Si nos atenemos a lo que afirmara Hemingway durante una entrevista memorable, la célebre novela que lo condujo a la obtención del premio Nóbel fue escrita ciñéndose a su teoría del témpano de hielo. Según esta, por cada parte que observamos sobre la superficie, el iceberg conserva siete porciones semejantes bajo el agua. Así, El viejo y el mar, que con la incorporación de personajes y conflictos inherentes a la azarosa vida de los pescadores de Cojímar pudo exhibir perfectamente un cuerpo mucho más voluminoso, se ofreció a la curiosidad de sus lectores engalanada con una delgadez que apenas rebasa el centenar de páginas.
A un presupuesto similar o, por lo menos, bastante cercano al anterior, podría circunscribirse la poética de Luis Alberto Crespo. Diríase que tal como racionan los beduinos el sorbo que les permite atravesar la desolada inmensidad de los desiertos, preservándose con ello de una posible muerte por deshidratación, economiza el poeta caroreño los hilos con que ha venido urdiendo la limpieza de su obra. Recientemente, bajo el sello de Monte Ávila Editores Latinoamericana, ha comenzado a circular una nueva selección de las criaturas pergeñadas por la pericia de este reconocido cincelador de oscuras claridades.
En lugar del resplandor se nos revela como un vívido muestrario de quince libros de poesía publicados por el autor a lo largo de tres fructuosas décadas. Y ya desde el cuaderno germinal (Si el verano es dilatado, 1968) nos sorprendemos escuchando la voz irreprimible de una infancia que, transmutada en imágenes, descubre un senderillo hacia los territorios de la eternidad patentizando su permanencia en la memoria del adulto aparentemente decidido a perpetuarla en versos.
Si bien en la obra de Vallejo no es difícil deleitarse con textos donde el sujeto lírico es un niño, en el ya citado y en los dos libros subsiguientes de Luis Alberto Crespo, nos resulta prácticamente imposible la lectura de un poema que admita evidenciar en ellos la supresión del hablante infantil. De manera que, a mi juicio, parece innegable la existencia de vasos comunicantes entre ambos creadores. Ese temor ante un probable enfrentamiento con lo ignoto, esa angustia implicitada en el discurso del infante que nos golpea en Trilce III, es casi la misma zozobra del niño que nos habla desde alguno de los poemas del álbum aludido:
Volvía de la cama como de un entierro,
me escupían, me encaramaron en las cañabravas…
(……………………………………)
Dijeron que iban a salir,
que iban a hundirme en el patio como un clavo,
y comenzaría a sudar, a sudar…
( de Espantos)
Demostrar que esta concomitancia de aires sea fortuita, o que el segundo haya incorporado, previamente decantadas por el aprendizaje reverente, ciertas resonancias del primero al diapasón de su trabajo, es algo que, sin duda, sería merecedor de un estudio más amplio y acucioso.
En la antología que intento apostillar, se hace ostensible una extraordinaria fidelidad del orfebre a la procedencia de los elementos destinados a elaborar sus joyas. Si existe algún leitmotiv en esta obra, es la sublimación del escenario afín a los primeros años del poeta. Pero de ello, y de sus conexiones con otros maestros de la poesía venezolana, me permitiré hablar más adelante.
Por el momento, y para no dejarnos vulnerar por el imperio del desorden, continúo diciendo que a raíz de su cuarto libro (Rayas de lagartija, 1974) comienzan a notarse ligeros cambios en la poesía de Luis Alberto Crespo. Sin embargo, estas mutaciones no son localizables en el universo de vivencias con el cual – y al parecer de modo definitivo – ha determinado emparentarse, sino en la estructura, en la tipografía del poema como entidad independiente. A partir del susodicho cuaderno se manifiesta una reducción en el volumen de los textos, y se disminuye paulatinamente el uso de la conjunción copulativa para privilegiar el incremento de las yuxtaposiciones y de los espacios en blanco; después, aunque más tarde se regrese a ella, el poeta prescinde de la puntuación e, incluso, en uno de los poemarios decide utilizar mayúscula inicial en todos los versos:
Afuera
Ninguna casa es para vivir
No hay otra pared
Que la grieta en el cuerpo
Lo borrado
Me quita la voz de la boca
Mi casa nunca se alza
Nunca es por dentro
Mi casa es la espina continua
Que me roza
(de Entreabierto)
Asimismo, a partir del libro mencionado se pierde un tanto la transparencia de las enunciaciones y el lenguaje, o mejor, la atmósfera que el artista nos entrega como síntesis de abstracciones creativas, tiende a hermetizarse y el poema, brevísimo, se acomoda en la página evocándonos una especie de arquilla desde la cual ascienden hacia el intelecto del lector, que aspira a interpretarlos, efluvios enigmáticos. Y para desentrañar esas emanaciones, más que a las palabras, ante los guiños de esta poesía es preciso atender a la elocuencia escandalosa del silencio:
Lo que decía
se me pierde en la subida
Estar es soledad pensada
Sin huella es pasar las curvas
Sin más es esta piedra en la mano
caída juntos
¿Comprendes?
