5 de diciembre de 2008

Pórtico para tres poemas de Yamil

Santa Clara es una de las pocas ciudades de Cuba cuyas calles han logrado perpetuar sus laberintos en la memoria de quien esto escribe. A ella llegué, recién finalizada la enseñanza preuniversitaria, para iniciar mis estudios de Medicina. En ella les estreché las manos, durante los lanzamientos de Negrita y Contactos Poéticos, a Onelio Jorge Cardoso y a Samuel Feijoó, y asistí por primera vez a un Taller Literario donde, por cierto, redujeron generosamente a polvo algunos de los textos que yo, único escritor venido al mundo en las entonces fértiles sabanas adyacentes a Corralillo, consideraba obras destinadas a convertirse en hitos de la literatura nacional.

También en Santa Clara, celebérrima cuna del burro Perico y de Veleta, a propósito de la celebración de uno de los múltiples Encuentros de Talleres que tanta popularidad se agenciarían en el transcurso de los felicísimos ochenta, conocí, para iniciar una de las escasas amistades que he logrado conservar, a Yamil Díaz Gómez. Si mal no recuerdo, la década estaba consumiendo por aquellos días las últimas bocanadas de su oxígeno y yo, luego de cumplimentar las exigencias del servicio social en mi terruño primigenio, había regresado a las tertulias citadinas sin concretar, en detrimento de las ciencias médicas, la ruptura definitiva de mi matrimonio con las letras.

Yamil, nacido en 1971 y siendo casi un adolescente de 21 años, tuvo la imperdonable ocurrencia de irrespetar a los mayores alzándose con el codiciado Premio de la Ciudad en poesía. Y, ya licenciado en periodismo y después de la publicación de Apuntes de Mambrú (1993), continuó incorporándole laureles a su corona de poeta granjeándose un reconocimiento similar en el 2000 – en décima y en crónica – y, no conforme con esto, por esa misma fecha obtuvo el premio Eliseo Diego con un libro que dos años antes se hizo merecedor de la primera mención en el concurso Julián del Casal.

El título arriba mencionado se reveló más tarde como el inicio de una trilogía que fue continuada por Soldado desconocido (2001) y concluida por Fotógrafo en posguerra (2004), cuaderno que apareciera finalmente bajo el sello de las Ediciones Unión. Poeta de amplio registro – y aludo con ello al hacedor de versos que maneja con igual desenvoltura las formas abiertas y cerradas del leguaje o, para decirlo de otra manera, que pasa de la libertad formal a la utilización de la métrica y la rima sin que se adviertan variaciones abruptas en el tono –, Yamil ha conseguido cincelar su impronta personal en el variadísimo espectro de la poesía escrita en estos tiempos. La guerra y su aberrante saga de mutilaciones y regresos factibles o decapitados, en tanto que línea directriz en la poética de los tres libros, es asimismo abordada, sabia y deliberadamente, como un pretexto para desentrañar los entresijos del sufrimiento afín a los humanos y revelarnos, a través de las innumerables razones existentes para conjurarla, los probables senderos vislumbrados por el afán de conducir a sus protagonistas hacia una necesaria salvación.

En los poemas que siguen, tomados de la segunda sección de Fotógrafo en posguerra, libro al que suelo asomarme cuando se hastían nuestros ojos de las fealdades consuetudinarias, evidencia el poeta villaclareño esa singularísima capacidad suya para rememorarnos, intertextualidades mediantes, el universo de los cuentos infantiles y de las abominaciones y del cine. Aproximándose a esta voz enriquecida por el velamen henchido de afortunados y eficaces tropos, constatará el lector que quizás sólo la permanencia en el amor, en la ternura y en sus vecindades, podrá impedir el descenso del filo lacerante de la hoja, hecha también para segar aspiraciones, sobre la nuca todavía vulnerable de quienes, a pesar de las iniquidades y sus truenos, prefieren continuar apostando por la consumación de una esperanza.


