otras, por la honda sabiduría inherente a las vivencias decantadas. Con sus quimeras, ineluctablemente borrosas ante la iniquidad del calendario y, sin embargo, no exentas de lucidez, se nos presenta Riverón. Y ya desde el poema inicial, que no por casualidad glosa dos versos de Nicolás Guillén, nos extiende algunas filigranas cromáticas que habrán de reiterarse, como un leitmotiv, a lo largo del cuaderno:
¿Qué anuncian esas banderas
grises como la neblina
tras el alba blanquecina
de mis borrosas quimeras?
(………)
Todo tiene otro color
(………)
Todo tiene otro color
(el agrio azul de la espuma)
mientras la noche se esfuma
casi huérfana de olor.
Toda esa gama de matices, despojada la mayoría de las veces de su sentido semántico directo, adquiere una connotación simbólica que insufla en el lenguaje la frescura propia de los surtidores montañeses. Pero el autor, no conforme con esto, dispone su intelecto a una osadía cuya culminación airosa sólo es dable a pocos afortunados: vuelto hacia lo más inmarcesible de la tradición, torna la cuartilla en un lienzo y esboza, con certeras pinceladas, cuadros cuya elocuencia no dejará de ser advertida por quienes disfrutan entregándose a la contemplación de los encantos de la naturaleza insular:
Sangra la luz vespertina
Toda esa gama de matices, despojada la mayoría de las veces de su sentido semántico directo, adquiere una connotación simbólica que insufla en el lenguaje la frescura propia de los surtidores montañeses. Pero el autor, no conforme con esto, dispone su intelecto a una osadía cuya culminación airosa sólo es dable a pocos afortunados: vuelto hacia lo más inmarcesible de la tradición, torna la cuartilla en un lienzo y esboza, con certeras pinceladas, cuadros cuya elocuencia no dejará de ser advertida por quienes disfrutan entregándose a la contemplación de los encantos de la naturaleza insular:
Sangra la luz vespertina
sobre el horizonte incierto,
y el mar, de un rosado muerto
tiñe su vasta cortina.
En la segunda sección del libro, titulada con una referencia que, a contrapelo del paréntesis, no solapa el homenaje tácito a la memoria del venerable autor de Por los extraños pueblos, asistimos a la resurrección métrica de algunos de los objetos que le aportan vitalidad al interior de una vivienda. Aquí, acompañados por esos acordes de resonancias deleitosas con los que Riverón suele obsequiar a quien lo lee, pasamos de LA CAMA, donde las utopías de ayer / hasta nos parecen ciertas, a LA MESA sobre la cual se desconciertan los mapas / con infantiles dibujos; de la familiar imagen de la abuela, que aún balancea su ancianidad en EL SILLÓN DE MIMBRE, al niño ensimismado en EL TELEVISOR con cuya aparición cambiaron, hormigueantes, de color / hasta las rectas tardes del domingo; de LA MÁQUINA DE COSER, que hoy yace con el roto velocípedo / entre dedales y correas tristes, a esa otra vida encerrada en EL LIBRERO donde puede dialogarse con la eternidad de ciertos personajes. Aquí nos sorprendemos, en fin, ante un muestrario de supuestas minucias hogareñas que, liberadas del polvo inmemorial por la meditación paciente del artista, se ofrecen al lector como esas frutas a las que, luego de mondarlas, se les puede constatar su trascendencia con la exquisitez que brindan al paladar agradecido.