Sin palabras es lo verdadero
(de Sentimentales)
Llevo cinco años en Venezuela entregado al ejercicio de una profesión que suele reclamarle tiempo a quien la practica y, en consecuencia, la relación de literatos del país cuya obra me ha sido dable conocer no supera los seis o siete nombres. A pesar de esto, no juzgo desacertado aseverar que con la poesía de Vicente Gerbasi, por una parte, y con la de Ramón Palomares por la otra, tiene la escritura de Luis Alberto Crespo incuestionables puntos de contacto. Si del autor de Mi padre, el inmigrante, asumió, previa tamización, algunas pinceladas que les confieren colorido y plasticidad a su quehacer, con el vate trujillano aprendió a convertir los caracteres del entorno primigenio y el vocabulario de sus pobladores en sustrato inseparable de su poética. Sin embargo, mientras en la órbita de los dos primeros es factible constatar el predominio de los poemas de largo aliento y, por lo mismo, paladear la fruta en toda su extensa y deliciosa esplendidez, el poeta larense calla la pulpa y nombra la semilla. De ahí que sus textos nos recuerden la respiración entrecortada de alguien que culmina exitosamente, luego de revitalizadoras detenciones, el fatigoso ascenso a la esquivez de una montaña:
Escribo
y cruzo
Una vuelta te regresa
y otra te ausenta
Lo que había en el fondo
la pendiente oculta
me es elevación
Sin altura: ir por sed toda la mañana
(de Solamente)
Aún cuando siempre ha sido viable la apoyatura de un artista en referentes clásicos para la concepción de una obra imperecedera – y pienso que aquí el autor más emblemático en este sentido sería José Antonio Ramos Sucre –, el lenguaje de Luis Alberto Crespo soslaya esos caminos y se nutre de vocablos con olor a monte y a terreno árido y resulta, en esencia, idéntico al que usan los habitantes de la ruralidad venezolana. A través de sus textos, aderezados con figuras de muy bien ganada belleza y altísimo vuelo literario (Cierro los ojos / Lo que se movía inmóvil en ellos / es verano), desfilan flora y fauna saturándose de tonos elegíacos y conmovedores y el caballo, como en Martí, es enaltecido al extremo de alcanzar categoría simbólica recurrente dentro de la compilación que ahora nos induce al gozo estético. En ella tórnase palpable la interiorización de la naturaleza y el culto a una sabiduría que, a pesar de su génesis local, entronca inexorablemente con el acervo universal y pareciera inmortalizarse con el elogio del poeta: <<Siempre es mejor lo que sucede>> / decía mi abuela. / Lo estoy leyendo en Parménides.
En Lado (1998), cuaderno que, recogido también de manera fragmentaria, concluye la presente antología, nos llama la atención un poema sui géneris, sobre todo por el hecho de que su amplitud excede las seis páginas. Si a ello le sumamos la utilización de locuciones empapadas por ciertas humedades citadinas, no es descartable la posibilidad de que, tal como se atreve a sugerirnos el suscriptor del prólogo, el ámbito rural de la poética de Luis Alberto Crespo se dispone a la invasión de los predios del urbanismo. No me arriesgo a especular en torno a tal hipótesis porque, haciéndole honor a la franqueza, ignoro lo escrito por este hijo de Carora con posterioridad a la fecha encerrada más arriba entre paréntesis. Permítaseme entonces concluir afirmando, ajeno a gratuidades y a ridículas lisonjas, que con su acercamiento al libro que nos ha ocupado, lúcido repertorio de lampos nacidos para expandirse en haces perdurables, se asomarán los buenos lectores a una de las voces más personales de la poesía escrita en Hispanoamérica durante los últimos decenios.
