Uno de los filósofos más populares de la historia moderna – y así lo confirma cierta joven encuesta realizada en un país del viejo continente – afirmaba que conoció mejor a la sociedad francesa por su lectura de las obras de Balzac que por el estudio de los cronicones de la época. Con ello, probablemente, se arriesgó a reconocer el valor de la literatura como testimonio de los hábitos y también - ¿por qué no? – de las aberraciones con que suelen transitar por la existencia los grupos humanos que coexisten en una ubicación espacio-temporal determinada.
De la trascendencia de la creación literaria como instrumento nada desdeñable y, consecuentemente, como arma de poderosísima eficacia en el proceso de disección de la anatomía social de nuestros pueblos, parecen estar hablándonos todavía muchos poemas de Vallejo y de Neruda y de Andrés Eloy Blanco, y memorables narraciones de Rodolfo Walsh y de Haroldo Conti, escritores – estos últimos – desaparecidos gracias a la “bondad” de satrapías apadrinadas por aquellos que, tradicionalmente, se han empecinado en erigirse como arquetipo de administraciones democráticas.
Conste que con lo anterior no pretendo menoscabar la significación de autores cuyas obras, signadas muchas veces por un exceso de lastre culturalista, nos los muestran ajenos a las ulceraciones que corroyeron el cuerpo de su entorno. Se trata, simplemente, de admitir que el acercamiento a la inmediatez no siempre redunda en detrimento de la calidad artística.
Marco Gentile, escritor venezolano nacido hace treinta años en Barquisimeto y radicado en Yaritagua, acaba de entregarnos, a través de la editorial El perro y la rana, el que constituye, felizmente, su primer libro publicado.r El demonio raquítico, más allá de la plausible imaginería de su autor y de su aparente recorrido por los territorios de la narrativa fantástica, corrobora con creces la aseveración involucrada en los párrafos anteriores. Cada una de las cuarenta y siete fabulaciones que lo conforman, siempre tocadas por ese ángel de la brevedad que, de alguna manera, nos induce a rememorar una parte del quehacer de Augusto Monterroso, impresiona, en primer lugar, por su incuestionable nivel de sugerencia.
Y, dicho lo precedente, me apresuro a explicarme: con la utilización de un lenguaje distanciado de las enunciaciones crípticas y sin afanes esnobistas o renovadores, este narrador yaracuyano consigue insuflarle a sus miniaturas un indudable y bien logrado aliento parabólico. La limpieza expresiva, el humor, la ironía – tan exquisitamente manejada – y, sobre todo, ese reverenciable avecinamiento con los aires de la sátira que se respira en el trasfondo de sus textos, transparentan la lectura de tal modo que el mensaje adquiere sus verdaderas dimensiones cuando el lector, previamente avisado, imbrica la sugerente fantasía explicitada en la escritura con los referentes de esa otra realidad tangible y, en apariencias, escasamente socorrida, donde a la sombra de actitudes conductuales afiliadas al hombre también pululan los demonios. Quiero indicar con esto que, aun cuando la urdimbre narrativa de los cuentos se nutre de lucubraciones simbólicas, una notable porción de tales alegorías, al ser trasladadas al universo de la cotidianidad y concatenarse con este, admite la necesaria resemantización a la que, a mi juicio, aspira la voluntad del creador.
Dada la sencillez escrituraria del cuaderno, quien lo disfrute puede prescindir perfectamente de innumerables y tediosas visitas a las bibliotecas para desentrañar su contenido. Detrás de toda esa galería de personajes que deambula por sus páginas – ocumos, topochos, tortugas neonatas, deportistas octópodos, etc, - no es difícil vislumbrar el tránsito del hombre por los senderos de su hábitat, siempre sensible – unas veces por la escasez de claridad; otras, por la interesada manipulación de la ceguera que le ha impuesto la inopia – a los desafueros pergeñados por el maquiavelismo presupuesto en las actuaciones censurables y en el raquitismo de las pasiones demonizadas que suelen secundarlas.
Recurriendo a los menesteres de la cirugía, Marco Gentile desenfunda su escalpelo y nos conduce al reconocimiento de las pústulas que deslucen el rostro de su tiempo. Con el libro que nos ocupa, donde se muestra dueño de atinados recursos expresivos, se incorpora – y creo que con alas de envergadura suficiente para incrementar la longitud del vuelo – al vasto panorama de la narrativa facturada en estos lares. El demonio raquítico le ha de granjear, sin duda, un número considerable de lectores. En él, como en todo espejo, no es imposible descubrir manchas intrascendentes. Pero comoquiera que hablar de las tinieblas donde la lumbre purifica es una obra que atañe sólo a quienes no saben ser agradecidos, yo considero válido el deslumbramiento al que nos convoca la luz derramada en este volumen de relatos, entre otras cosas porque quizás dentro de un par de siglos alguno de los filósofos de entonces no tema arriesgarse a pronunciar, a propósito de una hipertrofiada ejecutoria literaria que comenzó a gestarse durante los primeros años de la actual centuria, una apostilla que, salvando las distancias, pueda recordarle a los bibliófilos del futuro la suscrita por el insigne alemán luego de su fructuoso aprendizaje con las novelas de Balzac.