Como en sus libros anteriores, en Bajo una luz… también el poeta reserva un espacio para los versos amatorios. Pero en esta ocasión — considerando que la mayor parte de los títulos presupone, hasta cierto punto, una paráfrasis — el coloquio del sujeto lírico se establece, de manera prioritaria, con figuras cuyo arribo a los dominios de la inmortalidad se produjo, por lo general, al amparo del talento de quienes las hicieron cobrar vida en obras memorables. Así, desde la Oración por Marilín, que nos remite al poema de Ernesto Cardenal, hasta ese arquetipo clásico de la fidelidad que debemos los hombres a la grandeza de cierto aeda ciego, se nos acerca, sin nombrarlos, a luminosos pináculos de la creatividad artística. Riverón, además de una cultura sólidamente cimentada, torna en palpable acierto su capacidad para nutrir la poesía con uno de los pocos sentimientos que todavía ennoblecen la existencia humana. Vulnerando esa cortina de papel a la que alude, nos entrega en esta parte décimas donde a la dualidad métrica se impone la esbeltez permanente de las consonancias. En Carmen mía, plausible construcción estrófica sostenida sobre una cuarteta del Apóstol, se truecan en cadenciosa música la ternura lastimada y su disposición para emerger invicta, sin arrepentimientos vergonzosos, frente a los deslices asociados a los caprichos de Eros:
Pero no será tu herida
En la segunda sección del libro, titulada con una referencia que, a contrapelo del paréntesis, no solapa el homenaje tácito a la memoria del venerable autor de Por los extraños pueblos, asistimos a la resurrección métrica de algunos de los objetos que le aportan vitalidad al interior de una vivienda. Aquí, acompañados por esos acordes de resonancias deleitosas con los que Riverón suele obsequiar a quien lo lee, pasamos de LA CAMA, donde las utopías de ayer / hasta nos parecen ciertas, a LA MESA sobre la cual se desconciertan los mapas / con infantiles dibujos; de la familiar imagen de la abuela, que aún balancea su ancianidad en EL SILLÓN DE MIMBRE, al niño ensimismado en EL TELEVISOR con cuya aparición cambiaron, hormigueantes, de color / hasta las rectas tardes del domingo; de LA MÁQUINA DE COSER, que hoy yace con el roto velocípedo / entre dedales y correas tristes, a esa otra vida encerrada en EL LIBRERO donde puede dialogarse con la eternidad de ciertos personajes. Aquí nos sorprendemos, en fin, ante un muestrario de supuestas minucias hogareñas que, liberadas del polvo inmemorial por la meditación paciente del artista, se ofrecen al lector como esas frutas a las que, luego de mondarlas, se les puede constatar su trascendencia con la exquisitez que brindan al paladar agradecido.
Como en sus libros anteriores, en Bajo una luz… también el poeta reserva un espacio para los versos amatorios. Pero en esta ocasión — considerando que la mayor parte de los títulos presupone, hasta cierto punto, una paráfrasis — el coloquio del sujeto lírico se establece, de manera prioritaria, con figuras cuyo arribo a los dominios de la inmortalidad se produjo, por lo general, al amparo del talento de quienes las hicieron cobrar vida en obras memorables. Así, desde la Oración por Marilín, que nos remite al poema de Ernesto Cardenal, hasta ese arquetipo clásico de la fidelidad que debemos los hombres a la grandeza de cierto aeda ciego, se nos acerca, sin nombrarlos, a luminosos pináculos de la creatividad artística. Riverón, además de una cultura sólidamente cimentada, torna en palpable acierto su capacidad para nutrir la poesía con uno de los pocos sentimientos que todavía ennoblecen la existencia humana. Vulnerando esa cortina de papel a la que alude, nos entrega en esta parte décimas donde a la dualidad métrica se impone la esbeltez permanente de las consonancias. En Carmen mía, plausible construcción estrófica sostenida sobre una cuarteta del Apóstol, se truecan en cadenciosa música la ternura lastimada y su disposición para emerger invicta, sin arrepentimientos vergonzosos, frente a los deslices asociados a los caprichos de Eros:
Pero no será tu herida
la que los sueños me corte.
Me heriste y tal vez soporte
vivir sin sueños la vida.
Tu puñal: la despedida
que te convirtió en ayer.
Tu herida piensa crecer,
limpia, donde no se vea.
Qué importa cuán grande sea;
más grande debiera ser.
Sin embargo, pienso que lo más logrado del cuaderno se concentra en la sección titulada Entre el iris y la bruma. En ella, a dúo con célebres voces de la literatura hispanoamericana y valiéndose casi exclusivamente de los versos de arte mayor, el poeta consigue conmovernos con las notas más vibrantes de su concierto lírico:
Un poco más cordial que en estos días,
Sin embargo, pienso que lo más logrado del cuaderno se concentra en la sección titulada Entre el iris y la bruma. En ella, a dúo con célebres voces de la literatura hispanoamericana y valiéndose casi exclusivamente de los versos de arte mayor, el poeta consigue conmovernos con las notas más vibrantes de su concierto lírico:
Un poco más cordial que en estos días,
pude estrecharle su ademán al viento
y mucho más gentil (el pulso lento)
le supe al mármol sus arterias frías.