A un presupuesto similar o, por lo menos, bastante cercano al anterior, podría circunscribirse la poética de Luis Alberto Crespo. Diríase que tal como racionan los beduinos el sorbo que les permite atravesar la desolada inmensidad de los desiertos, preservándose con ello de una posible muerte por deshidratación, economiza el poeta caroreño los hilos con que ha venido urdiendo la limpieza de su obra. Recientemente, bajo el sello de Monte Ávila Editores Latinoamericana, ha comenzado a circular una nueva selección de las criaturas pergeñadas por la pericia de este reconocido cincelador de oscuras claridades.
En lugar del resplandor se nos revela como un vívido muestrario de quince libros de poesía publicados por el autor a lo largo de tres fructuosas décadas. Y ya desde el cuaderno germinal (Si el verano es dilatado, 1968) nos sorprendemos escuchando la voz irreprimible de una infancia que, transmutada en imágenes, descubre un senderillo hacia los territorios de la eternidad patentizando su permanencia en la memoria del adulto aparentemente decidido a perpetuarla en versos.
Si bien en la obra de Vallejo no es difícil deleitarse con textos donde el sujeto lírico es un niño, en el ya citado y en los dos libros subsiguientes de Luis Alberto Crespo, nos resulta prácticamente imposible la lectura de un poema que admita evidenciar en ellos la supresión del hablante infantil. De manera que, a mi juicio, parece innegable la existencia de vasos comunicantes entre ambos creadores. Ese temor ante un probable enfrentamiento con lo ignoto, esa angustia implicitada en el discurso del infante que nos golpea en Trilce III, es casi la misma zozobra del niño que nos habla desde alguno de los poemas del álbum aludido:
Volvía de la cama como de un entierro,
me escupían, me encaramaron en las cañabravas…
(……………………………………)
Dijeron que iban a salir,
que iban a hundirme en el patio como un clavo,
y comenzaría a sudar, a sudar…
( de Espantos)
Demostrar que esta concomitancia de aires sea fortuita, o que el segundo haya incorporado, previamente decantadas por el aprendizaje reverente, ciertas resonancias del primero al diapasón de su trabajo, es algo que, sin duda, sería merecedor de un estudio más amplio y acucioso.
En la antología que intento apostillar, se hace ostensible una extraordinaria fidelidad del orfebre a la procedencia de los elementos destinados a elaborar sus joyas. Si existe algún leitmotiv en esta obra, es la sublimación del escenario afín a los primeros años del poeta. Pero de ello, y de sus conexiones con otros maestros de la poesía venezolana, me permitiré hablar más adelante.
Por el momento, y para no dejarnos vulnerar por el imperio del desorden, continúo diciendo que a raíz de su cuarto libro (Rayas de lagartija, 1974) comienzan a notarse ligeros cambios en la poesía de Luis Alberto Crespo. Sin embargo, estas mutaciones no son localizables en el universo de vivencias con el cual – y al parecer de modo definitivo – ha determinado emparentarse, sino en la estructura, en la tipografía del poema como entidad independiente. A partir del susodicho cuaderno se manifiesta una reducción en el volumen de los textos, y se disminuye paulatinamente el uso de la conjunción copulativa para privilegiar el incremento de las yuxtaposiciones y de los espacios en blanco; después, aunque más tarde se regrese a ella, el poeta prescinde de la puntuación e, incluso, en uno de los poemarios decide utilizar mayúscula inicial en todos los versos:
Afuera
Ninguna casa es para vivir
No hay otra pared
Que la grieta en el cuerpo
Lo borrado
Me quita la voz de la boca
Mi casa nunca se alza
Nunca es por dentro
Mi casa es la espina continua
Que me roza
(de Entreabierto)
Asimismo, a partir del libro mencionado se pierde un tanto la transparencia de las enunciaciones y el lenguaje, o mejor, la atmósfera que el artista nos entrega como síntesis de abstracciones creativas, tiende a hermetizarse y el poema, brevísimo, se acomoda en la página evocándonos una especie de arquilla desde la cual ascienden hacia el intelecto del lector, que aspira a interpretarlos, efluvios enigmáticos. Y para desentrañar esas emanaciones, más que a las palabras, ante los guiños de esta poesía es preciso atender a la elocuencia escandalosa del silencio:
Lo que decía
se me pierde en la subida
Estar es soledad pensada
Sin huella es pasar las curvas
Sin más es esta piedra en la mano
caída juntos
¿Comprendes?
