1 de diciembre de 2008

Los pies sobre la tierra


I

Es triste al corazón saberse solo.
Yo anduve acompañado un largo trecho
y creí eternizada junto al pecho
la lumbrera intocable. Pero el dolo

que acercó hasta mis ojos la obsecante
morbidez de su máscara distrajo
mi lograda quietud. Vínose abajo,
de un golpe, la ebriedad y, avasallante,

se impuso la penumbra. Di al estudio
de insólitas verdades que repudio
lo mejor de mi edad. Vendí quimeras.

Le supuse a la mar el agua ingente
y fue preciso atravesar un puente
para que tú, de pronto, aparecieras.

II

El triunfo no es gratuito. ¿Quién lo duda?
¿Quién logra sustraerse a la mordida
con que suele ofrecérsenos la vida
para esta ingravidez que nos desnuda?

No siempre descubrimos, cuando exuda
el cuerpo su dolor, la bendecida
mano que hacia una dársena convida
y a limpiarnos el alma nos ayuda.

Yo conseguí escapar – tuve la suerte –
quizás porque asediado por la muerte
cuyo aliento escuchamos, conservaba,

como el príncipe lúcido y obseso,
en algún sitio de mi asombro el beso
que la Bella Durmiente precisaba.

III

Tú eras el horizonte. No advenías
con viento favorable a mi tristeza
y encontré, sin embargo, en la limpieza
de tu voz melancólicas bahías.

Más que brindarte al llanto, preferías
escanciar en mi oído la tibieza
de un sueño que apostaba su entereza
contra la soledad que padecías.

Increpando el orgullo del oleaje,
yo abandoné mi sórdido equipaje
y, juntos, perpetuamos el encuentro

para que descendiera otro querube.
Es que a la eternidad sólo se sube
si uno aprende a buscarla desde adentro.

IV

Si un día, con mis ojos en tus ojos,
yo te descubro, en lo que piensas, triste,
no aceptaré que, ajenos a su alpiste,
se ofrezcan a la sed tus labios rojos.

Hay minutos que duelen, hay enojos
que nos pueden herir; pero si existe
la confianza en el ánimo, resiste
su escudo la intención de los abrojos.

El tiempo en sus relojes nos encierra
como siervos sumisos. En la guerra
sobreviven los restos de lo humano.

La tristeza que a sorbos nos derriba
sólo ha de ser hermosa cuando exhiba
una lámpara enhiesta en cada mano.

V

Subo desde un abismo indubitable
hasta la cima dulce de tu abrazo,
y recobro, al subir, cada pedazo
de lo que imaginé irrecuperable.

Luciérnaga en mis noches y culpable
de que amanezca niño en tu regazo,
me induces a tomar, ceñido el brazo,
la ruta que juzgaba intransitable.

Retroceden, hendidas, las tinieblas
que me soñaron huérfano. Tú pueblas,
como una fuente límpida, el silencio.

No prospera la sombra donde habitas,
ennobleces mi edad y precipitas
en su voz el color que reverencio.

VI

Dándose a la esbeltez que lo provoca,
a su intrépida luz, a la pelea
cuya inefable conclusión desea,
el amor, cuando es breve, se equivoca.

Si escapa felizmente de la roca
sostenida en su espalda, saborea
la efímera conquista sin que vea
cómo la prisa su verdad trastoca.

Se impone meditar, subir despacio
la escalinata inmensa del palacio,
y que allí, abierta el alma, disfrutemos

de su larga emoción. Un buen orfebre
no admitirá que nadie le celebre
la copa mientras no la eternicemos.

VII

Algo se desmorona. Tú has llegado
para que nunca el llanto nos aflija
y un monumento a tu nobleza erija
el latido que estrenas a tu lado.

¿Qué pecho alguna vez condecorado
por esa cruz que al hombre desvalija,
osaría negarse a la cobija
que su casta quietud nos ha brindado?

Tú deseas vivir. Yo, resurrecto,
me incorporo a tus ansias. El trayecto
hacia el jardín donde la paz deslumbra

lastima con sus trampas. Y es preciso
no descuidar el cauteloso aviso
de la sed que los pasos nos alumbra.

VIII

Hay bonanza en la luz con que hoy medito.
Luego de andar tentando lo inasible,
aprendo que existir no es imposible
porque a la sombra de tu voz transito.

Sólo quien hace de su aliento un grito
vislumbra, vulnerando la terrible
procesión de sus penas, un posible
roce con el vedado manuscrito.

No es suficiente imaginar que olvida
la noche su aridez cuando la vida
sobre un lecho sin lágrimas reposa.

Más que la gloria incierta del convite,
importa la unidad que nos invite
a las exequias del dolor, esposa.

IX

¿Qué será de nosotros cuando clame
la nieve insobornable de los años,
y a vagar en patéticos rebaños
la oscuridad, hierática, nos llame?

Mientras la dicha cuyo acento inflame
desdeñe los capítulos extraños,
no importa que a sus límites huraños
la inequidad de un gesto nos reclame.

Si algo te trajo a mí para saberte,
la presunción inútil de la muerte
no podrá conseguir que se nos abra

bajo los pies el mundo. Yo confío
en que habrá de quedar, frente al vacío,
perpetuado el amor en la palabra.

X

¿De qué sirve ocultar que ayer sufría?
La honestidad me ocupa. No pretendo
solaparme a las fauces del estruendo
que se dispuso a condenar la vía.

Si, atado a la retama, sumergía
mi verbo en la mudez, ahora comprendo
que restarle a la piel cada remiendo
no supone un rechazo a la porfía.

Me apresto a caminar. El calendario
adelgaza, mujer, y es necesario
que tu cuerpo a mi senda se acostumbre.

No siempre un espejismo nos engaña:
uno sabe que existe la montaña
y anhela, como Sísifo, la cumbre.

Segunda Mención Especial
en el Certamen Internacional de Poesía
“Sant Jordi”, 2008

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