Sé que la sal precipitada
sobre una frente que simula cuenca
de arroyuelos nerviosos,
no le confiere al hombre que soy, encaneciendo
detrás de la memoria de un volante,
inconmovible aspecto de estatua humedecida.
El martirio comienza con un grito
que cierto dios esboza cuando se juzga lastimado.
Y la piel se dispone a la mordida
disimulada en el asiento y suben,
granándose de ruidos tortuosos, las volutas
que unos dedos de brisa desparraman.
Toda la inconsecuencia del asfalto
lamido por la lengua sensual de las esquinas,
por etiquetas viudas,
por envases,
por chapas
y sorpresas afines,
avanza velozmente hacia unos párpados inmunes
donde instala el oficio su vigilia constante.
Y aparece de pronto, desterrando
la molicie reciente,
un sitio atiborrado de actitudes humanas.
Y ocupan los viajeros,
todavía con restos de otra noche,
con remanentes de penumbra derrotada en los labios,
ese mínimo espacio que aproxima
la ociosidad del cuerpo al ejercicio laborioso
y a la desolación y a los conjuros.
Yo distraigo el asombro: con un golpe
de vista identifico la efigie de los héroes
que pasan, perpetuados en monedas,
desde diversos escondites hacia las manos mías,
olorosas a grasa y a cotidianos exabruptos.
Nadie
podría imaginar con qué apetencia,
con qué deseo encadenado aguardan
por esa música elocuente que comienza en mi bolso
la inquietud de una esposa y el sueño de los hijos.
Hay algo en mis labores
que recuerda los círculos girantes de la noria:
bajan dos pasajeros y abordan otros tantos
los puestos expeditos;
si una vuelta concluye, la próxima se inicia
con el deceso airoso de la hermana.
El día se hace hoguera, remembranza de infierno,
y los heraldos del calor abultan sus carrillos
e inflaman las trompetas.
Pero yo sé que permanecen colgados de mi arrojo,
de la constancia mía,
del triunfo de los cauchos,
la esperanza y el cielo y los estómagos
de emociones vecinas o engendradas
por el impulso de mi sangre.
¿Cómo escapar entonces
del susto vertical de la canícula,
de sus dardos infieles, de la fiesta
del ojo suspendido en la mitad de su trayecto?
La tarde, sucediendo, desmenuza
su rostro de minutos
contra la oscuridad que disemina sus espantos
y exige los faroles.
Y, recién vulnerada la enseña del crepúsculo,
vuelvo a los brazos de una esposa
y a la impresión del agua,
y al olor que requiere paladares
y al sueño que alimenta los pasos de mis hijos.
Y, asiéndome a la forma de sábanas urgentes,
afirmo que es hermosa esta costumbre,
porque sé que la sal precipitada
sobre una frente que simula cuenca
de arroyuelos nerviosos,
no le confiere al hombre que soy, encaneciendo
detrás de la memoria de un volante,
inconmovible aspecto de estatua humedecida.
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