De la trascendencia de la creación literaria como instrumento nada desdeñable y, consecuentemente, como arma de poderosísima eficacia en el proceso de disección de la anatomía social de nuestros pueblos, parecen estar hablándonos todavía muchos poemas de Vallejo y de Neruda y de Andrés Eloy Blanco, y memorables narraciones de Rodolfo Walsh y de Haroldo Conti, escritores – estos últimos – desaparecidos gracias a la “bondad” de satrapías apadrinadas por aquellos que, tradicionalmente, se han empecinado en erigirse como arquetipo de administraciones democráticas.
Conste que con lo anterior no pretendo menoscabar la significación de autores cuyas obras, signadas muchas veces por un exceso de lastre culturalista, nos los muestran ajenos a las ulceraciones que corroyeron el cuerpo de su entorno. Se trata, simplemente, de admitir que el acercamiento a la inmediatez no siempre redunda en detrimento de la calidad artística.
Marco Gentile, escritor venezolano nacido hace treinta años en Barquisimeto y radicado en Yaritagua, acaba de entregarnos, a través de la editorial El perro y la rana, el que constituye, felizmente, su primer libro publicado.r El demonio raquítico, más allá de la plausible imaginería de su autor y de su aparente recorrido por los territorios de la narrativa fantástica, corrobora con creces la aseveración involucrada en los párrafos anteriores. Cada una de las cuarenta y siete fabulaciones que lo conforman, siempre tocadas por ese ángel de la brevedad que, de alguna manera, nos induce a rememorar una parte del quehacer de Augusto Monterroso, impresiona, en primer lugar, por su incuestionable nivel de sugerencia.
Y, dicho lo precedente, me apresuro a explicarme: con la utilización de un lenguaje distanciado de las enunciaciones crípticas y sin afanes esnobistas o renovadores, este narrador yaracuyano consigue insuflarle a sus miniaturas un indudable y bien logrado aliento parabólico. La limpieza expresiva, el humor, la ironía – tan exquisitamente manejada – y, sobre todo, ese reverenciable avecinamiento con los aires de la sátira que se respira en el trasfondo de sus textos, transparentan la lectura de tal modo que el mensaje adquiere sus verdaderas dimensiones cuando el lector, previamente avisado, imbrica la sugerente fantasía explicitada en la escritura con los referentes de esa otra realidad tangible y, en apariencias, escasamente socorrida, donde a la sombra de actitudes conductuales afiliadas al hombre también pululan los demonios. Quiero indicar con esto que, aun cuando la urdimbre narrativa de los cuentos se nutre de lucubraciones simbólicas, una notable porción de tales alegorías, al ser trasladadas al universo de la cotidianidad y concatenarse con este, admite la necesaria resemantización a la que, a mi juicio, aspira la voluntad del creador.
Dada la sencillez escrituraria del cuaderno, quien lo disfrute puede prescindir perfectamente de innumerables y tediosas visitas a las bibliotecas para desentrañar su contenido. Detrás de toda esa galería de personajes que deambula por sus páginas – ocumos, topochos, tortugas neonatas, deportistas octópodos, etc, - no es difícil vislumbrar el tránsito del hombre por los senderos de su hábitat, siempre sensible – unas veces por la escasez de claridad; otras, por la interesada manipulación de la ceguera que le ha impuesto la inopia – a los desafueros pergeñados por el maquiavelismo presupuesto en las actuaciones censurables y en el raquitismo de las pasiones demonizadas que suelen secundarlas.
Recurriendo a los menesteres de la cirugía, Marco Gentile desenfunda su escalpelo y nos conduce al reconocimiento de las pústulas que deslucen el rostro de su tiempo. Con el libro que nos ocupa, donde se muestra dueño de atinados recursos expresivos, se incorpora – y creo que con alas de envergadura suficiente para incrementar la longitud del vuelo – al vasto panorama de la narrativa facturada en estos lares. El demonio raquítico le ha de granjear, sin duda, un número considerable de lectores. En él, como en todo espejo, no es imposible descubrir manchas intrascendentes. Pero comoquiera que hablar de las tinieblas donde la lumbre purifica es una obra que atañe sólo a quienes no saben ser agradecidos, yo considero válido el deslumbramiento al que nos convoca la luz derramada en este volumen de relatos, entre otras cosas porque quizás dentro de un par de siglos alguno de los filósofos de entonces no tema arriesgarse a pronunciar, a propósito de una hipertrofiada ejecutoria literaria que comenzó a gestarse durante los primeros años de la actual centuria, una apostilla que, salvando las distancias, pueda recordarle a los bibliófilos del futuro la suscrita por el insigne alemán luego de su fructuoso aprendizaje con las novelas de Balzac.
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