CANCIÓN DE AMOR A BLANCANIEVES

Porque no tengo rostro no fue otra mi historia,
y ya no será otra que este hueco en el alma.
¿A quién puede importarle
que el espejo se mire en otro espejo,
disimulándole la soledad?

Yo – que no tengo rostro –,
yo
– que no tuve padres,
ni siquiera
la madrastra envidiosa de los cuentos –
vine a gritar tu belleza,
a comerme si puedo tu fruta envenenada,
y así al final de la leyenda serás feliz con otro.

Si me enseñaras a mentir,
si frente a mí sembraras un almendro,
y así mi rostro fuera un nido:
un sitio más donde tu luz se pose.

(Perdóname, princesa:
también las esperanzas se miran al espejo;
alguien me ha puesto dentro esta esperanza.)

Porque no tengo rostro no han venido a cerrarme los labios.
Pero, ¿quién va a cambiar mi historia?,
si el príncipe también acudirá a la cita,
si estoy tan solo que pudiera escucharse mi tristeza,
y a siete enanos les arde un arcoiris,
y tú no sabrás nunca
que cuando nadie crea en príncipes azules
quedará un solo espejo
donde siempre serás la más hermosa.

Yo, que no tengo rostro
y los pido prestados
para poder llorar.


MADRIGAL DEL VERDUGO

Es la primera tarde en que un verdugo
se ha visto a punto de no bajar la guillotina,
sólo porque tú estabas,
y a través de tus ojos vi un geranio
y a través de tus labios pedí misericordia
y a través de tus manos rocé la soledad.

Pero donde hay adolescentes tiene que haber verdugos,
aunque a través de tus ojos pase un barco
en que no viaja este suicida de a poco.
Este – quien mata en nombre de un honor
que no alumbra mi sopa
y no completa mi salario.

Ahora que todos gritan,
tened misericordia del verdugo.
Entre mi rostro y mi capucha
corrieron lágrimas amargas;
detrás de la capucha alguien masculla frases de amor,
palabras tontas.
Tú no entiendes.
Tú lloras a lo lejos.
Y a través de tus manos la textura del mundo es tan distinta.

Han cambiado los nombres de los héroes,
pero yo soy el mismo desde antes de la guerra.
Yo nunca tuve nombre,
sólo esta angustia con que me pregunto:
si yo corto cabezas,
¿con cuál cabeza pudiera imaginar que tus geranios florecieron?

Pero donde hay adolescentes tiene que haber verdugos.
Y ahora es el filo de la soledad
el que va cercenándonos por dentro,
porque la vida no va a empezar otra vez
aunque yo sea el primero en quitarme la capucha
esta primera tarde en que un verdugo
ha estado a punto de gritar: ¡TE AMO!


CRÓNICA DE CINE

Me gustan las películas donde ganan los malos.
El cine fue inventado para que los protagonistas
regresen vivos de todas las batallas;
pero sin malos no habrá batallas ni protagonistas.
De no existir los malos,
¿quién bajará al infierno por rescatar a una mujer?
De no existir los malos, ¿cuál pretexto
inventarán los buenos para sobrevivir?

Lo único eterno son los malos.
Los malos son los verdaderos héroes.
Sin amar a los malos no hay grandeza;
es demasiado fácil estar de acuerdo con la diva o el galán.

Me gustan las películas donde ganan los malos
porque nadie más malo que yo mismo.
Yo reparto boletos. Yo prendo el proyector.
Anuncio en cartelones las escenas del crimen o el rapto
de la novia.

El cine fue inventado para pagar por que otros sufran.
Ahora cientos de malos vienen a mi taquilla,
lanzan al aire su moneda firme:
menos su propia maldad, todo lo apuestan por el héroe.

Ahora no existe nadie más malo que yo mismo.
Yo fijo el precio por mirar un falso porvenir.
Y abro la puerta.
El cine fue inventado para pagar por que otros sufran.
El cine fue inventado
para ponerle voz a la desgracia.

No hay comentarios: