11 de diciembre de 2008

Confesiones del hijo de Laertes

Poseidón me castiga.
Las veleras
naves que di a la trampa de su hechizo
resisten los embates del encono enfermizo
con que la mar distiende sus fauces altaneras.
Alguien avista nubes agoreras
en el dolor crujiente de las jarcias.
Comprendo
que si al grito del agua no le aprendo
la transparencia lastimada, pronto
se trocará en derrota fingida el Helesponto
en este laberinto de azares que sorprendo.

¿Qué mástiles poblar cuando se sienten
nombrados los deseos por el canto
fatal de las sirenas?
¿Cómo escurrir el llanto
hecho savia en los ojos lascivos que consienten
ante unos labios cuyas voces mienten
para más tarde condenar?
Si fundo
mis fuerzas con las ganas de retornar al mundo
que habitara una vez la permanencia
de una esposa y un hijo y una eximia existencia,
¿quién detendrá los remos que de afanes inundo?

He derrotado a Cirse y no consigo
restarme a la memoria de los brazos,
de los besos ungidos con miel, de los abrazos
que un día eternizara Penélope conmigo.
Siempre hallará la soledad abrigo
junto al cuerpo que amamos.
No lamento
los días desandados ni el huracán violento
que pergeñó con su inclemencia Eolo.
Mi guerra es por la vida que me ha supuesto solo
en esta pesadilla del alma contra el viento.

Sé que debo enfrentar la fortaleza
concentrada en un cíclope.
Mis hombres
quedarán en Caribdis o en Scila y sus nombres
han de subir a hexámetros que alaben la grandeza.
Nadie tendrá que ser, con la entereza
de un dios en el intento, la voz que nunca dijo
la raíz de su astucia.
Ya colijo
que, aunque la mar lo ignore, de algún modo
regresaré a Telémaco, porque después de todo,
qué no podrá un guerrero cuando lo aguarda un hijo.


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