Sin palabras es lo verdadero
(de Sentimentales)
Llevo cinco años en Venezuela entregado al ejercicio de una profesión que suele reclamarle tiempo a quien la practica y, en consecuencia, la relación de literatos del país cuya obra me ha sido dable conocer no supera los seis o siete nombres. A pesar de esto, no juzgo desacertado aseverar que con la poesía de Vicente Gerbasi, por una parte, y con la de Ramón Palomares por la otra, tiene la escritura de Luis Alberto Crespo incuestionables puntos de contacto. Si del autor de Mi padre, el inmigrante, asumió, previa tamización, algunas pinceladas que les confieren colorido y plasticidad a su quehacer, con el vate trujillano aprendió a convertir los caracteres del entorno primigenio y el vocabulario de sus pobladores en sustrato inseparable de su poética. Sin embargo, mientras en la órbita de los dos primeros es factible constatar el predominio de los poemas de largo aliento y, por lo mismo, paladear la fruta en toda su extensa y deliciosa esplendidez, el poeta larense calla la pulpa y nombra la semilla. De ahí que sus textos nos recuerden la respiración entrecortada de alguien que culmina exitosamente, luego de revitalizadoras detenciones, el fatigoso ascenso a la esquivez de una montaña:
Escribo
y cruzo
Una vuelta te regresa
y otra te ausenta
Lo que había en el fondo
la pendiente oculta
me es elevación
Sin altura: ir por sed toda la mañana
(de Solamente)
Aún cuando siempre ha sido viable la apoyatura de un artista en referentes clásicos para la concepción de una obra imperecedera – y pienso que aquí el autor más emblemático en este sentido sería José Antonio Ramos Sucre –, el lenguaje de Luis Alberto Crespo soslaya esos caminos y se nutre de vocablos con olor a monte y a terreno árido y resulta, en esencia, idéntico al que usan los habitantes de la ruralidad venezolana. A través de sus textos, aderezados con figuras de muy bien ganada belleza y altísimo vuelo literario (Cierro los ojos / Lo que se movía inmóvil en ellos / es verano), desfilan flora y fauna saturándose de tonos elegíacos y conmovedores y el caballo, como en Martí, es enaltecido al extremo de alcanzar categoría simbólica recurrente dentro de la compilación que ahora nos induce al gozo estético. En ella tórnase palpable la interiorización de la naturaleza y el culto a una sabiduría que, a pesar de su génesis local, entronca inexorablemente con el acervo universal y pareciera inmortalizarse con el elogio del poeta: <<Siempre es mejor lo que sucede>> / decía mi abuela. / Lo estoy leyendo en Parménides.
En Lado (1998), cuaderno que, recogido también de manera fragmentaria, concluye la presente antología, nos llama la atención un poema sui géneris, sobre todo por el hecho de que su amplitud excede las seis páginas. Si a ello le sumamos la utilización de locuciones empapadas por ciertas humedades citadinas, no es descartable la posibilidad de que, tal como se atreve a sugerirnos el suscriptor del prólogo, el ámbito rural de la poética de Luis Alberto Crespo se dispone a la invasión de los predios del urbanismo. No me arriesgo a especular en torno a tal hipótesis porque, haciéndole honor a la franqueza, ignoro lo escrito por este hijo de Carora con posterioridad a la fecha encerrada más arriba entre paréntesis. Permítaseme entonces concluir afirmando, ajeno a gratuidades y a ridículas lisonjas, que con su acercamiento al libro que nos ha ocupado, lúcido repertorio de lampos nacidos para expandirse en haces perdurables, se asomarán los buenos lectores a una de las voces más personales de la poesía escrita en Hispanoamérica durante los últimos decenios.
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