Así empecé, soberbio de alegrías,
a hilar mis paradojas más capciosas
(lo opaco destellante). En las ferrosas
tristezas de la sangre inteligente
traté de que se viera transparente
esa melancolía de las cosas.
Nótese cómo en la décima que cito, abrazada por un par de endecasílabos del modernista Leopoldo Lugones, el vuelo sostenido del lenguaje se nutre de una envidiable riqueza metafórica. En su cuarteto inicial, además de la eficiente concatenación de las dos prosopopeyas, impresionan las sensaciones antitéticas sugeridas por la contraposición entre la suavidad del viento y la dureza del mármol. Enclaustrada en ese rítmico estuche, se descubre una exquisita muestra de embellecimiento del raciocinio que, subordinándose a los hallazgos tropológicos, concluye felizmente con la personificación de dos sustantivos tan cercanos al hombre como nos resultan hoy la sangre y la melancolía.
Dicho lo precedente, parecería superfluo alargar estos apuntes hasta las dos secciones con que concluye el decimario. De alguna manera, ambas se complementan con las anteriores para la consecución de un cuerpo de indudable unicidad. No obstante, a quien suscribe las actuales líneas no le agradaría concluir sin hacerle una reverencia a la justicia.
Dueño de una madurez expresiva que, sin lugar a dudas, nos permite ubicar su nombre junto a los más connotados exponentes de la décima entre los miembros de su generación, este humanísimo poeta, con cuatro libros cuya integridad se materializa a expensas de la consecuente fusión de diez estrellas, es, hasta el momento, el cultor más prolífico de la estrofa en el centro de la isla. Conocedor in extenso de su obra, no me parece ilógico afirmar que Bajo una luz que no existe se sitúa en la cima de su esplendidez y, por lo mismo, habrá de iluminarnos como esas lámparas tozudas que se niegan a doblegar sus transparencias a pesar de la furia insospechada de los vientos y de las selecciones antológicas.
Nótese cómo en la décima que cito, abrazada por un par de endecasílabos del modernista Leopoldo Lugones, el vuelo sostenido del lenguaje se nutre de una envidiable riqueza metafórica. En su cuarteto inicial, además de la eficiente concatenación de las dos prosopopeyas, impresionan las sensaciones antitéticas sugeridas por la contraposición entre la suavidad del viento y la dureza del mármol. Enclaustrada en ese rítmico estuche, se descubre una exquisita muestra de embellecimiento del raciocinio que, subordinándose a los hallazgos tropológicos, concluye felizmente con la personificación de dos sustantivos tan cercanos al hombre como nos resultan hoy la sangre y la melancolía.
Dicho lo precedente, parecería superfluo alargar estos apuntes hasta las dos secciones con que concluye el decimario. De alguna manera, ambas se complementan con las anteriores para la consecución de un cuerpo de indudable unicidad. No obstante, a quien suscribe las actuales líneas no le agradaría concluir sin hacerle una reverencia a la justicia.
Dueño de una madurez expresiva que, sin lugar a dudas, nos permite ubicar su nombre junto a los más connotados exponentes de la décima entre los miembros de su generación, este humanísimo poeta, con cuatro libros cuya integridad se materializa a expensas de la consecuente fusión de diez estrellas, es, hasta el momento, el cultor más prolífico de la estrofa en el centro de la isla. Conocedor in extenso de su obra, no me parece ilógico afirmar que Bajo una luz que no existe se sitúa en la cima de su esplendidez y, por lo mismo, habrá de iluminarnos como esas lámparas tozudas que se niegan a doblegar sus transparencias a pesar de la furia insospechada de los vientos y de las selecciones antológicas.
Publicado anteriormente en Ala Décima (Octubre/07) y en La Gaceta de Cuba (Nro.2/08)
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